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Sintió una debilidad en ella y dijo sin tapujos:

– Mater, ¿qué significaba Sila exactamente para ti?

Y ella contestó abatida:

– Entusiasmo e interés. Él me estimaba de una manera distinta a tu padre, aunque nunca anhelé ser esposa de Sila. Y menos su amante. Mi verdadero compañero era tu padre. Sila era mi sueño. No por su grandeza, sino por el tormento. No tenía amigos que sintiesen como él. Sólo el actor griego que le acompañó cuando se retiró, y yo, una mujer. ¡ Bueno, ya está bien! -añadió enérgica, sobreponiéndose-. Acompáñame a ver a Julia.

Julia no era ni la sombra de lo que había sido, pero se animó un poco al ver a César, que entendió un poco más lo que su madre le había dicho: la mujer inteligente vivía en función de sus hombres. ¿Debía ser así?, se dijo. ¿No merecían más las mujeres? Pero se imaginó el Foro y la Curia Hostilia con mujeres y se estremeció. Las mujeres eran para dar placer, compañía, servicio y utilidad. ¡ Lástima que quisieran más!

– Cuéntame algo del Foro -dijo Julia, agarrándole de la mano.

Notó que también aquella mano se iba convirtiendo en una garra, y su olfato, tan acostumbrado a aquel exquisito perfume que siempre había exhalado, captaba ahora un aroma agrio y un tufo innegable. No era exactamente la edad; pensó en la palabra muerte, pero la rechazó y forzó una sonrisa.

– Sí que tengo una historia del Foro que contarte. Bueno… una historia de basílica -dijo, jovial.

– ¿De basílica? ¿De cuál?

– La primera de todas, la basílica Porcia edificada por Catón hace cien años. Como sabes, en uno de sus extremos se ha reunido siempre el colegio de los tribunos de la plebe. Y, quizás porque los tribunos de la plebe vuelven a gozar de plenos poderes, los de este año decidieron mejorar la sede. En medio del espacio que ocupan hay una gran columna que les impide juntarse más de los diez que son. Así que, Plautio, el decano del colegio, decidió quitarla. Llamó a la mejor firma de arquitectos y preguntó si existía la posibilidad de deshacerse de ella. Después de muchos cálculos y verificaciones, le dijeron que sí, que podía quitarse y el edificio no resultaría afectado.

Julia permanecía tumbada en la camilla, arrimada a César, que estaba sentado en el borde, y no apartaba de él sus grandes ojos grises, ya hundidos y apagados, sonriéndole interesada.

– No sé en qué va acabar eso que me cuentas -dijo, apretándole la mano.

– ¡Ni los tribunos de la plebe! Los obreros montaron los andamios y lo apuntalaron todo y los arquitectos perforaron y dieron golpecitos, dejándolo todo preparado para demoler la columna, cuando apareció un joven de veintitrés años -me han dicho que cumple veinticuatro en diciembre- y dijo que prohibía quitar la columna.

– ¿Y tú quién eres? -preguntó Plautio.

– Marco Porcio Catón, el biznieto de Catón el censor, que construyó la basílica -contestó el joven.

– ¡Ah, pues muy bien! -replicó Plautio-. ¡Apártate de ahí antes de que te caiga la columna encima!

– Pero el joven no se movió del sitio y no quiso escuchar razones ni argumentos. Se sentó bajo el enojoso estorbo y se puso a discursear inmisericorde y sin descanso y con una voz que, dice Plautio -y estoy de acuerdo con él porque le he oído- es capaz de agrietar una estatua de bronce.

Aurelia mostraba ahora el mismo interés que Julia e hizo un gesto de desdén.

– ¡Qué lata! -exclamó-. Espero que le hayan vetado.

– Lo intentaron, pero se negó a aceptar el veto, alegando que él era miembro de la plebe de pleno derecho, que su bisabuelo construyó la basílica y que para modificarla tendrían que pasar por encima de su cadáver. Desde luego, hay que admitir que es terco. Y a ello aducía una ristra interminable de razones, que fundamentalmente giraban en torno al hecho de que su bisabuelo había construido la basílica Porcia de una manera y que esa manera era sagrada, inviolable, parte del mos maiorum.

– ¿Y quién ha vencido? -inquirió Julia, conteniendo la risa.

– El joven Catón, por supuesto. Los tribunos de la plebe eran incapaces de aguantar aquel trueno de voz.

– ¿Y no hicieron uso de la fuerza? ¿Es que no podían arrojarle desde la roca Tarpeya? -inquirió Aurelia, indignada.

– Creo que les habría encantado, pero la dificultad fue que cuando ya estaban dispuestos a emplear la fuerza se había corrido el rumor y llegaba tanta gente a diario para ver la pugna, que Plautio pensó que habría sido más nocivo para los tribunos de la plebe usar la fuerza a la vista del populacho que aceptar el inconveniente de la columna. ¡Sí que le echaron más de diez veces de la basílica, pero él volvía a entrar! Y estaba claro que no habría cedido. Así pues, Plautio convocó reunión de los diez miembros del colegio y optaron por aguantar la molestia de la columna -dijo César.

– ¿Qué aspecto tiene ese Catón? -inquirió Julia.

– No es fácil describirle -contestó César, frunciendo el ceño-. Es feo y guapo. Quizás lo más aproximado que pueda decirse es que recuerda un caballo de buena raza que intenta comerse una manzana a través de un enrejado.

– Dentón y narigudo -espetó Julia sin vacilar.

– Exacto.

– Yo puedo contarte otra historia de él -dijo Aurelia.

– ¡Cuenta, cuenta! -dijo César, al advertir el interés de su tía Julia.

– Sucedió antes de que cumpliera los veinte años. Siempre había estado locamente enamorado de su prima Emilia Lépida, la hija de Mamerco. Pero ella estaba ya prometida a Metelo Escipión cuando éste marchó a Hispania a servir con su padre; pero al regresar unos años antes que el padre, resultó que él y Emilia se habían enamorado perdidamente. Ella rompió el compromiso y anunció que iba a casarse con Catón y Mamerco se puso furioso. Sobre todo, parece ser, porque mi amiga Servilia, que es hermanastra de Catón, le había prevenido de los amoríos de Catón y Emilia Lépida. Bueno, al final todo se arregló porque Emilia Lépida no tenía intención de casarse con Catón, y sólo lo había dicho para dar celos a Metelo Escipión. Y cuando éste fue a hablar con ella y pedir que le perdonase, Catón se vio rechazado y Metelo Escipión aceptado de nuevo, casándose poco después. Pero Catón se tomó tan a pecho su rechazo que intentó matar a la pareja, y al no conseguirlo, quiso plantear querella a Metelo Escipión por enajenarle el afecto de Emilia Lépida. Su hermanastro Servilio Cepio -un buen joven, casado con la hija de Hortensio- le disuadió de que no hiciese el ridículo y Catón desistió. Aunque parece ser que se pasó el año siguiente escribiéndole poemas, muy malos, según me han dicho.

– ¡Qué divertido! -comentó César, riendo.

– ¡No creas que fue tan divertido! No sé lo que será ese joven Catón en el porvenir, pero hasta ahora no ha hecho más que irritar a la gente profundamente -dijo Aurelia-. Mamerco y Cornelia Sila, y no digamos Servilia, le detestan. Y creo que lo mismo sucede ahora con Emilia.

– Ahora está casado con otra, ¿no? -inquirió César.

– Sí, con Atilia. No es ningún partido, pero él poca cosa posee. Han tenido una niña el año pasado.

Y, de momento, ya estaba bien de cotilleos, pensó César, contemplando a su tía.

– No quiero creerlo, mater, pero tienes razón. Tía Julia se va a morir -dijo a Aurelia nada más salir de la casa.

– Sí, pero aún no, hijo mío. Vivirá hasta entrado Año Nuevo y quizás más.

– Oh, espero que viva hasta después de que yo marche a Hispania.

– ¡César, eso es una cobarde esperanza! -comentó la inexorable Aurelia-. Tú no sueles rehuir los acontecimientos desagradables.

César se detuvo en medio de Alta Semita con los puños cerrados.

– ¡Déjame en paz! -dijo, con voz tan fuerte que dos que pasaban se los quedaron mirando con curiosidad-. ¡ Siempre el deber, el deber, el deber! ¡Pues bien, mater, estar en Roma para enterrar a la tía Julia es un deber que me repele!