– Creo que tienes razón, pero me parece que eso se debe más bien a su propia inseguridad. Si estuviera completamente seguro de que podía obligar al Senado a que le autorizase a ser cónsul, habría acudido a mí antes de hacer nada. Pero yo soy menos importante para él que el Senado, César. Es al Senado al que quiere dominar. Yo sólo soy el instrumento. ¿Qué más le da si me deja fuera de combate a mí primero? Me tiene agarrado por los huevos. Si quiero tierra para mis combatientes, tengo que informar al Senado que no puede contar conmigo y mis tropas para hacer frente a Pompeyo -dijo Craso moviendo sus pies embotados y haciendo tintinear las monedas.
– ¿Qué piensas hacer?
– Pienso -contestó Craso, bajando los pies del escritorio y levantándose- enviarte ahora mismo a ver a Pompeyo. No tengo que explicarte lo que debes decirle. Negocia con él.
Y César marchó a negociar.
Un factor seguro, pensó irónico, era que el general estaría en su tienda de mando, pues hasta que se celebraba el triunfo o la ovación, ningún general podía cruzar el pomerium y entrar en la ciudad, pues en ese caso perdía automáticamente el imperium y se le impedía celebrar el triunfo o la ovación. Aunque los legados, tribunos y soldados podían ir y venir a su antojo, los generáles estaban obligados a permanecer en el campo de Marte.
Efectivamente, Pompeyo se hallaba en la tienda. Y con él estaban sus primeros legados Afranio y Petreyo, que miraron a César con gesto inquisitivo; habían oído hablar algo de él, por la historia de los piratas y similares, y sabían que había ganado la corona cívica a los veinte años. Detalles que los viri militares, como Afranio y Petreyo, respetaban mucho en un hombre; pero aquel individuo deslumbrante y elegante como el que más, parecía desentonar. Togado en su atavío militar en vez de vestir túnica, con las uñas cortadas y pulidas, calzando zapatos senatoriales sin una mota de polvo y el pelo perfecto, era imposible que hubiese llegado desde la tienda de mando de Craso bajo el sol y el viento.
– Recuerdo que dijiste que no bebías vino. ¿Quieres agua? -inquirió Pompeyo, señalándole una silla.
– Gracias, sólo quiero hablar a solas contigo -respondió César, sentándose.
– Nos veremos después -dijo Pompeyo a sus legados.
Aguardó hasta que los dos decepcionados legados estuvieron a buena distancia por el camino que llevaba a la vía Recta, antes de volverse hacia César.
– ¿Y bien? -inquirió de buenas a primeras.
– Vengo de parte de Marco Craso.
– Esperaba hablar con él en persona.
– Mejor será que trates conmigo.
– ¿Está enfadado, no?
– ¿Craso, enfadado? -replicó César, enarcando las cejas-. ¡Ni mucho menos!
– ¿Y por qué no ha venido a verme él?
– ¿Para que se organice aún mayor revuelo en Roma? -dijo César-. Cneo Pompeyo, si tú y Marco Craso habéis de tener tratos, mejor que lo hagáis a través de alguien como yo, que somos bien discretos y leales a nuestros superiores.
– Entonces, ¿eres el hombre de Craso, eh?
– En este asunto, sí. En general, no soy de nadie.
– ¿Qué edad tienes? -inquirió Pompeyo de pronto.
– Cumplo veintinueve en quintilis.
– Craso diría que es hilar muy fino. Así, pronto estarás en el Senado.
– Ya estoy en el Senado. Llevo en él casi nueve años.
– ¿Por qué?
– Gané una corona cívica en Mitilene, y la constitución de Sila estipula que los héroes de guerra entran en el Senado.
– Todos hablan de la constitución de Roma llamándola la constitución de Sila -replicó Pompeyo, haciendo caso omiso del detalle de la corona cívica; él no había obtenido ninguna corona y le dolía-. ¡No sé si estar agradecido a Sila!
– Debes estarlo. A él le debes el encargo de varias empresas especiales -dijo César-, pero después de este incidente, dudo mucho que el Senado vuelva a mostrarse dispuesto a encomendar nada a un caballero.
– ¿Qué quieres decir? -inquirió Pompeyo, mirándole de hito en hito.
– Lo que digo. No puedes obligar al Senado a dejar que te nombren cónsul y esperar que te lo perdone, Cneo Pompeyo. Ni puedes pretender manipular el Senado eternamente. Filipo es viejo, y Cetego también. Cuando ellos mueran, ¿de quién vas a servirte? Todos los mayores seguirán a Catulo; los Cecilios Metelos, los Cornelios, los Licinios, los Claudios. El que pretenda que le encomienden algo especial, tendrá que recurrir al pueblo, y no me refiero a una mezcla de patricios y plebeyos. Hablo de la plebe. Roma solía funcionar casi exclusivamente a través de la asamblea plebeya, y yo te aseguro que no tardará en volver a hacerlo. Los tribunos de la plebe son de gran utilidad, pero sólo si tienen poderes legislativos. Además -añadió César, con una tosecilla-, es más barato comprar a tribunos de la plebe que a pesos pesados como Filipo y Cetego.
César vio impasible como todo lo que decía lo absorbía con sumo interés Pompeyo. Aquel hombre no le gustaba, pero no sabía a qué atribuirlo. De niño había tenido mucho contacto con galos, y no podía ser su ascendente galo. ¿Qué sería? Mientras Pompeyo estaba allí, sentado, asimilando lo que había dicho, César reflexionaba sobre su repulsa y llegó a la conclusión de que lo que no le gustaba era el individuo, no lo que representaba. No le gustaba su presunción, su egoísmo casi infantil, su incuria mental totalmente ajena a la ley.
– ¿Y qué es lo que tiene que decirme Craso? -inquirió Pompeyo.
– Le gustaría negociar un trato, Cneo Pompeyo.
– ¿Sobre qué?
– ¿No sería mejor que previamente expusieses tus condiciones, Cneo Pompeyo?
– ¡No me llames así! ¡ Lo detesto! ¡ Todo el mundo me llama Magnus!
– Es una negociación formal, Cneo Pompeyo. La costumbre y la tradición exigen que me dirija a ti por el praenomen y el flamen. ¿No quieres poner previamente tus condiciones?
– ¡Ah, si, sí! -espetó Pompeyo, sin saber exactamente por qué su malhumor cedía, salvo que algo tenía que ver con aquel enviado elegante y culto de Craso. Todo lo que había dicho era irrebatible, pero eso no hacía más que agravar la situación; porque era él, Magnus, quien se suponía que tenía la sartén por el mango, pero la entrevista no estaba resultando conforme a lo previsto. César se comportaba como si fuese él quien imponía condiciones. Aquel hombre era más guapo que el finado Memmio y más hábil que Filipo y Cetego juntos, y había ganado la segunda condecoración militar de Roma, y concedida, además, por un incorruptible como Lúculo. Tenía que ser un militar valiente y muy buen soldado. De haber conocido Pompeyo las historias de los piratas, del testamento del rey Nicomedes y de la batalla del Meandro, habría optado por llevar la entrevista de otro modo; Afranio y Petreyo sí que las conocían algo, pero Pompeyo -¡como siempre!- no sabia nada. Por lo tanto, en la entrevista Pompeyo continuó mostrándose más franco de lo que habría hecho en caso contrario.
– Tus condiciones -insistió César.
– Simplemente, convencer al Senado para que apruebe una resolución que me permita presentarme candidato al consulado.
– ¿Sin ser miembro del Senado?
– Sin ser miembro del Senado.
– ¿Y si convences al Senado para que te autorice a presentarte a las elecciones y no sales elegido cónsul?
Pompeyo se echó a reír con todas sus ganas.
– ¡Si me presento, seguro que gano! -respondió.
– Me han dicho que van a ser unas elecciones muy disputadas. Marco Minicio Termo, Sexto Peduceo, Lucio Calpurnio Pisón Frugi, Marco Fannio, Lucio Manlio… y los dos principales en este momento, Metelo Caprario el joven y Marco Craso -replicó César con gesto irónico.