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– ¿Lucio Cornelio? -repitió ella, avanzando unos pasos. Silencio, pero sus ojos comenzaban a acostumbrarse a a la penumbra y columbraron una cabeza con cabello que no era el de Lucio Cornelio Sila. Unos ricitos rojoamarillentos, ridículos.

En ese momento él se irguió, como presa de una convulsión, y comprendió que si era Lucio Cornelio; sólo por el hecho de que la miraban los ojos de Lucio Cornelio. No podían ser más que sus ojos.

Dioses del Olimpo, ¿cómo he podido hacerle esto? ¡No lo sabía! ¡ De haberlo sabido, ni una torre de asedio habría podido arrastrarme hasta aquí! ¿Qué expresará mi rostro? ¿Qué leerá él en mi expresión?

– ¡Oh, Lucio Cornelio, qué alegría verte! -dijo en el tono perfectamente adecuado, y dio los últimos pasos hasta el escritorio para besarle en ambas mejillas llenas de cicatrices.

A continuación, se sentó en una silla plegable, cruzó las manos en el regazo, le dirigió una amable sonrisa con toda naturalidad y aguardó.

– No me proponía volver a verte, Aurelia -dijo sin quitar la vista de ella-. ¿No podías haber aguardado a que llegase a Roma? No me esperaba esta ruptura de nuestra costumbre.

– Creo que te costará llegar a Roma… con tu ejército. O tal vez fuese que yo presentía que sería la primera vez que no irías a verme. Pero no, querido Lucio; no estoy aquí por nada que puedas pensar. He venido porque ando perdida.

– ¿Perdida?

– Sí. Busco las tierras de Quinto Pedio. La tonta de mi hija no quiere venir a Roma, y Quinto Pedio, que seguramente no sabrás que es su segundo esposo, no quiere que esté aquí cerca de dos ejércitos acampados.

Lo había dicho en tono animado y convincente, y estaba segura de que quitaría hierro a su imprevista llegada.

Pero fue Sila quien dijo:

– ¿Te he causado impresión, verdad?

– En cierto modo -replicó ella con sinceridad-. Sobre todo por el pelo. Supongo que te has quedado calvo.

– Y sin dientes -añadió él, descubriendo sus encías vacías.

– Bueno, todos llegamos a ello si vivimos lo bastante.

– ¿No te gustaría que te besase como lo hice hace algunos años, ¿verdad?

Aurelia ladeó la cabeza, sonriente.

– Ni siquiera entonces quería que me besases, aunque me agradase; y demasiado para mi propia tranquilidad de espíritu. ¡Cómo te ofendiste!

– ¿Y qué esperabas? Me rechazaste. Y no me gusta que me rechacen las mujeres.

– ¡ Bien que me acuerdo!

– Yo me acuerdo de las uvas.

– Yo también.

– ¡Ojalá pudiese llorar! -exclamó él, lanzando un profundo suspiro y cerrando los párpados.

– Me alegro de que no puedas, querido amigo -dijo ella con ternura.

– Tú lloraste por mí entonces.

– Cierto; pero no voy a llorar por ti ahora. Sería penar por un reflejo que ha discurrido río abajo hace ya mucho tiempo. Y me alegro de que haya pasado.

Sila se levantó por fin con aire de viejo cansado.

– ¿Quieres una copa de vino?

– Sí, claro.

Aurelia advirtió que lo servía de dos jarros distintos.

– No quiero darte la orina que estoy obligado a beber últimamente, seca y agria como yo.

– Yo también estoy bastante seca y agria, pero beberé lo que tú me recomiendes -dijo ella, cogiendo la copa y dando un sorbo con ganas-. Es muy bueno; gracias. Ha sido una larga jornada tratando de dar con Quinto Pedio.

– ¿Y cómo es que tu marido te deja sola para hacer esas cosas? ¿Está de nuevo fuera de Italia? -inquirió Sila, sentándose ya menos inquieto.

Una sombra de dureza enturbió los esplendorosos ojos de Aurelia.

– Hace dos años que soy viuda, Lucio Cornelio.

– ¿Ha muerto Cayo Julio? -inquirió él sin salir de su asombro-. ¡Si estaba tan sano como un muchacho! ¿Murió en combate?

– No, fue de repente.

– Y aquí estoy yo, con mil años más que él… apegado a la vida -comentó Sila amargamente.

– Eres el caballo de octubre, y él no era más que el centro de la arena. Un buen hombre; me alegro de haber estado casada con él, pero nunca pensé que fuese hombre que necesitase estar apegado a la vida -dijo Aurelia.

– Quizás haya sido mejor así. Si tomo Roma, le habría resultado difícil; y me imagino que habría optado por alinearse con Carbón.

– Estuvo de parte de Cinna por su vinculación a Cayo Mario, pero no sé yo si se habría puesto de parte de Carbón. ¿Está bien tu esposa, Lucio Cornelio? -añadió ella para cambiar de tema, ya mas acostumbrada a su lamentable aspecto, él que había sido hermoso como un Apolo.

– La última vez que supe de ella, si. Está en Atenas. El año pasado me dio mellizos; niño y niña. Y tiene miedo de que se parezcan a su tío el Meneítos -añadió, conteniendo la risa.

– ¡ Oh, no, pobrecitos! Es una bendición tener niños. ¿Piensas a veces en tus otros mellizos, los que te dio tu esposa germánica? Ya serán hombres.

– ¡Queruscos que arrancan la cabellera a los romanos y los queman vivos en jaulas!

Se apaciguaría. Estaba ya más tranquilo y menos atormentado. De todos los males que hubiera podido imaginar que aguardaban a Lucio Cornelio Sila, ella no había tenido en cuenta la pérdida de su enorme y singular atractivo. Sin embargo, seguía siendo Sila, y pensó que su esposa seguramente seguiría queriéndole igual que cuando era la imagen de Apolo.

Continuaron charlando un rato, repasando los años transcurridos y comentando diversos hechos; Aurelia advirtió que le complacía hablar de su protegido, Lúculo, y Sila notó que a ella le gustaba hablar de su único hijo, a quien ahora llamaban César.

– Si mal no recuerdo, el pequeño César era muy instruido. Debe gustarle ser flamen dialis -dijo Sila.

Aurelia dudó si hacer un comentario y, finalmente, dijo otra cosa.

– Ha hecho un esfuerzo tremendo por ser un buen sacerdote, Lucio Cornelio.

Sila frunció el ceño y miró por la ventana próxima a él.

– El sol ya está a punto de ocultarse, por eso hay tan poca luz. Debes proseguir tu camino. Ordenaré a unos cadetes que te guíen; las tierras de Quinto Pedio están cerca, detrás de mi campamento. Y dile a tu hija que no sea loca y que se vaya. Mis hombres no son fieras, pero si es una auténtica Julia resultará una grave tentación; y no se puede prohibir a la tropa beber vino estando acuartelada en Campania. Llévatela cuanto antes a Roma. Pasado mañana pondré a tu disposición una escolta hasta Ferentinum, así estarás a salvo de los dos ejércitos acampados en las cercanías.

– Tengo a Burgundus y a Lucio Decumio y sus hijos -dijo Aurelia poniéndose en pie-, pero te agradezco la escolta si puedes procurármela. ¿No hay inminencia de combate entre tú y Escipión?

¡Qué lástima no poder volver a contemplar la encantadora sonrisa de Sila! La había cambiado por un simple gruñido que no alterara las costras y arrugas del rostro.

– ¿Ese idiota? No, no preveo ninguna batalla -contestó, ya en la puerta, dándole un leve empujón-. Márchate, Aurelia. Y no esperes que vaya a verte en Roma.

Se alejó de la casa para unirse a su séquito, mientras Sila daba instrucciones a Mesala Rufo. Y acto seguido se dirigían por la vía Pretoria hacia otra de las cuatro puertas del enorme campamento de Sila.

Ninguno de sus acompañantes había logrado suscitar en ella comentario alguno a pesar de sus miradas, y el resto del viaje respetaron su tan necesaria paz de espíritu y la dejaron entregada a sus pensamientos.

Siempre me ha gustado, aunque se convirtiera en enemigo nuestro. A pesar de que no es buena persona. Mi esposo era una buena persona y yo le amaba y le fui fiel de cuerpo y alma, pero ahora me doy cuenta de que parte de mi ser era de Lucio Cornelio Sila. Una pequeña parte que mi esposo no quiso porque no sabía qué hacer con ella. Lucio Cornelio y yo sólo nos besamos una vez, pero fue tan deleitoso como morboso. Un espejismo apasionado y corrosivo, al que no cedí; pero ¡cómo lo deseaba, por los dioses! Por mi parte fue una batalla ganada, pero quién sabe si no fue una guerra perdida. Siempre que aparecía en mi pequeño mundo cómodo, era como una especie de tempestad que irrumpía; si ciertamente era como Apolo, también era como un Eolo que gobernaba las alas de mi espíritu, y la lira de mi ser profundo musitaba una melodía que mi esposo jamás había escuchado… ¡Oh, esto es peor que el dolor de una muerte y de una separación! Acabo de ver los residuos de un sueño que era de los dos, y el pobre Lucio Cornelio lo sabe. ¡ Qué entereza! Otro más pusilánime se habría arrojado sobre la espada.