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– Admito que pensé en hablar del soborno -dijo Lucio Cotta sonriendo-, pero habría podido resultar muy crudo para la Cámara, y quería que se aprobase la medida.

– Cierto. No obstante, la mayoría lo ha comprendido, y en lo que a Cicerón y a mí respecta, es una bendición. Por el contrarío, es muy posible que Hortensio lo lamente personalmente. Soborno aparte, lo mejor de tu solución es que con ella se conservarán los tribunales permanentes de Sila, que a mi entender son el mayor progreso de la justicia romana desde la creación del juicio y el jurado.

– ¡Gracias por el elogio, César! -dijo Lucio Cotta radiante de felicidad un instante hasta que dejó la copa en la mesa y frunció el ceño-. César, tú eres confidente de Marco Craso, y quizás puedas disipar mis temores. En muchos aspectos, éste ha sido un año feliz; no hay guerras que no estemos ganando, el Erario, por primera vez en mucho tiempo, pasa menos apuros, se está confeccionando un censo como es debido de los ciudadanos romanos de Italia, hay buena cosecha en Italia y en las provincias, aparte de que en el gobierno se ha producido un buen equilibrio entre lo antiguo y lo moderno. Si dejamos a un lado la inconstitucionalidad del consulado de Magnus, de verdad que ha sido un año excelente. Al cruzar el Subura para llegar a tu casa, me ha dado la impresión de que la gente ordinaria de Roma -la que rara vez puede ejercer el voto y piensa que la distribución de trigo de Craso es una buena ayuda para su menguada economía -es más feliz de lo que lo ha sido en los últimos treinta años. De acuerdo que no es la que padece cuando ruedan cabezas y la sangre riega el Foro, pero el estado de ánimo que esos hechos provocan también a ella le afecta, a pesar de que sus cabezas no corran peligro.

Hizo una pausa para tomar aliento y un trago de vino.

– Creo que sé lo que vas a decir, tío, pero adelante -dijo César.

– Ha sido un verano estupendo, sobre todo para las clases bajas. Ha habido numerosos espectáculos, comida hasta la hartura y aun ha sobrado para llevarse a casa; leones y elefantes, carreras de carros sin cuento, comedias y farsas, trigo gratuito y el desfile del caballo público. Y por una vez se han celebrado elecciones pacíficas en su fecha. E incluso un proceso senatorial en el que el malvado llevó su merecido y Hortensio un buen revolcón. Se han limpiado los baños del Trigarium, no ha habido tantas enfermedades como se esperaba, ni se ha producido un brote de parálisis estival, y ha disminuido notablemente la delincuencia y los timos -añadió sonriendo-. Lo merezcan o no, César, gran parte del mérito -y de los elogios- es de los cónsules. La actitud del pueblo hacia ellos es tan romántica como caprichosa, pues tú y yo sabemos realmente lo que hay, y, aunque no puede negarse que han desempeñado su cargo encomiablemente, han legislado para eludir responsabilidades, y el resto lo han dejado bastante bien. Pero aun así, César, cunden rumores. Rumores de que no todo es tan amigable entre Pompeyo y Craso; que no se hablan; que cuando uno está obligado a personarse en algún sitio, el otro no aparece. Y a mí me preocupa porque creo que esos rumores son ciertos… y porque pienso que nosotros, los de la clase alta, debemos dar a la gente ordinaria un año perfecto.

– Si, son ciertos los rumores -dijo César, lacónico.

– ¿Y por qué?

– Fundamentalmente porque Marco Craso eclipsó la magnanimidad de Pompeyo y éste no lo soporta. Él pensaba que con la farsa del caballo público y sus juegos votivos sería el único ídolo del pueblo. Y entonces salió Craso con su distribución gratuita de trigo durante tres meses, y le demostró que no es el único que tiene una inmensa fortuna. Y Pompeyo se ha vengado negándole la palabra en la vida consular y en la privada. Por ejemplo, habría debido comunicar a Craso que hoy había reunión del Senado -sí, todos sabemos que se celebra sesión en las calendas de septiembre- pero es el primer cónsul quien la convoca y debe notificarlo a los demás.

– A mi me lo notificó -dijo Lucio Cotta.

– Se lo comunicó a todos menos a Craso. Y Craso lo ha interpretado como una ofensa personal. Por eso no ha venido. Yo intenté hacerle entrar en razón, pero no hubo manera.

– ¡Oh, cacat! -exclamó Lucio Cotta, dejándose caer enojado en la camilla-. Entre los dos van a echar por tierra un año único.

– No -replicó César-, no lo harán. No voy a dejarles. Aunque si logro que hagan las paces no durará mucho. Así que esperaré a fin de año y recurriré a algunos Cottas. A finales de año les obligaremos a hacer algún tipo de reconciliación pública que emocione a la gente. Así, el día de año viejo será exeunt omnes y todos lo despedirán cantando a voz en grito… el propio Plauto se sentiría orgulloso.

– ¿Sabes -dijo Lucio Cotta pensativo, incorporándose- que cuando eras niño ya te consideraba yo como lo que Arquímedes habría denominado un primer motor? «¡Dadme una palanca y moveré el mundo!» Así te veía yo, y fue uno de los principales motivos por los que lamenté que te hiciesen flamen dialis. Por eso cuando pudiste deshacerte del cargo volví a incluirte en mi catálogo privado de hombres importantes. Pero no han ido las cosas como yo pensaba. Te mueves en medio del más complicado sistema de engranajes y ruedas; para lo joven que eres, tienes ya fama a muchos niveles desde el Senado al Subura, pero no como primer motor, sino más bien a guisa de un gran chambelán de una corte oriental… contento de ser el inductor de los acontecimientos pero dejando que otros se atribuyan el mérito. ¡Y eso me extraña en ti! -añadió, meneando la cabeza.

César le había escuchado con los labios apretados y aureolas de rubor en sus mejillas habitualmente marfileñas.

– No me habías catalogado mal, tío -replicó-. Pero creo que tal vez el cargo de flamen dialis fue lo mejor que pudo ocurrirme, dado que pude quitármelo de encima. Me enseñó a ser sutil a la vez que poderoso; me enseñó a esconder mi luz en circunstancias en que habría podido apagarse al mostrarla; aprendí que el tiempo es más poderoso aliado que el dinero y los mentores; aprendí a revestirme de esa paciencia que mi madre solía creer que nunca tendría, y aprendí que todo tiene su utilidad. Y aún estoy aprendiendo, tío. ¡Ojalá nunca deje de hacerlo! Fue Lúculo quien me enseñó que puedo seguir aprendiendo desarrollando ideas y llevándolas a la práctica por medio de otros. Yo me quedo al margen y observo lo que sucede. Pierde cuidado, Lucio Cotta, llegará mi momento de ser el primer motor entre todos los demás. Incluso seré cónsul en mi año. Pero eso no será más que el principio.

Noviembre fue un mes tremendo, a pesar de que el tiempo fue agradable como el de mayo, cuando la estación y el calendario coincidían. La tía Julia cayó de pronto enferma de un extraño mal que ningún médico, incluido Lucio Tucio, acertó a diagnosticar. Era un síndrome de merma: peso, espíritu, energía e interés.

– Yo creo que está cansada, César -dijo Aurelia.

– ¡Pero no de vivir! -exclamó éste, incapaz de hacerse a la idea de perder a su tía Julia.

– Ah, sí -replicó Aurelia-. Eso más que nada.

– ¡Con la cantidad de cosas que ocupan su vida!

– No. Han muerto su esposo y su hijo y su vida no tiene objeto. Ya te lo he comentado otras veces -insistió ella, llenándose inopinadamente de lágrimas sus maravillosos ojos malva-. Yo lo entiendo en parte. Mi esposo ha muerto, y si tú desaparecieses, César, no lo soportaría. Mi vida no tendría objeto.

– Sería una aflicción, desde luego, pero no el fin, mater -replicó él, sin acabar de creer que significase tanto para ella-. Tienes nietos, tienes dos hijas.

– Es cierto, y Julia no -se enjugó las lágrimas-. Pero la vida de una mujer depende de sus hombres, César, no de las mujeres que ha dado a luz ni de los hijos de éstas. Ninguna mujer está satisfecha con su destino; es ingrato y oscuro. Son los hombres quienes mueven el mundo; no las mujeres. Por eso la mujer inteligente vive su vida en función de sus hombres.