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Naturalmente, Sila sabía cómo funcionaba la mente del Meneítos y le dejó concluir sus reflexiones. Él seguía pensando en su propia tarea, con la vista fija entre las tristes orejas de la mula. He vuelto a Italia y pronto, Campania, ese crisol de las mejores cosas de la tierra, surgirá a lo lejos, verde y ondulante, con sus suaves colinas y dulces aguas. Y excluyo expresamente Roma de mi mirada; Roma no me reconcomerá como el picor. Roma será mía, pero a pesar de que muchos han sido mis crímenes y nula mi contrición, la idea del estupro nunca me ha atraído. Mucho mejor que Roma venga a mí con pleno consentimiento, que verme obligado a forzarla…

– Habréis advertido que desde que desembarqué en Brundisium he estado enviando cartas a todos los caudillos de los antiguos aliados itálicos, prometiéndoles que deseo ver a todos los itálicos inscritos como ciudadanos romanos conforme a las leyes y acuerdos negociados al término de la guerra itálica. Incluso quiero verlos distribuidos en las treinta y cinco tribus. Créeme, Meneitos, me doblaré como una tela de araña bajo el viento antes de atacar Roma.

– ¿Qué tienen que ver los itálicos con Roma? -preguntó Metelo Pío, que nunca había sido partidario de conceder plena ciudadanía romana a los itálicos, y que secretamente aplaudía la decisión de Filipo el censor y de su colega Perpena, de impedir la inscripción de itálicos en las listas de ciudadanos romanos.

– Pompeyo y yo hemos recorrido gran parte del territorio que luchó contra Roma, y por doquier hemos sido bien recibidos… quizás esperen que yo cambie la situación en Roma en el asunto de la ciudadanía. El apoyo de los itálicos me ayudará a convencer a Roma para que ceda pacíficamente.

– Lo dudo -replicó muy tieso Metelo Pío-, pero supongo que sabes lo que te haces. Volvamos al asunto de Filipo, que constituye un problema.

– ¡Ya lo creo! -dijo Sila, bailándole los ojos.

– ¿Y qué tiene que ver Filipo conmigo? -inquirió Craso, considerando que había llegado el momento de interrumpir aquel diálogo.

– Tengo que deshacerme de él, Marco Craso. Pero del modo menos doloroso posible, dado el hecho de que ha logrado convertirse en una reverenciada institución romana.

– Eso es porque se ha convertido para todos en el ideal del contorsionista político pertinaz -añadió el Meneitos con una sonrisa.

– No es una definición desacertada -dijo Sila, asintiendo con la cabeza en vez de sonreír-. Ahora, mi grueso y ostensiblemente plácido amigo Marco Craso, voy a hacerte una pregunta. Y quiero una respuesta sincera. Dada tu lamentable fama, ¿eres capaz de darme una contestación sincera?

La chanza no hizo mella en la cachaza bovina de Craso.

– Lo intentaré, Lucio Cornelio.

– ¿Estás tan apasionadamente apegado a tus tropas hispánicas?

– Teniendo en cuenta que me obligas a buscarles el aprovisionamiento, no -contestó Craso.

– ¡ Bien! ¿Te marcharías con ellas?

– Si crees que no son imprescindibles, sí.

– ¡Bien! Entonces, con tu flemático consentimiento, querido Marco, voy a abatir varios pájaros con la misma flecha. Voy a cederle tus hispánicos a Filipo, para que conquiste y me guarde Cerdeña, y cuando llegue el tiempo de la cosecha en la isla me la envíe a mí -dijo Sila, alargando la mano para coger el odre de vino blanco agrio que llevaba atado a la silla, lo alzó y vertió hábilmente un chorro en su pastosa boca sin que una sola gota le cayera en la cara.

– Filipo se negará a ir -dijo Metelo Pío sin ambages.

– No, no lo hará. Le encantará el encargo -replicó Sila cerrando el cuello en forma de pico de pájaro del pellejo-. Será el dueño absoluto de todas las inspecciones, y los bandidos de Cerdeña le aclamarán. A su lado, parecerán hombres virtuosos.

La duda comenzaba a hacer mella en Craso y le quemaba la garganta, pero no rechistó.

– ¿Estás pensando en qué harás sin tropas que mandar?

– Algo parecido -respondió Craso con cautela.

– Podrías serme muy útil -dijo Sila sin poner mucho énfasis en sus palabras.

– ¿De qué modo?

– Tu madre y tu esposa pertenecen a prominentes familias sabinas. ¿Y si fueses a Reate para iniciar un reclutamiento de tropas en mi nombre? Podrías empezar allí y acabar en tierras de los marsos -dijo Sila alargando el brazo y asiendo con fuerza la robusta muñeca de Craso-. Créeme, Marco Craso, la próxima primavera tendrás muchas tareas militares, y buenas tropas, itálicas, si no romanas, para mandar.

– De acuerdo. Me interesa -dijo Craso.

– ¡Ah, ojalá todo pudiera resolverse tan bien y tan fácilmente! -exclamó Sila, volviendo a asir el odre.

Craso y Metelo Pío intercambiaron una mirada por encima de aquella cabeza inclinada de rizos falsos absurdos; diría que bebía para paliar los picores, pero lo cierto era que no podía dejar pasar mucho tiempo sin remojar el gaznate. La pesadilla de aquella tortura física le había hecho aficionarse al paliativo como a un amor perenne. ¿Lo sabría o no?

Si hubieran tenido el valor de preguntárselo, Sila les hubiese respondido sin dudar. Sí que lo sabía. Y no le importaba que se supiera, aparte del hecho de que su vino de aspecto flojo estaba bien reforzado. Le habían prohibido el pan, la miel, la fruta y los pasteles, y en su dieta pocas cosas había que le gustaran. Los físicos de Aedepsus habían vetado con toda lógica todas aquellas cosas deliciosas, de eso no le cabía la menor duda; cuando llegó allí, sabia que estaba muriéndose. Primero había sentido una gula incontenible por el dulce y los alimentos feculentos y había engordado a tal extremo que hasta su mula se quejaba de la carga; luego, había comenzado a sentir entumecimiento y hormigueo en los pies, y con el tiempo, palpitaciones y dolores, de modo que cuando se tumbaba para dormir no había manera de desentenderse de los malditos pies y la sensación le subía por los tobillos y las pantorrillas y cada vez le costaba más conciliar el sueño. Por ello añadió un vino reforzado a su ración habitual y lo utilizó como droga para dormir. Hasta el día en que vio que sudaba, se ahogaba y perdía peso tan rápidamente que estuvo a punto de desaparecer. Y se dedicó a beber cantimploras y cantimploras de agua sin poder saciar la sed. Y lo más horroroso fue que comenzó a fallarle la vista.

Casi todos aquellos síntomas habían desaparecido o mejorado notablemente después de la estancia en Aedepsus. En su rostro no quería ni pensar; él que había sido tan apuesto de joven que los hombres se volvían locos por él, tan apuesto en la madurez que las mujeres se volvían locas… Pero algo que no había desaparecido era su necesidad de beber vino. Aceptando lo inevitable, los sacerdotes físicos de Aedepsus le habían convencido para que cambiase el vino reforzado que tomaba por los vinos más agrios posibles, y, desde los meses transcurridos desde entonces se había acostumbrado a aquel vino tan seco que le hacía torcer el gesto al beberlo. Cuando no le afectaba el picor controlaba bastante la cantidad que tomaba en el sentido de que no dejaba que entorpeciese su reflexión: bebía lo suficiente para mejorarla. O, al menos, es lo que se decía.

– Ofellas y Catilina seguirán conmigo -dijo, volviendo a cerrar el odre-. Pero a Verres, que, como su nombre indica, es un verraco insaciable, creo que le enviaré a Beneventum, al menos de momento, para que organice los aprovisionamientos y vigile la retaguardia.