– ¿Tu hermana se queja, no? -replicó Verres con desprecio-. ¿Y qué derecho tiene a quejarse, si hace meses que César le lubrica bien el cunnus? ¿Cree que soy tonto o tan ciego que no veo más allá de un bronce de Mirón? -añadió, poniéndose en pie-. Debería haberle dicho a Hortensio a dónde ha ido a parar la mayor parte de mi dinero… se te habría caído la cara de vergüenza. Los Caprarios sois bien caros, ¡pero tú el que más, Quinto! Seguiré el consejo de ese abogado ladrón y marcharé al destierro, y con un poco de suerte lo que consiga llevarme seguirá siendo mío. ¡Se acabó el dinero para los Caprarios y Metela Capraria! Que César la mantenga en el lujo a que está acostumbrada, y… os deseo suerte para que ése os preste dinero. Y no esperéis que os devuelva la dote de vuestra hermana. Hoy mismo voy a divorciarme de ella alegando adulterio con César.
La consecuencia de esta conversación fue la airada salida de los dos cuñados. Por un instante, ya a solas, Verres permaneció sentado en el escritorio, acariciando distraídamente con un dedo los suaves planos marmóreos pintados de la mejilla de una Hera de Policleto. Luego, se encogió de hombros y llamó a sus esclavos. Le parecía insoportable desprenderse de todo cuanto había en aquella casa. Sólo por salvar la piel y el convencimiento de que quedarse algo era mejor que perderlo todo, le impulsaron a hacer una somera selección con su mayordomo. Esto si, esto no, esto tampoco, eso si…
– Cuando hayas alquilado los carros -y si dices algo a alguien te crucifico -que los traigan a la puerta de atrás mañana por la noche. ¡Y que todo vaya bien metido en cajas! ¿Me oyes?
Tal como había previsto Hortensio, Cicerón y Glabrio precintaron la abandonada casa de Cayo Verres a la mañana siguiente de su nocturna huida, y ordenaron a su banco el bloqueo de fondos; pero demasiado tarde. El dinero es el objeto de valor más fácil de transportar pues no requiere más que un trozo de papel a presentar en el lugar de destino del viajero.
– Glabrio ha nombrado una comisión para determinar la indemnización, pero me temo que no será muy alta -dijo Cicerón a Hiero de Lilibeo-. Ha sacado el dinero de Roma. De todos modos, parece que la mayor parte de lo que robó en los templos de Sicilia se lo ha dejado. Lamentablemente se ha llevado las alhajas y el oro y la plata que robó a particulares, aunque tampoco ha podido cargar con todo. Los esclavos que han quedado -unos desgraciados, pero que han resultado muy útiles porque le odiaban- dicen que lo que tenía en su casa de Roma era una nadería comparado con lo que hay escondido en su finca de Cortona. Me imagino que es allí a donde han ido los hermanos Metelos, pero he adoptado una táctica de mi amigo César, que viaja más rápido que nadie, y creo que la delegación judicial llegará antes. Así que allá encontraremos quizá más cosas de Sicilia.
– ¿A dónde ha marchado Cayo Verres? -inquirió Hiero, curioso.
– Se cree que se dirige a Massilia. Una plaza muy frecuentada por nuestros exiliados coleccionistas de arte -contestó Cicerón.
– Es una gran alegría haber recuperado nuestro legado artístico -dijo Hiero, sonriendo extasiado-. ¡Muchas gracias, Marco Tulio!
– Creo que soy yo quien acabará dándoos las gracias… si, ya que estáis satisfecho de mi actuación -añadió Cicerón con voz suave- cumplís vuestra promesa el año que viene. Los juegos plebeyos se celebran en noviembre, así que el pago no tendrá que detraerse de la cosecha de este año.
– Te pagaremos encantados, Marco Tulio, y te prometo que tu distribución de trigo al pueblo de Roma será extraordinaria.
– Así pues -dijo más tarde Cicerón a su amigo Tito Pomponio Atico -esta extraña experiencia de abogado acusador me ha resultado de un beneficio que tanta falta me hacía. Compraré el trigo a dos sestercios el modus y lo venderé a tres. Con ese sestercio de ganancia pagaré de sobra el transporte.
– Véndelo a cuatro -replicó Atico- y echa algo de dinero en tu bolsa, que bien lo necesita.
– ¡No puedo hacerlo, Atico! -contestó Cicerón, sorprendido-. Los censores podrían decir que me enriquezco cobrando honorarios ilegales por mis servicios de abogado.
– ¡Cicerón, Cicerón! -exclamó Atico con un suspiro-. Nunca te harás rico, y toda la culpa será tuya. Bien, supongo que la persona puede salir de Arpino, pero Arpino no puede nunca salir de la persona. ¡Tienes mentalidad de caballero rural!
– Tengo mentalidad de hombre honrado -replicó Cicerón- y estoy muy orgulloso de ello.
– ¿Es que insinúas que yo no lo soy?
– ¡No, no! -exclamó Cicerón irritado-. Tú eres un hombre de negocios romano relevante y tus reglas de conducta no son las mismas que las mías. ¡Yo no soy un Cecilio como tú!
– ¿Vas a escribir el proceso contra Verres para publicarlo? -inquirió Atico, cambiando de tema.
– Sí, lo había pensado.
– ¿Incluidos los grandes discursos no pronunciados de la actio secunda? ¿Los tenías redactados?
– Oh, sí. Siempre hago un borrador de mis discursos con meses de antelación; pero los discursos de la actio secunda tendré que modificarlos para incluir muchas cosas que dije en la actio prima. Adornadas, por supuesto.
– Por supuesto -repitió Atico muy serio.
– ¿Por qué me lo preguntas?
– Estoy pensando en dedicarme a algo, Cicerón. Los negocios son aburridos, y las personas con quienes trato más aburridas aún. Voy a abrir una tienda con taller en la parte de atrás en el Argiletum y Sosius tendrá un competidor porque voy a hacerme editor. Y si no te parece mal, querría tener la exclusiva de publicación de tus futuras obras. Te pagaré la décima parte de lo que obtenga de la venta de cada ejemplar.
– ¡Magnífico! -exclamó Cicerón muy sonriente-. ¡ De acuerdo, Atico, de acuerdo!
Era abril, poco después de que los recién elegidos censores hubiesen confirmado a Mamerco príncipe del Senado, cuando Pompeyo anunció que celebraría juegos votivos triunfales que se iniciarían en sextilis y concluirían justo antes de los ludi romani, que comenzaban el cuarto día de septiembre. A nadie escapó su satisfacción al anunciarlo, aunque no se debía estrictamente a los juegos en si; Pompeyo había acordado un contrato matrimonial de gran importancia para un natural de Piceno: su hermana viuda, Pompeya, iba a casarse nada menos que con el sobrino del difunto dictador, Publio Sila sive Sexto Perquitieno. Sí, los Pompeyos de Piceno ascendían en el mundo romano. Su abuelo y su padre habían tenido que contentarse con los Lucilios, mientras que él había emparentado con los Mucios, los Licinios y los Cornelios. Mejor no podía ser!
Pero a Craso le importaba un bledo a quién elegía la hermana de Pompeyo por segundo marido; lo que le fastidiaba eran los juegos triunfales.
– Yo te digo que lo que pretende es que los campesinos se pasen dos meses en Roma gastando dinero -dijo Craso a César-. ¡Y en pleno verano! Los tenderos le van a levantar estatuas por toda la ciudad, y no digamos los viejos a quienes les encantará admitir huéspedes y ganarse unos sestercios.
– Es bueno para Roma que el dinero circule.
– Sí, pero ¿qué pinto yo en esto? -inquirió Craso con voz chillona.
– Tienes que crearte un lugar en que destaques.
– Dime cómo y… cuándo. Los juegos de Apolo duran hasta los idus de quintilis; luego, hay tres elecciones seguidas con intervalos de cinco días: las curules, las del pueblo y las de la plebe. En los idus de quintilis, piensa celebrar su maldito desfile del caballo público. Y después de las elecciones plebeyas hay muchísimo tiempo para ir de compras, pero no para volver al pueblo y regresar otra vez a Roma… y se quedarán hasta sus juegos triunfales a mediados de sextilis. ¡Y duran quince días! ¡Qué presunción! Y cuando acaben están encima los juegos romanos. ¡Por los dioses, César, sus espectáculos van a mantener a los palurdos en la ciudad casi tres meses! ¿Y se me menciona a mí acaso? ¡ Para nada! ¡Como si no existiera!