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– Tengo una idea -dijo César, imperturbable.

– ¿Cuál? -inquirió Craso-. ¿Disfrazarme de Pólux?

– ¿Y Pompeyo de Cástor? ¡ Me gusta! Pero seamos serios. Cualquier cosa que hagas, querido Marco, tendrá que costarte más de lo que Pompeyo se va a gastar en sus festejos. Si no, lo que hagas no le hará sombra alguna. ¿Estás dispuesto a gastarte una gran fortuna?

– ¡Estaría dispuesto a pagar lo que fuese para acabar mi mandato con más fama que Pompeyo! -replicó Craso con desdén-. Al fin y al cabo, soy el hombre más rico de Roma… desde hace dos años.

– No te engañes a ti mismo -añadió César-. Hablas de tu fortuna y nadie ha osado subestimarla; mientras que Pompeyo es un noble rural típico que no dice lo que posee, y tiene mucho más que tú, Marco, eso te lo aseguro. Cuando el ager gallicus se incluyó oficialmente en los dominios de Italia, el precio subió como la espuma. Pompeyo es propietario -no arrendatario- de varios millones de iugera de la mejor tierra de Italia, y no sólo en Umbría y Piceno; ha heredado las magníficas propiedades de los Lucilios en el golfo de Tarentum, y regresó de Africa a tiempo de hacerse con muy buenas fincas ribereñas del Tíber, del Volturnus, del Liris y del Aternus. No eres el hombre más rico de Roma, Craso. Yo te digo que el más rico es Pompeyo.

– ¡No puede ser! -exclamó Craso, perplejo.

– Lo es, lo es. Que una persona no divulgue lo que tiene no quiere decir que sea pobre. Tú hablas a todos de tu dinero porque empezaste siendo pobre. Pompeyo no ha sido pobre en su vida, ni lo será. Cuando dé la tierra a sus excombatientes será un gesto magnífico, pero me apostaría algo a que se la cede sin título de propiedad. Y seguro que todos le pagan un diezmo de lo que produzcan. Pompeyo es una especie de rey, Craso. Por algo eligió llamarse Magnus. Sus gentes le miran como a un rey. Y ahora que es primer cónsul, se cree que su reino ha crecido.

– Yo tengo diez mil talentos -dijo Craso, enfurruñado.

– Doscientos cincuenta millones de sestercios, que diría un contable -apostilló César, sonriendo y meneando la cabeza-. ¿Y ganas el diez por ciento anual de beneficio?

– ¡Ah, claro!

– ¿Estarías dispuesto a prescindir de los beneficios de este año?

– ¿Gastarme mil talentos?

– Exactamente.

Le dolía pensarlo, y se le notaba.

– Sí, sería la única manera de eclipsar a Pompeyo -dijo.

– El día anterior a los idus de sextilis, cuatro días antes de que comiencen los juegos triunfales de Pompeyo, es la fiesta de Hércules invicto. Como recordarás, Sila dedicó una décima parte de su fortuna dando una fiesta pública de cinco mil mesas en honor del dios.

– ¿Y quién no lo recuerda? El perro negro se bebió la sangre de la primera víctima. Nunca había visto yo a Sila aterrado como en aquella ocasión; se le cayó la corona de hierba en el charco de sangre.

– Olvídate de los horrores, Marco; yo te prometo que no habrá perros negros en los alrededores cuando dediques un décimo de tu fortuna a Hércules invicto. ¡Da un banquete público de diez mil mesas! -dijo César-. Los que habrían preferido la comodidad de unas vacaciones a la orilla del mar, seguro que se quedan en Roma, porque a una fiesta gratis nadie se resiste.

– ¿Diez mil mesas? Si las lleno de lubina, ostras, anguilas y salmonetes no me saldrá por menos de doscientos talentos -dijo Craso, que conocía el precio de todo-. Y, además, un panza llena puede hacer pensar a la gente que no va a pasar privaciones, pero al día siguiente esa misma gente siente el hambre. Las fiestas son efímeras, César, igual que su recuerdo.

– Cierto. De todos modos -añadió César, lucubrando-, con esos doscientos talentos quedan ochocientos por gastar. Vamos a suponer que en Roma haya entre sextilis y noviembre trescientos mil ciudadanos. El subsidio normal de trigo a cada uno es de cinco modii, es decir un medimnus por mes al precio de cincuenta sestercios. Barato, pero no tan barato como el precio real del trigo, por supuesto. El Erario, aun en los años de carestía saca alguna ganancia. Me han dicho que este año no será de carestía, y tienes suerte de que el año pasado tampoco lo fuese, pues tú comprarás al precio de la última cosecha.

– Comprar -dijo Craso, abrumado.

– Deja que acabe. Cinco modii de trigo por tres meses… por trescientas mil personas… Son cuatro millones y medio de modii. Si compras ahora en vez de en verano, me imagino que podrás obtener cuatro millones y medio de modii a cinco sestercios el modius. Son veintidós millones y medio de sestercios… ochocientos talentos aproximadamente. Y en eso, mi querido Marco, es en lo que se van los otros ochocientos talentos. Porque lo que harás, Marco Craso, es repartir gratuitamente cinco modii de trigo mensuales durante tres meses a todos los ciudadanos romanos. No a precio reducido, querido Marco, ¡gratis!

– Espectacular generosidad -comentó Craso, con rostro impenetrable.

– Sí, es cierto. Y presenta mayor ventaja que cualquier estratagema que haya pensado Pompeyo. Sus espectáculos habrán concluido dos meses antes de que acabe tu distribución gratuita de trigo. Si los recuerdos son efímeros, tendrás que ser el último en jugar. Casi todos los romanos comerán pan gratis gracias a Marco Licinio Craso entre el mes en que los precios suben y el mes en que la nueva cosecha los hace bajar. ¡Te convertirás en su ídolo y te ganarás su afecto!

– Tal vez dejen de llamarme incendiario -dijo Craso con una sonrisita.

– Y ahí se verá la diferencia entre tu fortuna y la de Pompeyo -añadió César, también sonriente-. El dinero de Pompeyo no flota como ceniza en el cielo de Roma. Verdaderamente, ya es hora de que mejores tu imagen pública.

Como Craso decidió hacer la adquisición de tan inmensa cantidad de trigo con cautela y en el anonimato, sin decir palabra a nadie de que pensaba dedicar una décima parte de su fortuna a Hércules invicto la víspera de los idus de sextilis, Pompeyo continuó con su plan en la sublime ignorancia del peligro que corría de verse eclipsado.

Su idea era hacer ver a Roma -y a toda Italia- que habían pasado los malos tiempos. ¿Y qué mejor para ello que dar a todo el país festejos y espectáculos? El consulado de Cneo Pompeyo Magnus quedaría grabado en el recuerdo de todos como una época de prosperidad y bienestar; se habían acabado las guerras, las hambrunas, las contiendas internas. Y, a pesar de su egoísmo, sus intenciones eran sinceras. La gente corriente, que no era importante y, por consiguiente, no había padecido durante las proscripciones, hablaba aquellos días con añoranza de la época en que Sila era dictador; pero después del consulado de Cneo Pompeyo Magnus, el reinado de Sila no se recordaría ya tanto.

A principios de quintilis Roma comenzó a llenarse de campesinos, que en su mayoría buscaban alojamiento hasta mediados de septiembre; y se marchó menos gente a la orilla del mar, incluso entre las clases altas. Consciente de que aumentarían la delincuencia y las enfermedades, Pompeyo dedicó parte de sus magníficas dotes de organizador a designar policía que patrullase callejones y callejas de la ciudad, y ordenó al colegio de lictores que vigilasen de cerca a los timadores y embaucadores que rondaban por el Foro y las plazas de mercado importantes; agrandó los baños del Trigarium, mandó anunciar en murales las aguas que eran potables, prohibiendo orinar y defecar fuera de las letrinas públicas y recomendando limpieza de manos y cuidado con los alimentos en malas condiciones.

Como no sabía hasta qué punto aquella gente del campo comprendía lo asombroso que era que el primer cónsul de Roma hubiese sido caballero en el momento de la elección (y que no se había convertido en senador hasta asumir el cargo el día de Año Nuevo), Pompeyo había decidido valerse del desfile del caballo público para poner de relieve este hecho. Y, así, había mandado a sus fieles censores Clodiano y Gelio reinstaurar la transvectio, que era como se denominaba al desfile, que desde la época de Cayo Graco no se había vuelto a celebrar. Pero ahora era el consulado de Cneo Pompeyo Magnus, que quería causar impacto en la ciudadanía con su caballo público.