Ninguno de aquellos nombres significaba gran cosa para Pompeyo, salvo el último.
– ¿Quieres decir que aún pretende presentarse? -inquirió, irguiéndose.
– Si, como parece probable, Cneo Pompeyo, vas a pedirle que rehúse al Senado el empleo de su ejército, tiene que ser candidato al consulado y tiene que ser elegido -dijo César con voz pausada-. Si el año que viene no es cónsul, será acusado de traición antes de que acabe enero. Siendo cónsul, no se le puede exigir responsabilidad hasta que su consulado o cualquier proconsulado subsiguiente haya concluido y vuelva a ser un privatus. Por consiguiente, lo que tiene que hacer es lograr que le elijan cónsul y, luego, lograr restablecer los plenos poderes al tribunado de la plebe. Tras lo cual, tendrá que convencer a un tribuno de la plebe para que apruebe una ley que legalice su negativa a no poner su ejército a disposición del Senado, y convencer a los otros nueve tribunos para que no la veten. Así, cuando vuelva a ser privatus, no podrán acusarle de la traición que tú le pides que cometa.
Una serie de expresiones cruzó el rostro de Pompeyo: sorpresa, comprensión, aturdimiento, confusión y, finalmente, miedo.
– ¿Qué quieres decir? -exclamó desde lo más profundo de su ser, comenzando a sentir un terrible agobio.
– Estoy diciendo, y creo que muy claramente, que si ambos queréis evitar que os acusen de traición por los juegos que intentáis hacer con el Senado y dos ejércitos, que en realidad pertenecen a Roma, tendréis los dos que ser cónsules el año que viene, y ambos tendréis que esforzaros cuanto sea necesario para restablecer el tribunado de la plebe en su modalidad tradicional -contestó César con firmeza-. La única manera en que tú o él podéis evitar las consecuencias, es obteniendo un plebiscito de la asamblea plebeya absolviéndoos de toda culpabilidad en el asunto de las tropas y la manipulación del Senado. A no ser que hayas cruzado con tu ejército el Rubicón y lo tengas en Italia, Cneo Pompeyo.
– ¡No lo había pensado! -exclamó Pompeyo, estremeciéndose.
– La mayoría de los senadores -añadió César en tono de conversación normal- son borregos. Todos se dan cuenta de esa realidad, pero es que a algunos les impide ver otra realidad: el hecho de que entre los borregos hay lobos. Ni el mismo Cetego se da cuenta. Pero a Metelo Caprario el joven le conviene perfectamente el epíteto de gran lobo, y Catulo tiene colmillos para destrozar, no molares para rumiar. Igual que Hortensio, que tal vez no consiga ser cónsul esta vez, pero que cuenta con una influencia formidable y es un consumado jurista. Luego está mi joven y listísimo tío Lucio Cotta. ¡ Incluso a mí se me podría considerar un lobo senatorial! Todos esos que he dicho, e incluso todos juntos, son capaces de acusaros a ti y a Marco Craso de traición. Y tendréis que ir a juicio ante un tribunal con un jurado compuesto exclusivamente por senadores, senadores a los que habéis dejado con dos palmos de narices. Marco Craso quizá se librara, pero tú no, Cneo Pompeyo. Estoy seguro de que tienes muchos partidarios en el Senado, pero no podrías conservarlos después de esgrimir la amenaza de la guerra civil para forzarlos a tus deseos. Podrías mantener tu facción mientras fueses cónsul y procónsul, pero no cuando volvieses a ser privatus. A menos que conservases tu ejército movilizado para el resto de tu vida, y eso, como el Erario no lo pagaría, sería imposible aun para un hombre con tus recursos.
¡Cuántas ramificaciones! Aumentaba aquella terrible sensación de agobio y, por un instante, Pompeyo se vio de nuevo en el campo de batalla de Lauro, incapaz de impedir el acoso de Quinto Sertorio. Luego, se sobrepuso y adoptó una expresión decidida.
– Eso que has dicho, ¿lo entiende todo Marco Craso? -inquirió.
– Lo bastante -contestó César sin inmutarse-. Él hace tiempo que está en el Senado y en Roma todavía más. Acude con frecuencia a los tribunales y se sabe la constitución de cabo a rabo. ¡Todo eso lo dice la constitución! La de Sila y la de Roma.
– Entonces, lo que me dices es que tengo que ceder -dijo Pompeyo con un suspiro-. ¡Pues no voy a hacerlo! ¡Quiero ser cónsul! ¡Merezco ser cónsul y lo seré!
– Se puede arreglar. Pero sólo del modo que te he explicado -replicó César, en sus trece-. Tú y Marco Craso en la silla curul, restablecimiento del tribunado de la plebe y un plebiscito exculpatorio seguido de otro para conceder tierras a los combatientes de vuestros dos ejércitos -añadió, encogiéndose ligeramente de hombros-. Al fin y al cabo, Cneo Pompeyo, tienes que tener un colega cónsul; no puedes ser cónsul sin que haya otro. Por lo tanto, ¿por qué no tener por colega a quien se enfrenta a los mismos inconvenientes y corre iguales riesgos? ¡Imagínate si saliera elegido contigo Metelo Caprario el joven! Te clavaría los colmillos en el cuello el primer día y haría lo indecible para que no consiguieses restablecer el tribunado de la plebe. Dos cónsules que colaboren estrechamente es una fuerza a la que el Senado no puede oponerse. Y menos si cuentan con diez tribunos de la plebe que les apoyen.
– Ya te entiendo -dijo Pompeyo-. Si, sería una gran ventaja contar con un colega condescendiente. De acuerdo; seré cónsul con Marco Craso.
– A condición -añadió César, irónico- de que no te olvides del segundo plebiscito. Marco Craso debe obtener esa tierra.
– ¡Descuida! Así yo también podré obtener tierra para mis hombres.
– Entonces, hay que dar el primer paso.
Hasta la apabullante charla con César, Pompeyo había pensado que Filipo era quien debía dirigir su candidatura al consulado y hacer cuanto fuese necesario, pero ahora reflexionó sobre el particular. ¿Había visto Filipo todos aquellos intríngulis? ¿Por qué no había dicho nada de acusación por traición ni de la necesidad de restablecer el tribunado de la plebe? ¿No estaría quizás un poco cansado de ser un empleado a sueldo? ¿O estaba perdiendo facultades?
– Yo soy un lerdo en política -dijo Pompeyo con el tono de quien quiere suscitar simpatía franca-. Lo que sucede es que la política no me fascina; me interesa mucho más el mando y yo pensaba en el consulado a modo de un mando civil importante. Tú me has hecho verlo distinto. Y tienes razón, César. Dime, pues, cómo debo actuar. ¿Debo seguir presentando cartas de la mano de Filipo?
– No, ya lo has hecho y has corrido el riesgo -contestó César, sin reticencia aparente a actuar como consejero político de Pompeyo-. Imagino que habrás dado orden a Filipo de retrasar las elecciones curules; así que pasaré eso por alto. Lo siguiente que intentará el Senado es ganarte por la mano, y os dará a ti y a Marco Craso fecha oficial, a ti para tu triunfo y a él para su ovación. Y, naturalmente, el decreto senatorial estipulará que desmovilicéis a las tropas acto seguido. Es lo normal.
Seguía sentado allí, pensó Pompeyo, tan impasible como cuando había entrado; no parecía tener sed, ni estar incómodo con aquella toga a pesar del calor, ni a disgusto en la dura silla, ni molestarle el cuello por mirarle de soslayo. Y las palabras con que expresaba lo que pensaba estaban tan bien escogidas como bien organizados los pensamientos. Sí, decididamente no había que perder de vista a aquel César.
César prosiguió.
– Tú tendrás que dar el primer paso. Cuando te comuniquen la fecha de tu triunfo, debes alzar los brazos horrorizado y decir que acabas de recordar que no puedes celebrarlo hasta que llegue Metelo Pío de Hispania Ulterior, porque habiais convenido celebrarlo conjuntamente, debido al escaso botín, etcétera. Pero nada más dar este pretexto para no desmovilizar tu ejército, Marco Craso alzará los brazos horrorizado y dirá que no puede desmovilizar sus tropas si dentro de Italia están las tuyas sin licenciar. Podéis aguantar con esa farsa hasta finales de año, y el Senado no tardará muchos meses en darse cuenta de que ninguno de los dos tenéis intención de desmovilizar las tropas y que ambos estáis hasta cierto punto legalizando vuestra posición. Con tal de que ninguno de los dos emprendáis una acción militar contra Roma, quedaréis bastante bien.