– Encontrarías sus botas bien incómodas -dijo César-. ¿A dónde van a ir? Pompeyo dice que regresa a su adorado Piceno y que jamas volverá a cruzar las puertas del Senado. Y Craso está más que decidido a recuperar con sus negocios los mil talentos que tuvo que gastar este año. Y yo voy de cuestor a la Hispania Ulterior con un gobernador que no está mal -añadió, con un profundo suspiro de satisfacción.
– Cayo Antistio Veto, antiguo cuñado de Pompeyo -dijo el joven Cotta con una sonrisa.
César no explicó su mayor anhelo: salir para Hispania antes de que muriera su tía Julia.
Pero no fue así. Le avisaron para que acudiera a su lecho de muerte una noche tormentosa a mediados de febrero; su madre llevaba ya varios días en casa de la enferma.
Aún estaba consciente y veía, y cuando él entró en el cuarto, sus ojos se iluminaron levemente.
– Te estaba esperando -dijo.
Le dolía el pecho por el esfuerzo de dominar sus emociones, pero logró sonreír cuando él le dio un beso y se sentó en el borde de la cama como siempre hacía.
– No iba a darte plantón -dijo él bromeando.
– Quería verte -añadió ella con voz bastante fuerte y clara.
– Ya me ves, tía Julia. ¿Qué quieres?
– ¿Tú qué harías por mi, Cayo Julio?
– Lo que me pidieses -contestó él sin reservas.
– ¡Ah, eso me consuela! Ahora sé que me perdonarás.
– ¿Perdonarte? -inquirió él, estupefacto-. ¡No hay nada de nada que tenga que perdonarte!
– Que me perdones el no haber impedido que Cayo Mario te nombrase flamen dialis -dijo ella.
– ¡Tía Julia, nadie podía impedir que Cayo Mario hiciese lo que se le antojase! -exclamó César-. ¡ Los alrededores de Roma están llenos de tumbas de quienes lo intentaron! ¡Ni por un instante se me pasó por la imaginación echarte la culpa! ¡No tienes por que culparte!
– No lo haré si tú no lo haces.
– Yo no. Te doy mi palabra.
Cerró los ojos y las lágrimas escaparon bajo sus párpados.
– Pobre hijo mío -musitó-. Es horrible ser el hijo de un gran hombre… Espero que no tengas hijos, porque tú serás un gran hombre.
La mirada de César se cruzó con la de su madre y, súbitamente, advirtió en ella un vestigio de celos. Su reacción fue brutal e inmediata: cogió a Julia en sus brazos y juntó su rostro a su mejilla.
– Tía Julia -le dijo al oído-, ¿qué voy a hacer sin tus abrazos y tus besos?
Y su mirada daba a entender claramente a su madre que era ella la que de niño le había besado y abrazado. ¡Ella, no tú! ¡Tú nunca! ¿Cómo voy a poder vivir sin tía Julia?
Pero tía Julia no contestó, ni alzó los ojos para mirarle. Ya no volvió a hablar ni a mirar; murió varias horas después sin que él dejase de abrazarla.
Acudieron Lucio Decumio y sus hijos, y Burgundus. César les mandó que acompañaran a su madre a casa y él caminó como flotando por entre la multitud, sin ver a nadie. Había muerto tía Julia y no lo sabía nadie más que él y su familia. Se le ocurrió pensarlo en el momento en que habría debido llorar, y la tribulación venció a las lágrimas. ¡ Roma tenía que saber que había muerto! ¡ Roma sabría que había muerto!
– Un funeral discreto -dijo Aurelia, cuando él regresó a la casa al caer el sol.
– ¡Ah, no! -respondió él, que parecía haber ganado en estatura y hallarse lleno de luz y potencia-. ¡Tía Julia va a tener el mejor funeral que se ha visto desde la muerte de Cornelia, madre de los Gracos! ¡Y sacaremos todas las máscaras de los antepasados, con las de Cayo Mario y su hijo!
– ¡César, no puedes hacer eso! -replicó ella, boquiabierta-. Los cónsules son Hortensio y Metelo Caprario, Roma se ha hecho conservadora y vengativa y algún tribuno de la plebe de Hortensio te mandará arrojar desde la roca Tarpeya por exhibir las imagines de dos hombres declarados oficialmente traidores.
– Que lo intenten -replicó César con desdén-. ¡Enviaré a tía Julia al más allá con todos los honores y respeto público que se merece!
Y, naturalmente, aquella resolución mitigó su aflicción. Ahora tenía algo concreto que hacer y era un exutorio que le pareció más digno de aquella encantadora mujer que las lágrimas y el lamentable sentimiento de pérdida irreparable. Estar ocupado, trabajar por su memoria.
Sabía cómo iba a llevar a cabo sus planes, desde luego; haría de modo que ningún magistrado pudiese impedírselo ni procesarle por mucho que quisieran. Pero mejor que nada, imposibilitarles cualquier intento. Contrató el funeral con la empresa de sepelios más prestigiosa de Roma al precio de cincuenta talentos de plata; por aquella enorme cantidad nadie se negó a participar, a pesar del hecho de que César estaba dispuesto a exhibir ante toda Roma las máscaras de Cayo Mario y de su hijo. Alquiló actores y carros para su transporte; entre los antepasados figurarían el rey Anco Marcio, Quinto Marcio Rex, Iulo, el primer cónsul Juliano, Sexto César, Lucio César, Cayo Mario y su hijo.
Pero no era ésta la principal disposición, que confiaría únicamente a Lucio Decumio y a su cofradía de los cruces y que consistió en difundir a los cuatro vientos por toda la ciudad la noticia de que la gran Julia, viuda de Cayo Mario, había muerto y sería enterrada al cabo de dos días a la tercera hora. Que acudiesen cuantos quisieran. Por Cayo Mario no se había celebrado funeral público y de su hijo sólo se había visto la cabeza pudriéndose en los rostra; por consiguiente, las exequias de Julia serían extraordinarias y Roma podría manifestar el escamoteado luto por los Marios presenciando las ceremonias de este entierro.
El asunto cogió por sorpresa a todos los magistrados, pues nadie les informó de lo que iba a hacerse y ninguno de ellos había previsto asistir al entierro de Julia. Pero Marco Craso fue, y también Varrón Lúculo y Mamerco con Cornelia Sila y nada menos que Filipo; además de Metelo Pío el Meneitos y los dos Cottas, naturalmente. Todos ellos habían sido advertidos, pues César no quiso comprometer a nadie sin avisar.
Y toda Roma se volcó en masa; miles y miles de personas a quienes nada importaba las proscripciones y los decretos de bandolerismo y sacrilegio. Era la oportunidad de manifestar su duelo por Cayo Mario y ver aquel fiero y querido rostro con sus enormes cejas fruncidas llevado por un actor de estatura y corpulencia iguales a las del muerto. ¡Y figuraría también su hijo el joven Mario, tan guapo e impresionante! Pero lo que mayor impresión causó fue el sobrino vivo de Cayo Mario, ataviado con toga de luto tan negra como los ropajes de los caballos que tiraban de las carrozas, con su pelo dorado y su rostro blanco en fuerte contraste con la abundancia de negro que le rodeaba. ¡Qué guapo! ¡ Parecía un dios! Era aquélla la primera aparición de César ante una gran muchedumbre desde la época en que había ayudado al impedido Mario después de su infarto, y quería asegurarse de que la gente de Roma no le olvidase. Era el único descendiente varón de Cayo Mario y quería que todos los que acudiesen al entierro de Julia supiesen quién era: el descendiente de Cayo Mario.
Pronunció el elogio funerario desde los rostra y era la primera vez que hablaba desde esa tribuna, la primera vez que contemplaba a sus pies un mar de rostros cuyos ojos estaban fijos en él. A Julia la habían preparado con primor para su último viaje público, tan bien maquillada que parecía una bella joven, y arrancaba lágrimas entre la multitud. Otras tres hermosas mujeres estaban de pie junto al cadáver en la tribuna de las arengas; una, ya cincuentona, de quien los agentes de Lucio Decumio no cesaban de decir, esparcidos entre la multitud, que era la madre de César; otra de unos cuarenta años, cuyo pelo rojo dorado proclamaba que era hija de Sila; y una jovencita morena en avanzado estado de gravidez, sentada en una silla, que era la esposa de César y que en el regazo tenía a una niña preciosa de cutis argénteo y de unos siete años en quien no era difícil adivinar la hija del propio César.