¡Por favor, César, procura hallar tiempo para viajar de nuevo a Oriente! Me gustaría que conocieras a Nisa, y yo te hecho mucho de menos.
Fue al tribuno de la plebe del año anterior, Marco Lolio Palicano, a quien recurrieron los delegados de las ciudades de Sicilia, menos Siracusa y Messana, para procesar a Cayo Verres. Pero Palicano recurrió a Pompeyo y éste, a su vez, les señaló a Marco Tulio Cicerón como la persona idónea para la acusación.
Verres había llegado a Sicilia como gobernador después del pretorado urbano, y -fundamentalmente a causa de Espartaco- había permanecido en el cargo tres años. Acababa de regresar a Roma cuando la delegación siciliana fue a ver a Cicerón en el mes de enero. Tanto a Pompeyo como a Palicano les interesaba el caso; Palicano había defendido a algunos de sus clientes a quienes Verres había perseguido, y Pompeyo había adquirido un buen número de clientes en Sicilia durante la ocupación de la isla por encargo de Síla.
César tenía en buena estima a aquella isla, pues había sido cuestor en Lilibeo bajo el mando de Sexto Peduceo el año antes de que Verres llegase a Sicilia para suceder en el cargo de gobernador a éste; y, además, había reunido un buen número de clientes. Pero cuando los sicilianos fueron a verle, rehusó.
– Yo no acuso; siempre defiendo -alegó.
– ¡Pero Cneo Pompeyo Magnus nos recomendó a ti! Dijo que eras el Único que podías ganar el proceso. ¡Te lo suplicamos, haz una excepción y acusa a Cayo Verres! Si no ganamos el caso, Sicilia puede levantarse contra Roma.
– Ha usado de violencia en la isla, ¿verdad? -inquirió Cicerón.
– Efectivamente, Marco Tulio, pero, aparte de la violencia, es que la ha hecho pedazos. ¡No ha quedado nada! Ha saqueado todas las obras de arte de los templos, pinturas y estatuas, las riquezas de particulares… ¿Qué puede decirse de un hombre que ha osado esclavizar a una mujer libre famosa por las tapicerías que hacía y la ha obligado a dirigir una factoría para su propio beneficio? Ha robado las monedas que le confió el Erario de Roma para adquirir trigo y luego lo encargó a los cultivadores y no lo ha pagado. Ha robado granjas, fincas y herencias. ¡La lista sería interminable!
El catálogo de perfidias impresionó profundamente a Cicerón, pero siguió negándose.
– Lo siento, pero no soy abogado acusador.
– Pues nos volveremos a Sicilia -dijo el portavoz, con un suspiro-. Pensábamos que un hombre que conoce tan bien la historia de Sicilia, que se preocupó por descubrir la tumba de Arquímedes, entendería nuestras súplicas y nos ayudaría; pero has perdido afecto por Sicilia y no valoras a Cneo Pompeyo como él a ti.
Recordarle a Pompeyo y el famoso descubrimiento que él había hecho en las afueras de Siracusa le hizo reaccionar. En su opinión, actuar de abogado acusador era desperdiciar su talento, pues los honorarios (altamente ilegales) siempre eran muy inferiores a los incentivos que ofrecía algún apurado gobernador o publicanus en peligro de perderlo todo. Y él no tenía fama como abogado acusador. (¡ Cosas de la gente!) El abogado acusador estaba considerado algo dañino destinado a arruinar la vida de una pobre víctima, mientras que el defensor que salvaba a la pobre víctima era visto como un héroe. Y no contaba para nada que la mayoría de aquellas pobres víctimas fuesen hombres arteros, avariciosos y culpables en extremo; cualquier atentado al derecho de la persona a llevar la vida que quisiera era considerado una usurpación de sus derechos.
Cicerón lanzó un suspiro.
– ¡Está bien, está bien; acepto el caso! -dijo-. Pero debéis tener en cuenta que los abogados defensores intervienen después de la acusación y el jurado ya ha olvidado todo lo que el acusador ha dicho cuando les llega el turno de dar su veredicto. Y tampoco olvidéis que Cayo Verres está muy bien relacionado. Su esposa es una Cecilia Metela, el que habría debido ser cónsul este año es su cuñado, tiene otro cuñado que es ahora gobernador de Sicilia. Por ese lado no obtendréis ningún apoyo, y yo tampoco. Y todos los demás Cecilios Metelos se pondrán de su parte. Si yo acuso, el defensor será Quinto Hortensio y le asistirán otros abogados tan famosos como él. He dicho que acepto el caso, pero eso no quiere decir que vaya a ganarlo.
Apenas había abandonado la delegación su casa, cuando ya Cicerón estaba arrepentido de haber accedido. ¿Qué necesidad tenía de ganarse la animadversión de todos los Cecilios Metelos de Roma, cuando las posibilidades de llegar al consulado descansaban en la débil base de su habilidad ante los tribunales? Él era un hombre nuevo como su detestado paisano de Arpino, Cayo Mario, pero él no tenía fibra militar y la carrera de un hombre nuevo era mucho más difícil si no ganaba fama en el campo de batalla.
Sí, claro que sabía por qué había accedido: la absurda lealtad que sentía hacia Pompeyo. Habían pasado muchos años y sus triunfos jurídicos eran numerosos, pero cómo iba a olvidar la espontánea amabilidad de aquel cadete de diecisiete años hacia el novato despreciado por su padre? Mientras viviera estaría agradecido a Pompeyo por haberle ayudado durante su horrenda experiencia militar en las filas de los cadetes de Pompeyo Estrabón; por defenderle de las crueldades y aterradoras rabietas de Pompeyo Estrabón. Nadie había salido en su defensa salvo el joven Pompeyo, hijo del general. Aquel invierno no había pasado frío gracias a Pompeyo, y no había tenido que esgrimir una espada en combate gracias a Pompeyo. Eso no podía olvidarlo jamás.
Y se dirigió a la Carinae a ver a Pompeyo.
– Quería comunicarte -dijo con voz de condenado a muerte- que he decidido acusar a Cayo Verres.
– ¡Ah, estupendo! -dijo Pompeyo, cordial-. Muchas de sus víctimas son o fueron clientes míos. Puedes ganar; lo sé. Pide los favores que quieras.
– No necesito favores tuyos, Magnus, y no te quepa la menor duda de que soy yo quien te los debe.
– ¿Tú? -inquirió Pompeyo, perplejo-. ¿De qué?
– Gracias a ti, pude soportar aquel año en el ejército de tu padre.
– ¡Ah, es por eso! -exclamó Pompeyo, riendo y cogiéndole del brazo-. Yo no creo que sea para agradecer toda una vida.
– Yo sí -replicó Cicerón con lágrimas en los ojos-. Convivimos mucho durante la guerra itálica.
Quizá Pompeyo estuviese rememorando cosas menos agradables que las experiencias compartidas, tal como la búsqueda del cadáver desnudo y ultrajado de su padre, pues meneó la cabeza como queriendo borrar aquella guerra de su mente y ofreció a Cicerón un vaso de excelente vino.
– Bien, amigo mio, dime qué puedo hacer para ayudarte.
– Lo haré -contestó Cicerón agradecido.
– Todos esos Caprarios de los Cecilios Metelos estarán en contra, desde luego -añadió Pompeyo pensativo-. Igual que Catulo, Hortensio y otros.
– Y tú acabas de mencionar la razón por la que tendré que iniciar el proceso bien pronto este año, pues no me arriesgaría a instruirlo el año que viene, en que, según se dice, serán cónsules Caprario el joven y Hortensio.
– Es una lástima en cierto sentido -dijo Pompeyo-, porque el año que viene volverá a haber jurados de caballeros y eso podría serle adverso a Verres.
– No, si los cónsules amañan el juicio, Magnus. Además, no existe garantía de que nuestro pretor Lucio Cotta sea partidario de los jurados de caballeros. El otro día, hablando con él, me dijo que las consultas para establecer la composición de los jurados van a durar meses, y que él no piensa que los jurados formados por caballeros vayan a ser mejores que los de senadores. A los caballeros no se les puede procesar por soborno.
– Podemos cambiar la ley -dijo Pompeyo, quien, al no sentir respeto por la ley, pensaba que siempre que fuese conveniente podía cambiarse; en su propio beneficio, naturalmente.
– Eso sería difícil.
– No sé por qué.
– Porque -contestó Cicerón pacientemente- cambiar la ley significaría aprobar otra nueva en una de las asambleas tribales, las dos dominadas por caballeros.