El caso era que Escipión le subestimaba, no le respetaba ni entendía. Y ahora le miraba sorprendido.
Sertorio insistió.
– ¡Asiageno, piensa! ¿Tú crees que nuestros soldados combatirán bien si les permitimos que hagan amistad con el enemigo?
– Combatirán si se les ordena.
– No estoy de acuerdo. ¿Por qué crees que Sila ha hecho construir esa balsa si no para atraerse a nuestras tropas? ¡No lo ha hecho para esparcimiento de la suyas! ¡ Es una trampa y estás cayendo en ella!
– Hemos acordado una tregua, y ellos son tan romanos como nosotros -replicó tercamente Escipión Asiageno.
– A ellos los manda un hombre al que deberías temer como si viniera del infierno, Asiageno. No se le puede ceder en una sola pulgada. Si lo haces, acabará apoderándose de todas las millas desde aquí hasta Roma.
– Exageras -replicó Escipión hierático.
– ¡Eres tonto! -farfulló Sertorio sin poder contenerse.
Pero a Escipión le dejó impasible aquel arrebato de malhumor; bostezó, se rascó la mejilla y se miró las uñas cuidadosamente recortadas. Luego, alzó la vista hacia el enorme Sertorio y le sonrió con dulzura.
– ¡Márchate! -dijo.
– ¡Ya lo creo! ¡Ahora mismo! -replicó Sertorio-. ¡A ver si Cayo Norbano te hace entrar en razón!
– Dale recuerdos -gritó Escipión cuando ya Sertorio abandonaba la tienda, y siguió mirándose las uñas.
Quinto Sertorio cabalgó hasta Capua al galope, y allí encontró un hombre más de su aprecio que Escipión Asiageno. Norbano, el más leal de los partidarios de Mario, no era un seguidor fanático de Carbón, y tras la muerte de Cinna le había seguido siendo leal porque detestaba a Sila aún más que al propio Carbón.
– ¿Quieres decir que ese aristócrata fofo ha acordado un armisticio con Sila? -inquirió Norbano, pronunciando con estridencia el odiado nombre.
– Como lo oyes. Y permite a sus tropas confraternizar con el enemigo -añadió Sertorio imperturbable.
– ¿Por qué me habrán asignado un colega tan idiota como Asiageno? -gimió Norbano, encogiéndose de hombros-. Bueno, a eso ha quedado reducida Roma, Quinto Sertorio. Le enviaré una airada misiva de la que hará caso omiso; pero sugiero que vuelvas con él. No me gustaría que acabases siendo cautivo de Sila… porque se las arreglaría para asesinarte. Trata de hacer algo que moleste a Sila.
– Muy bien pensado -dijo Sertorio con un suspiro-. Pondré en contra suya a las ciudades de Campania. Los ciudadanos se han declarado partidarios suyos, pero hay descontentos -añadió con un gesto de enojo-. ¡Mujeres, Cayo Norbano! ¡Mujeres! En cuanto oyen el nombre de Sila pierden el sentido arrobadas. Han sido las mujeres las que han inducido a ponerse de su parte a la Campania; no los hombres.
– Pues convendría que le vieran -dijo Norbano con gesto de asco-. Me consta que tiene aspecto infrahumano.
– ¿Peor que yo?
– Dicen que mucho peor.
Sertorio frunció el ceño.
– Algo he oído, pero Escipión no me dejó formar parte del grupo que negoció el acuerdo y no le he visto. Además, Escipión no habló de su aspecto físico. ¡Ah, seguro que le duele, a la preciosa mentula! -añadió con una risa feroz-. ¡Era tan vano como una mujer!
– No te gusta mucho el sexo, ¿verdad? -dijo Norbano sonriente.
– Las mujeres están bien para un polvo, pero no me casaría con ninguna. Mi madre es la única mujer que acepto. ¡ Pero ella es una mujer como debe ser! No mete la nariz en cosas de hombres, no intenta mandar en casa ni utiliza su cunnus como arma -añadió Sertorio, cogiendo el casco y ajustándoselo enérgicamente-. Me marcho, Cayo. Que tengas buena suerte para disuadir de su error a Escipión. Verpa!
Después de pensárselo un poco, Sertorio decidió dirigirse desde Capua a la costa de Campania, en donde el precioso puertecillo de Sinuessa Aurunca podría ser terreno abonado para hacer un manifiesto contra Sila. En Campania no existía casi peligro en las carreteras, pues Sila no había procedido a cortar ninguna de ellas, aparte de la toma de Neapolis. Sin duda, no tardaría en disponer una fuerza en las afueras de Capua para impedir la salida de Norbano, pero durante su estancia allá no habían visto el menor signo de que se dispusiera a hacerlo. En cualquier caso, Sertorio consideró prudente evitar las carreteras principales. Le agradaba aquella sensación de existencia fugitiva; conllevaba una mayor dimensión de vida real y le recordaba vívidamente la época en que se había fingido guerrero celtíbero para espiar entre los germanos. ¡Eso sí que había sido vida, y no esos fofos aristócratas romanos a quienes aplacar y obedecer! Acción constante, mujeres que sabían cuál era su lugar; hasta había tenido una mujer germánica que le había dado un hijo sin que en ningún momento ella ni el retoño hubiesen representado estorbo alguno; ahora vivían en la Hispania Citerior, en el enclave montañoso de Osca, y el niño sería ya… casi un hombre. ¡Cómo corría el tiempo! No es que los echara de menos, ni anhelase conocer a su único hijo; lo que echaba de menos era aquella clase de vida, la libertad, el bien por excelencia en el que uno se crece como guerrero. Sí, aquello era vida…
Con arreglo a su inveterada costumbre, viajaba sin escolta, ni siquiera un solo esclavo; igual que su primo, el anciano Cayo Mario, él era partidario de que un militar debía ser capaz de cuidar de si mismo. Naturalmente, sus pertrechos los tenía en el campamento de Escipión Asiageno y no iba a volver a por ellos; ¿o sí? Ahora que lo pensaba, había un par de cosas que echaba mucho de menos: la espada que utilizaba normalmente, una cota de malla que se había traído de Galia, de una ligereza y hechura de las que ningún herrero de Italia era capaz, y sus botas de invierno de Liguria. Sí, volvería. Pues aún tardaría varios días en caer Escipión.
Volvió, pues, grupas y fue en dirección noreste, pensando en rodear el campamento de Sila por el lado más alejado, advirtiendo que tras sus pasos avanzaba un grupo por el camino. Cuatro hombres y tres mujeres. ¡Ah, mujeres! Estuvo a punto de volver grupas de nuevo, pero optó por avanzar más aprisa. De todos modos, ellos iban en dirección al mar y él ahora se dirigía a las montañas.
Pero al distinguirlos mejor, frunció el ceño. ¿No conocía al que iba en cabeza? Era un verdadero gigante de pelo muy rubio y muy musculoso, como otros tantos germanos que él había conocido… ¡Burgundus! ¡Por los dioses, era él, Burgundus! ¡Y detrás cabalgaban Lucio Decumio y sus dos hijos!
Burgundus le había reconocido, y ambos azuzaron a su caballo para ir al encuentro, mientras el pequeño Lucio Decumio azotaba a su cabalgadura para no quedarse atrás. ¡Cómo iba a perderse él una sola palabra de la conversación!
– ¿Qué demonios haces aquí? -inquirió Sertorio una vez intercambiados apretones de manos y palmadas en la espalda.
– Estamos perdidos; eso es lo que hacemos -contestó Lucio Decumio, mirando airado a Burgundus -. ¡ Esa mole de basura germana juró que conocía el camino! ¡Él qué va a conocer!
Los años que Burgundus llevaba oyendo los interminables insultos que escupía (y nunca mejor dicho) Lucio Decumio, le habían hecho inmune a ellos, y en esta ocasión los soportaba con su habitual paciencia, mirando al pequeño romano del mismo modo que un buey contempla a un mosquito.
– Buscamos las tierras de Quinto Pedio -dijo Burgundus en su torpe latín, sonriendo a Sertorio con una afabilidad que a pocos hombres demostraba-. La señora Aurelia va a recoger a su hija para llevarla a Roma.