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Había censores por primera vez desde que Sila había eliminado el cargo de la lista de magistrados; y eran una pareja inverosímil y extraña: Cneo Cornelio Léntulo Clodiano y Lucio Gelio Poplicola. Todos sabían que eran adláteres de Pompeyo, pero cuando éste propuso sus nombres en la Cámara, los más adecuados, que aspiraban al cargo, como Catulo y Metelo Pío, Vatia Isaurico y Curio, se retiraron y dejaron el campo libre a Clodiano y Gelio.

Craso acertó en su predicción. Era práctica censorial corriente conceder primero todos los contratos del Senado, pero después de apalabrar los contratos de alimentación de los gansos y pollos sagrados del Capitolio y de otros requerimientos religiosos, Clodiano y Gelio se pusieron a revisar los rollos senatoriales y dieron lectura a sus hallazgos en un contio especial que convocaron en los rostra del Foro, armando buen revuelo. No menos de sesenta y cuatro senadores fueron expulsados, la mayor parte por hallarse bajo sospecha de haber aceptado sobornos (o haber sobornado) siendo jurados. Muchos de los jurados del proceso de Statio Albio Opianico fueron expulsados, y el acusador, su hijastro Cluentio, fue degradado siendo transferido de su tribu rural a la urbana esquilina. Pero lo más sensacional, con mucho, fue la expulsión de uno de los cuestores del año anterior, Quinto Curio, la del primer cónsul del año anterior, Publio Cornelio Léntulo Sura, y la de Cayo Antonio Hibrida, el monstruo del lago Orcómenos.

No era imposible que un senador expulsado volviese a entrar en la Cámara, pero no podía hacerlo mientras estuvieran en el cargo los censores que le habían impugnado, y tenía que presentarse a la elección como cuestor o tribuno de la plebe. ¡ Mal asunto para Léntulo Sura, que ya había sido cónsul! Además, él no lo planeaba de inmediato, pues estaba enamorado y no le importaba mucho el Senado. Poco después de su expulsión se casaba con la casquivana Julia Antonia. César no se había equivocado; Julia Antonia no sabia elegir marido y Léntulo Sura era aún peor que Marco Antonio, el hombre de tiza.

Una vez arreglado el asunto del Senado, Clodiano y Gelio volvieron a la concesión de contratos, esta vez civiles. La mayoría correspondían a la recaudación de impuestos y diezmos en las provincias, aunque también atañían a la construcción y restauración de numerosos edificios estatales y servicios públicos, desde renovación de letrinas a gradas de los circos, puentes y basílicas. De nuevo se organizó un revuelo, pues los censores anunciaron que iba a abandonarse el sistema de tasas que Sila había adoptado para paliar la situación de la provincia de Asia.

Lúculo y Marco Cotta habían continuado la guerra contra Mitrídates y, al parecer, con pleno éxito, aunque los laureles pertenecían decididamente a Lúculo. El año del consulado de Pompeyo y Craso, Mitrídates tuvo que refugiarse en la corte de su yerno Tigranes de Armenia (y éste se negó a verle), y Lúculo se apoderó de casi todo el Ponto, de Capadocia y de Bitinia. Con las manos libres para entregarse a una tarea administrativa tan necesaria, Lúculo no tardó en ocuparse de los enmarañados asuntos económicos de Asia, que él había gobernado durante tres años al mismo tiempo que Cilicia, y atacó con tal dureza a los publicani recaudadores de impuestos, que en dos ocasiones ejerció su derecho a ejecutar dentro de la provincia y mandó decapitar a varios, tal como había hecho Marco Emilio Escauro años antes.

En Roma los gritos se alzaron al cielo, y más cuando las reformas de Lúculo limitaron aún más de lo que lo había hecho Sila el margen de beneficios de los recaudadores de impuestos. Miembro de los residuos de la facción archiconservadora, Lúculo nunca había gozado de simpatías entre los círculos financieros, lo que significaba que hombres como Craso y Atico le detestaban; y quizá porque entre los generales más conocidos Lúculo trataba de eclipsarle, a Pompeyo tampoco le caía en gracia.

Por consiguiente, no fue una sorpresa que la pareja de domesticados censores de Pompeyo anunciase que se abandonaría el sistema de Sila en la provincia de Asia y las cosas volverían a su estado anterior.

Pero Lúculo hizo caso omiso de las directrices censoriales. Mientras él fuese gobernador de Asia, dijo, continuaría aplicando el sistema de Sila, que era modélico, y debía adoptarse en todas las provincias de Roma. Las empresas constituidas apresuradamente, que ya tenían personal para enviarlo a la provincia de Asia, desfallecieron, se alzaron voces en el Foro y el Senado y los caballeros más influyentes tronaron que había que destituir a Lúculo.

Pero él seguía ignorando las instrucciones de Roma, ajeno a su precaria situación. A él lo que más le importaba era la limpieza que siempre sucedía a una guerra larga; cuando él abandonase sus dos provincias tenían que estar saneadas.

Aunque ni por naturaleza ni por inclinación le atraían los senadores ultraconservadores como Catulo y Lúculo, César tenía motivos para estar agradecido a Lúculo, y había recibido una carta de la reina Oradaltis de Bitinia.

Mi hija ha vuelto al país, César. Estoy segura de que sabrás que Lucio Licinio Lúculo ha llevado con éxito la guerra contra Mitrídates y que ya hace un año que combate en Ponto. Entre las muchas fortalezas del rey, Cabeira tenía fama de ser la más inexpugnable, pero este año la tomó Lúculo y en ella encontró toda clase de cosas horripilantes; las mazmorras estaban llenas de presos políticos y parientes a quienes había torturado o utilizado como víctimas para sus experimentos con venenos. No quiero hablar de cosas tan horribles porque soy muy feliz.

Entre las mujeres que Lúculo halló allí estaba Nisa. Llevaba presa casi veinte años y ahora regresa con más de sesenta. Sin embargo, Mitrídates la había tratado bien para lo que él es, pues la tenía en las mismas condiciones que al grupo de esposas secundarias y concubinas que se alojaban en Cabeira. También tenía recluidas a unas hermanas suyas a quienes no quería casar para que no tuvieran hijos, así que mi pobre hija ha vivido bien acompañada de mujeres solas, pues como el rey tiene tantas esposas y concubinas, las de Cabeira han vivido como solteronas durante años. Una colonia de doncellas viejas.

Cuando Lúculo las puso en libertad, fue muy amable con todas y tuvo buen cuidado de que ningún soldado las ultrajase. Según me ha contado Nisa, procedió como Alejandro Magno con la madre, esposas y otros miembros del harén del rey Darío. Creo que Lúculo envió a las mujeres de Ponto a su aliado de Cimeria, el hijo de Mitrídates llamado Macares.

A Nisa la dejó con plena libertad en cuanto supo quién era. Pero lo que es más, César, la cargó de oro y obsequios y me la devolvió con una escolta que había jurado honrarla. ¿Puedes imaginarte el placer de esta mujer vieja, que nunca ha sido muy hermosa, viajando por el campo libre como un pájaro?

¡Ah, volver a verla! No sabía nada hasta que la vi cruzar la puerta de mi villa en Rheba, radiante como una jovencita. ¡Cómo se alegró de verme! Se ha hecho realidad mi deseo y he recuperado a mi hija.

Y ha llegado a tiempo. Mi querido perro Sila murió de viejo un mes antes de su llegada y estaba desesperada. Los criados no sabían qué hacer para convencerme de que tuviese otro; pero ya sabes como son las cosas. Piensas en las gracias y maravillas del animal querido, el lugar que ha ocupado en tu vida y parece una traición enterrarlo y sustituirlo por otro. No digo que esté mal hacerlo, pero tiene que pasar un tiempo para que el nuevo adquiera personalidad, y mucho me temo que habré muerto antes de que mi nuevo perro tenga arraigadas características propias.

¡Pero ahora no hay que morirse! Nisa lloró al saber de la muerte de su padre, naturalmente, pero las dos vivimos encantadas y con gran armonía; pescamos con caña en el muelle y paseamos por el pueblo para hacer ejercicio. Lúculo nos invitó a vivir en el palacio de Nicomedia, pero hemos decidido quedarnos aquí. Y tenemos un cachorro precioso que se llama Lúculo.