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»Y luego -prosiguió Varrón, con cara de perplejidad-, cambió de tema. ¡Fue muy raro! Estaba hablando de que se te permitiera presentarte a las elecciones consulares, y, sin transición, comienza a discursear sobre el hábito que habíamos adquirido de regalar nuestro precioso ager publicus romano para apaciguar la codicia de los legionarios, que, gracias a Cayo Mario, ahora esperaban como lo más natural del mundo que se les recompensase con tierra pública después de cualquier campañita. ¡ Que esa tierra se daba a los soldados no en nombre de Roma, sino en nombre del general! Esa costumbre tenía que cesar, añadió. Porque era algo con lo que se estaban creando ejércitos privados a costa del Senado y del pueblo, pues debido a ello los soldados adquirían la convicción de que pertenecían antes a su general que a Roma.

– ¡Ah, bien! -ronroneó Pompeyo-. ¿Y no dijo más?

– Sí, sí que dijo -contestó Varrón, dando un sorbo de agua y pasándose la lengua por los labios, nervioso, pues comenzaba a pensar que Pompeyo era el impulsor de todo aquello-. Se refirió concretamente a la campaña contra Espartaco y al informe de Craso a la Cámara. ¡ Le ha hecho picadillo, Magnus! ¡ Filipo ha hecho picadillo a Craso! ¡ Que cómo se atrevía a pedir tierras para recompensar a unas tropas que habían tenido que ser diezmadas para infundirles valor para el combate! ¿Cómo osaba pedir tierras para dárselas a unos soldados que únicamente habían hecho lo que es un deber para cualquier leal romano, como es acabar con un enemigo que amenaza al país? Una guerra contra un enemigo externo era una cosa, dijo, pero una guerra contra un villano que dirige un ejército servil en suelo itálico era muy distinta. Nadie tenía derecho a pedir recompensa por defender simplemente su país. Y concluyó rogando a la Cámara que no tolerase la impudicia de Craso ni le animase a pensar que podía comprar para sí la lealtad de sus soldados a expensas de Roma.

– ¡Estupendo ese Filipo! -exclamó Pompeyo, con sonrisa beatífica, inclinándose hacia adelante-. ¿Y qué sucedió después?

– Volvió a levantarse Catulo, pero esta vez para hablar apoyando a Filipo. Tenía toda la razón Filipo en pedir que cesase esa costumbre iniciada por Cayo Mario de dar tierra del Estado a las tropas. ¡Debe cesar!, dijo. El ager publicus de Roma ha de seguir siendo público, no se puede utilizar para sobornar a la tropa para que sea fiel a su general.

– ¿Y ahí concluyó el debate?

– No. Se concedió la palabra a Cetego y él apoyó sin reservas a Filipo y a Catulo. A continuación, lo hicieron Curio, Clodiano y una docena más. Tras lo cual, se organizó tal alboroto, que Orestes decidió poner fin a la sesión.

– ¡Estupendo! -exclamó Pompeyo.

– Es cosa tuya, Magnus, ¿verdad?

Los grandes ojos azules se abrieron como platos.

– ¿Cosa mía? ¿Qué quieres decir, Varrón?

– Lo sabes muy bien -replicó Varrón, apretando los labios-. Confieso que acabo de darme cuenta, pero ahora lo veo. Estás valiéndote de todos tus clientes senatoriales para levantar un obstáculo entre Craso y el Senado. Y si lo logras conseguirás que éste le quite a Craso el mando del ejército. ¡Y si el Senado no tiene ejército, Roma no te podrá dar la lección que tanto mereces, Cneo Pompeyo!

Profundamente ofendido, Pompeyo miró suplicante a su amigo.

– ¡Varrón, Varrón! ¡Merezco ser cónsul!

– ¡ Mereces que te crucifiquen!

A Pompeyo siempre le ponía tenso que le hiciesen frente, y Varrón lo advirtió. Y esto, a él, le acobardaba; y trató de recuperar el terreno perdido.

– Lo siento, Magnus, me he dejado llevar por la ira. Retiro lo que he dicho. ¡Pero te darás cuenta de la barbaridad que estás haciendo! Si queremos conservar la república, hay que impedir que cualquiera con influencia pueda socavar la constitución. Lo que le ·pides al Senado va en contra de todo principio del mos maiorum. Ni Escipión Emiliano llegó tan lejos… ¡Y eso que era descendiente directo del Africano y de Paulo!

Pero el comentario no hizo sino empeorar las cosas. Pompeyo se puso en pie, tenso y ofendido.

· -¡Ah, Varrón, márchate! ¡Ya te entiendo! Si un noble de tanta alcurnia no fue tan lejos, ¿cómo osa hacerlo un simple mortal de Picenum? ¡Pues seré cónsul!

El efecto que causaron los acontecimientos del Senado en Marco Terencio Varrón no fue nada comparado con el impacto que provocaron en Marco Licinio Craso. El informe se lo dio César, que había frenado a Quinto Arrio y a los otros legados senatoriales después de la sesión, aunque a Lucio Quintio le costó convencerle.

– Deja que se lo diga yo -suplicó César-. Tú eres demasiado impulsivo y le pondrás furioso. Y tiene que conservar la calma.

– ¡No hemos tenido ocasión de hablar nosotros! -exclamó Quintio, dándose un puñetazo en la palma de la mano-. ¡El verpa de Orestes dio la palabra a todos los que estaban a favor y levantó la sesión sin dejarnos replicar!

– Lo sé -dijo César, paciente-, y ten la seguridad de que en la próxima sesión tendremos oportunidad de hablar. Orestes hizo lo más lógico porque se organizó un alboroto endemoniado. La próxima vez somos los primeros en el turno de palabras. ¡No se ha decidido nada! Por favor, déjame que se lo explique yo a Marco Craso.

Y los legados se marcharon a sus casas a regañadientes, dejando que César se dirigiese a buen paso al campamento de Craso en el campo de Marte. El rumor de la sesión del Senado había corrido como el fuego y, mientras iba cruzando entre los grupos congregados en el bajo Foro, camino del clivus Argentarius, oía trozos de conversación en torno al tema de una nueva guerra civil. Pompeyo quería ser cónsul… el Senado no lo consentiría… a Craso no iba a darle tierras… ya era hora de que Roma diese una buena lección a aquellos presuntuosos generales… Pompeyo era un tío estupendo…

– …Y eso es todo -concluyó César.

Craso había escuchado imperturbable el vívido y sucinto relato de los acontecimientos, y ahora que César callaba, él mantuvo su inmutable expresión durante un buen rato sin decir nada, contentándose con mirar por la abertura de la tienda hacia la apacible panorámica del campo de Marte. Finalmente, hizo un ademán hacia donde miraba y, sin volverse hacia César, dijo:

– ¿Verdad que es bonito? No se imagina uno que la sentina de Roma está apenas a una milla por la vía Lata, ¿no es cierto?

– Sí que es bonito -dijo César sin fingir.

– ¿Y qué piensas de los acontecimientos no tan bonitos del Senado esta mañana?

– Creo que Pompeyo te tiene agarrado por los huevos -contestó César marcando las palabras.

La afirmación suscitó una sonrisa, seguida de una sorda carcajada.

– Tienes toda la razón, César -dijo Craso, señalando hacia el escritorio, lleno de bolsas de dinero-. ¿Sabes lo que es eso?

– Dinero, desde luego. Pero más no sé.

– Son las cantidades que me debían los senadores -dijo Craso-. Han liquidado sus deudas cincuenta de golpe.

– Cincuenta votos en la Cámara.

– Exacto -dijo Craso, girando la silla sin esfuerzo, poniendo los pies sobre las bolsas y repantigándose en la silla con un suspiro-. Como tú dices, Pompeyo me tiene agarrado por los huevos.

– Me alegro de que te lo tomes con calma.

– ¿Y de qué sirve despotricar y enfurecerse? De nada. No cambiaría nada. Y lo más importante aún, ¿hay algo que pueda hacer cambiar la situación?

– En su aspecto testicular, no, desde luego. Pero puedes seguir actuando dentro de los parámetros impuestos por Pompeyo… Se puede uno mover, aun con una garra peluda agarrándote los huevos -añadió César con una sonrisa.

– Es cierto -dijo Craso-. ¿Quién iba a pensar que Pompeyo fuese tan listo?

– Oh, listo lo es. A su manera. Pero no ha sido un enredo político, Craso. Te ha sacudido un martillazo y luego ha puesto sus condiciones. Si tuviese buen sentido político, habría venido primero a hablar contigo para exponerte lo que pensaba hacer. Y la cosa se habría arreglado apaciblemente, sin que se organizase ese revuelo en Roma ante la perspectiva de otra guerra civil. El problema con Pompeyo es que no tiene ni idea de cómo piensan los demás ni cómo van a reaccionar, salvo cuando piensan y reaccionan como él.