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– ¡ Sí que le gustará! -exclamó el Meneítos con una risita que provocó una sonrisa en Craso.

– ¿Y el joven Cetego? -preguntó; le dolían las piernas de llevarlas colgando, pues eran unas piernas muy gruesas, y se agitó un poco para cambiar de postura.

– Cetego se quedará de momento -contestó Sila, volviendo a acercar la mano al odre y retirándola resueltamente-. Puede ocuparse de las cosas en Campania.

Poco antes de que su ejército cruzase el río Volturnus, cerca de la ciudad de Casilium, Sila envió seis mensajeros a negociar con Cayo Norbano, el más capaz de los dos cónsules epígonos de Carbón. Norbano había salido con ocho legiones, tomando posiciones para defender Capua, y cuando los enviados de Sila aparecieron con bandera para parlamentar, los mandó detener sin escucharles y ordenó avanzar a sus legiones hasta la llanura de Capua y el pie del monte Tifata. Irritado por el trato tan poco noble dado a sus enviados, Sila se dispuso a dar a Norbano una lección que nunca olvidaría. Descendiendo con sus tropas por la falda del monte Tifata, cayó sobre el incauto Norbano, derrotándole sin que se entablase batalla, y el cónsul tuvo que retirarse a Capua, en donde hizo una selección de la aterrada tropa, envió dos legiones para defender Neapolis, puerto de la Roma de Carbón, y se dispuso a aguantar un asedio.

Gracias al ingenio de un tribuno de la plebe, Marco Junio Bruto, Capua estaba muy predispuesta a aceptar el actual gobierno de Roma, pues a principios de año Bruto había promulgado una ley que concedía a Capua la condición de ciudad romana, lo que había complacido enormemente a la población, tras varios siglos de haber sido castigada por Roma por sus muchas insurrecciones. Por consiguiente, Norbano no debía preocuparse de que Capua se cansase de él y de su ejército. Capua era una complacida anfitriona de las legiones romanas.

– Tenemos Puteoli y no necesitamos Neapolis -dijo Sila a Pompeyo y a Metelo Pío mientras se dirigían a caballo hacia Teanum Sidicinum -, y podemos prescindir de Capua porque tenemos Beneventum. Ha sido un acierto dejar allí a Cayo Verres -añadió, deteniéndose un instante para reflexionar y asintiendo con la cabeza como contestando a lo que pensaba-. Le daremos una nueva encomienda a Cetego. Le haremos legado de todas las columnas de abastecimiento. ¡ Eso pondrá a prueba su diplomacia!

– Ésta es una guerra muy lenta -terció Pompeyo-. ¿Por qué no marchamos sobre Roma?

El rostro que Sila volvió hacia él era, dadas sus limitaciones, una imagen de amabilidad.

– ¡Paciencia, Pompeyo! En artes marciales no necesitas que te enseñen, pero tus conocimientos políticos son nulos. Si en lo que queda de año no aprendes nada, al menos te servirá como lección de manejos políticos. Antes de que pensemos en marchar sobre Roma, debemos primero demostrarle que no puede vencer con el actual gobierno. Luego, si se muestra razonable, vendrá a nosotros y se nos ofrecerá.

– ¿Y si no lo hace? -inquirió Pompeyo, sin saber que Sila ya había hablado de esto con Metelo Pío y con Craso.

– Ya veremos -se limitó a contestar Sila.

Habían dejado atrás Capua como si Norbano, atrincherado en su interior, no existiese, y proseguían la marcha en dirección al segundo ejército consular de Roma al mando de Escipión Asiageno y su primer legado Quinto Sertorio. Las pequeñas y muy prósperas ciudades de Campania que cruzó Sila, más que capitular le recibieron con los brazos abiertos, pues le conocían bien; él había mandado los ejércitos de Roma en aquella región durante casi toda la guerra itálica.

Escipión Asiageno se hallaba acampado entre Teanum Sídicinum y Cales, lugar en el que un pequeño afluente del Volturnus, alimentado por manantiales, llevaba una buena cantidad de agua ligeramente efervescente y cálida que aun en verano era una delicia.

– ¡Éste será un excelente campamento de invierno! -dijo Sila.

Y acampó a su ejército en la orilla opuesta del riachuelo que le separaba de su adversario. Hizo regresar la caballería a Beneventum al mando de Cetego y dio instrucciones personales a nuevos mensajeros para que negociaran una tregua con Escipión Asiageno.

– No es un antiguo cliente de Cayo Mario y resultará mucho mas fácil tratar con él que con Norbano -comentó a Metelo Pío y a Pompeyo. Su rostro seguía sanando y había ingerido menos vino que durante el viaje desde Beneventum, lo cual se traducía en un mejor estado de ánimo y una mente más despejada.

– Tal vez -dijo el Meneitos, con gesto de duda-. Si sólo se tratara de Escipión, te diría que estoy totalmente de acuerdo; pero tiene con él a Quinto Sertorio, y ya sabes lo que eso significa, Lucio Cornelio.

– Inconvenientes -dijo Sila impasible.

– ¿No deberías pensar en cómo reducir a Sertorio a la impotencia?

– No lo necesito, querido Meneítos. Lo hará el propio Escipión -dijo Sila, señalando con una vara hacia el lugar en el que una curva cerrada del riachuelo aproximaba ambos campamentos-. Cneo Pompeyo, ¿saben excavar tus veteranos?

– ¡Ya lo creo! -respondió Pompeyo, parpadeando.

– Bien. Pues, mientras los demás acaban las fortificaciones de invierno, ordénales excavar en la orilla, fuera de nuestras defensas, para hacer una gran piscina -añadió Sila con displicencia.

– ¡Qué fantástica idea! -exclamó Pompeyo con igual naturalidad, sonriendo-. Ahora mismo ponemos manos a la obra -añadió, cogiendo la vara de Sila y señalando hacia la lejana orilla-. General, si te parece, abriré brecha en la orilla y ensancharé el río en vez de hacer una balsa aparte. Y creo que los hombres quedarán contentos si techamos una parte… para que no haga tanto frío más adelante.

– ¡Buena idea! Hazlo -contestó Sila afable, viendo cómo Pompeyo se alejaba a buen paso.

– ¿Qué os traéis entre manos? -preguntó Metelo Pío, frunciendo el ceño, al ver a Sila tan amable con aquel joven engreído.

– Él ya lo sabe -contestó Sila, críptico.

– ¡Pero yo no! -exclamó el Meneitos intrigado-. ¡Acláramelo!

– ¡Confraternización, querido Meneitos! ¿Tú crees que las tropas de Escipión van a sucumbir a la tentación del balneario de Pompeyo? Al fin y al cabo, también son soldados romanos, y no hay nada mejor que una actividad placentera compartida con los amigos. En cuanto Pompeyo tenga acabada la piscina, disfrutarán de ella tantos hombres de Escipión como de los nuestros. Y en seguida comenzarán a charlar: las mismas bromas, las mismas quejas, la misma clase de vida. Te apuesto algo a que no hará falta librar una batalla.

– ¿Y con lo poco que le has dicho él lo ha comprendido?

– Totalmente.

– ¡ Me sorprende que se haya avenido a ayudarte! Porque él quiere una batalla.

– Cierto. Pero ya se ha dado cuenta de cómo soy, Pío, y sabe que no va a haber batalla esta primavera. Ya sabes que en su estrategia no entra el incomodarme. Me necesita tanto como yo a él -dijo Sila, riendo cautamente sin mover la cara.

– Me parece que es de los que deciden antes de lo que tú crees que no te necesita.

– Pues te equivocas.

Dos días más tarde, Sila y Escipión Asiageno parlamentaban en la carretera entre Teanum y Cales, acordando un armisticio. Por entonces, Pompeyo había terminado la balsa y tras publicar una lista de turnos de personal -como metódico que era- que dejaba tiempo suficiente para que lo utilizaran también los de la otra orilla, la inauguró para recreo de la tropa. Al cabo de dos días, el tránsito de soldados entre uno y otro campamento era tan crecido que…

– Más valdría que olvidásemos que somos adversarios -comentó Quinto Sertorio a su comandante.

– ¿Qué mal hay en ello? -replicó Escipión Asiageno con gesto de sorpresa.

El único ojo que le quedaba a Sertorio se alzó hacia el cielo. Seguía siendo un hombrón, y su contextura física, a mitad de la tercera década, se había asentado definitivamente, confiriéndole un temible aspecto de toro. Cosa que en ciertos aspectos era lamentable, pues le confería un aspecto bovino totalmente ajeno a la potencia y valía de su mente. Era primo de Cayo Mario y había heredado de él más capacidad militar y personal que su propio hijo; había perdido el ojo en una escaramuza justo antes del sitio de Roma, pero como era el izquierdo y él no era zurdo, la pérdida no le había hecho perder cualidades guerreras; la cicatriz había transformado su agradable rostro en algo caricaturesco, pues el lado derecho seguía siendo atractivo mientras que el izquierdo exponía impúdicamente la horrible contradicción.