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Y se marchó, dejando a César y a Craso mirándose mutuamente hechos un lío.

– ¿Qué es lo que quería? -inquirió Craso.

– Me da la impresión de que no tardaremos en enterarnos -dijo César, pensativo.

Como a primera hora de la tarde un mensajero había entregado la carta de Pompeyo, bien copiada en limpio por un escriba, Filipo no esperaba ningún aviso de éste hasta después de haberla leído en el Senado. Pero apenas se había levantado de la camilla después de cenar aquel mismo día, cuando llegó otro mensajero de Pompeyo convocándole a acudir al campo de Marte. Por un instante Filipo pensó en negarse, pero luego consideró la suma anual que Pompeyo le pagaba, lanzó un suspiro y pidió una litera. ¡ Nada de paseos!

– ¡Magnus, si has cambiado de idea respecto a que lea tu carta mañana, basta con que me lo hubieses dicho! ¿Por qué me haces venir por segunda vez?

– ¡Ah, no te preocupes por la carta! -contestó Pompeyo, nervioso-. Tú léela y que se rían. Ya verás como muy pronto no se ríen tanto. No, no es por eso por lo que quería verte. Tengo un encargo que hacerte mucho más importante, y quiero que pongas enseguida manos a la obra.

– ¿Qué encargo? -preguntó Filipo, frunciendo el ceño.

– Voy a atraer a Craso a mi causa -contestó Pompeyo.

– ¡Oh! ¿Y cómo piensas hacerlo?

– No voy a hacerlo yo. Lo harás tú y el resto del grupo de presión. Quiero que disuadáis al Senado de que conceda tierra a Craso para sus tropas. Pero tenéis que hacerlo ahora, antes de que le concedan la ovación y mucho antes de las elecciones curules. Tenéis que maniobrar de forma que Craso adopte una posición que impida que ofrezca su ejército al Senado, si éste decide aplastarme por la fuerza. No sabía cómo hacerlo hasta que fui a ver a Craso hace poco, y él me dijo que va a presentarse candidato al consulado porque cree que al ser cónsul se hallará en mejor posición para pedir tierras para sus tropas. ¡Ya conoces a Craso! Es impensable esperar que él compre tierras, pero no puede licenciar a sus hombres sin alguna compensación. Seguramente no pedirá mucho, pues, al fin y al cabo, ha sido una campaña corta. Y ese es el factor en que insistiréis: que por una campaña de seis meses no merece la pena mermar el ager publicus, y más cuando los enemigos eran esclavos. Que se contenten con el botín que hayan podido arrebatarle. ¡ Pero conozco a Craso! La mayor parte del botín no figurará en la lista del Erario. Él es incapaz de contenerse y querrá quedarse con la mayor parte, además de pedir al Senado compensación para sus tropas.

– En realidad, me han dicho que el botín no era cuantioso -comentó Filipo sonriente-. Craso dijo que Espartaco había pagado casi todo lo que tenía a los piratas cuando intentó alquilar barcos para trasladar sus huestes a Sicilia. Pero por otras fuentes sé que no es así y que la suma pagada era la mitad de lo que poseía.

– ¡Muy propio de Craso! -exclamó Pompeyo con una sonrisa burlona-. Ya te digo que es incapaz de contenerse. ¿Cuántas legiones tiene? ¿Ocho? Veinte por ciento para el Tesoro, veinte por ciento para Craso, veinte por ciento para legados y tribunos, diez por ciento para la caballería y los centuriones y treinta por ciento para la infantería. Lo que significa que a cada soldado de infantería le tocan unos ciento ochenta y cinco sestercios. No da para mucho, ¿verdad?

– ¡No sabía que se te diese tan bien la aritmética, Magnus!

– Mucho mejor que leer y escribir.

– ¿Cuánto recibirán tus soldados del botín?

– Aproximadamente lo mismo. Pero es un reparto sin trampa y ellos lo saben. Siempre que hago botín tengo de testigos a una delegación de soldados. Así se sienten mejor, no porque piensen que el general es honrado sino porque se les concede importancia. Los de mi ejército que aún no tienen tierra la recibirán; del Estado, espero. Pero si no la concede el Estado, se la daré yo.

– Eso es muy generoso por tu parte, Magnus.

– No, Filipo, es prevención. Porque voy a necesitar a esos hombres y a sus hijos. Por eso no me importa ser generoso. Cuando sea viejo y haya hecho mi última campaña, puedo asegurarte que no estaré dispuesto a correr con el gasto -dijo Pompeyo con gesto decidido-. Mi última campaña me dará más dinero del que Roma ha visto en cien años. No sé cuál será, pero elegiré una bien próspera. Pienso en Partia, por ejemplo. Y cuando traiga las riquezas de Partia a Roma, espero que Roma dé tierras a mis combatientes. Hasta ahora mi carrera me ha costado lo suyo… Bueno ya sabes cuánto te pago anualmente a ti y a los otros senadores.

– ¡Obtendrás beneficio! -dijo Filipo, acurrucándose a la defensiva en su silla.

– No te equivocas, amigo. Y ya puedes poner mañana manos a la obra -añadió Pompeyo, animado-. El Senado debe negarse a dar tierras a Craso para sus tropas. Y quiero que se retrasen las elecciones curules. Y también que mi solicitud para presentarme candidato al consulado sea inscrita en una tablilla en la Cámara y expuesta. ¿Está claro?

– Totalmente -dijo el mercenario levantándose-. Sólo existe una dificultad, Magnus. Craso tiene muchos senadores que le deben favores y mucho dudo de que podamos atraerlos a nuestro bando.

– Podemos… si damos a los que no le deben mucho el dinero para que se lo devuelvan. Entérate de los que le deben cuarenta mil sestercios y menos. Si se ponen de nuestra parte o dicen estar dispuestos a ello, diles que paguen inmediatamente a Craso; así se darán cuenta de que el asunto va en serio -dijo Pompeyo.

– A pesar de eso, me gustaría que esperases para entregar la carta.

– La leerás mañana, Filipo. No quiero que nadie se llame a engaños respecto a mis motivos. Quiero que el Senado y Roma sepan ahora que voy a ser cónsul el año que viene.

Roma y el Senado lo supieron a la mañana siguiente, pues a mediodía Varrón irrumpió en la tienda de Pompeyo, sin aliento y despeinado.

– ¿Qué broma es ésta? -preguntó Varrón jadeante, dejándose caer en una silla, abanicándose el acalorado rostro con la mano.

– Ninguna.

– Agua, dame agua -dijo Varrón, levantándose con evidente esfuerzo y llegándose a la mesa en que Pompeyo tenía las bebidas. Vació un vaso de un trago, volvió a llenarlo y fue a sentarse-. ¡Magnus, te aplastarán como a una mosca!

Pompeyo hizo un gesto de displicencia y miró a Varrón de hito en hito.

– ¿Cómo se lo han tomado, Varrón? ¡Cuéntamelo con todo detalle!

– Bien. Filipo entregó una solicitud para hablar con el cónsul Orestes, que tiene los fasces en junio, antes de la reunión, y como era él quien la había convocado, fue el primero en tomar la palabra una vez concluidos los augurios. Se puso en pie y leyó tu carta.

– ¿Se echaron a reír?

Varrón levantó la cabeza de la taza de agua, sorprendido.

– ¿Reírse? ¡NO, por los dioses! Se quedaron todos sentados, estupefactos. Luego, se oyó un rumor, flojo al principio, que fue en aumento hasta convertirse en un clamor. Finalmente, el cónsul Orestes logró imponer orden y Catulo pidió la palabra. Supongo que te imaginarás perfectamente lo que dijo.

– Por supuesto. Inconstitucional; una afrenta a todo precepto legal y ético de la historia de Roma.

– Eso y muchísimo más. Cuando concluyó, echaba espuma por la boca.

– Y después, ¿qué sucedió?

– Filipo hizo un magnífico discurso… uno de los mejores que yo le he oído, y buen orador sí que es. Dijo que te habías ganado el consulado, que era absurdo pedirle a un hombre que ha sido propretor dos veces y procónsul una, que entre en la Cámara sin que le aclamen. Dijo que habías salvado a Roma de Sertorio, que has convertido la Hispania Citerior en una provincia modélica, que has abierto un nuevo paso en los Alpes, y que eso y muchas cosas más demostraban que habías sido siempre el más leal servidor de Roma. No puedo entrar en detalle en sus recursos oratorios -pídele una copia del discurso que leyó-, pero causó una profunda impresión, te lo digo yo.