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Aparte de la libertad para ir donde le placiera y ver a quien quisiera, el matrimonio resultó para Servilia una experiencia particularmente triste. Su esposo había llevado una larga vida de soltero sin madre ni ninguna otra mujer en casa, y tenía adquiridas unas costumbres en las que no entraba ninguna esposa, y no compartía con ella nada; ni el cuerpo, pensaba Servilia. Si invitaba a amigos a comer, le pedía que abandonase el comedor y tenía prohibida la entrada en el despacho; jamás hablaba con ella de algo, ni le enseñaba cualquier cosa que hubiese comprado, ni iba jamás con ella en sus desplazamientos a sus villas campestres. En cuanto al cuerpo, era algo que de vez en cuando irrumpía en los aposentos de Servilia sin excitarla en absoluto. Y así, vio que tenía mucha más intimidad de la que le hubiera convenido o anhelado por los años que no la había tenido. Y como a su marido le gustaba dormir solo, ni siquiera tenía que compartir el cubículo del dormitorio, y aquel silencio la aterraba.

De ese modo, el matrimonio resultó ser una simple variante de lo que la angustiaba casi desde niña: no importaba a nadie y nadie se preocupaba por ella. La única manera que le había servido para destacar era ser mala, rencorosa, sañuda, y esos rasgos de carácter eran algo que los sirvientes habían aprendido en carne propia, aunque nunca dejase que trascendiesen a su esposo, pues sabía que no la amaba y que, por lo tanto, era muy posible el divorcio. Para Bruto era una mujer indefectiblemente agradable: para los criados, implacablemente dura.

No obstante, Bruto cumplía con su deber conyugal y, a los dos años de casada, Servilia quedó encinta. Al igual que su madre, estaba preparada debidamente para engendrar y tuvo una gestación perfecta; incluso el parto no fue el tormento que le habían hecho creer. Dio a luz al niño en siete horas de una gélida noche de marzo, y pudo deleitarse contemplándolo cuando se lo presentaron lavado y fragante.

No fue de extrañar que el pequeño Bruto llenase todos los resquicios de la vida carente de cariño de su madre, y que ella no consintiese que ninguna otra mujer le alimentase o cuidase y fuese ella quien se ocupaba de él, tuviese la cuna en su propio cubículo y lo guardase en exclusiva para ella sola.

¿Por qué tenía tanto interés Servilia en escuchar lo que se hablaba en el despacho aquel gélido día de finales de noviembre del año en que Sila desembarcó en Italia? Desde luego, no porque las actividades políticas de su esposo le interesasen gran cosa. Escuchaba porque era el padre de su querido hijito, y ella había prometido salvaguardar la herencia, la fama y el bienestar futuro del niño, lo que implicaba estar al corriente de todo. ¡Tenía que saberlo todo! Y más que nada las andanzas políticas de su marido.

A Servilia le tenía sin cuidado Carbón, pese a que reconocía que era un hombre importante; pero ella había advertido con toda justicia que era un hombre que antepondría sus intereses a los de Roma y no estaba muy segura de que Bruto tuviera suficiente clarividencia para darse cuenta de los defectos de Carbón. La presencia de Sila en Italia la preocupaba profundamente, pues ella tenía buen criterio político y veía el esquema de los acontecimientos que se avecinaban con más agudeza que muchos hombres que llevaban media vida en el Senado. De una cosa estaba segura: de que Carbón no tenía suficiente vigor para mantener a Roma unida ante la amenaza de un hombre como Sila.

Apartó los ojos de la celosía y arrimó el oído para escuchar, arrodillándose en la dura terracota de la galería. Y ahora comenzaba a nevar. ¡Vaya gracia! Los copos formaban un velo entre su abrigado cuerpo y la actividad doméstica que se desarrollaba al fondo del jardín peristilo, en la cocina, de la que entraban y salían criados. No es que la preocupase que la vieran, pues nadie iba a atreverse a criticar que en su casa estuviese donde quisiera, en la postura que se le antojara; pero es que prefería aparecer ante la servidumbre como un ser superior, y los seres superiores no se arrodillan bajo la ventana del marido a escuchar.

De pronto, se puso tensa y prestó más oído. ¡Carbón y su marido volvían a conversar!

– Hay algunos hombres convenientes entre los posibles candidatos al cargo de pretor -decía Bruto-. Carrinas y Damasipo son capaces y tienen popularidad.

– ¡Uf! -exclamó Carbón-. Un joven imberbe les derrotaría igual que a mí; pero, a diferencia mía, a ellos al menos les han advertido que Pompeyo es tan cruel como su padre y diez veces más astuto. Si Pompeyo se presentase a pretor, obtendría más votos que Carrinas y Damasipo juntos.

– La victoria fue de los veteranos de Pompeyo -comentó Bruto conciliador.

– Puede. Pero si así es, Pompeyo les dio rienda suelta -impaciente por hablar del futuro, Carbón cambió de tema-. No son los pretores lo que me preocupa, Bruto. Me preocupa el consulado, por las siniestras perspectivas que planteas. En caso necesario, sería yo mismo candidato. ¿Pero a quién puedo elegir por colega? ¿Quién es capaz en esta maldita ciudad de apoyarme en vez de hundirme? No cabe duda de que en primavera habrá guerra. Sila no ha estado bien de salud, pero mis informadores me han dicho que para la próxima campaña estará más que repuesto.

– Su enfermedad no ha sido el único motivo de su irresolución este año -añadió Bruto-. Hemos sabido que se ha mantenido inactivo para que Roma se aviniese a capitular sin hacer la guerra.

– ¡Pues ha sido en vano! -replicó Carbón furioso-. ¡Bah, basta de especulaciones! ¿A quién puedo nombrar mi colega consular?

– ¿No tienes ninguna idea? -inquirió Bruto.

– Ninguna. Necesito alguien capaz de animar a la gente… alguien que mueva a los jóvenes a alistarse y que suscite en los viejos deseos de hacerlo. Un hombre como Sertorio, aunque tú dices que no acepta.

– ¿Y Marco Mario Gratidiano?

– Es un Mario por adopción, y no es suficiente. Yo quería a Sertorio porque es un Mario por vínculos de sangre.

Se hizo una pausa; al oír el suspiro que profería su marido, Servilia se quedó totalmente quieta, decidida a no perderse palabra de lo que dijese.

– Si lo que quieres es un Mario -dijo Bruto despacio-, ¿por qué no el hijo de Mario?

Se hizo otra pausa, pero no de estupefacción, pues Carbón replicó:

– ¡No puede ser! Edepol, Bruto, no tendra mas que veinte años!

– Tiene veintiséis.

– ¡Le faltan cuatro años para el Senado!

– Constitucionalmente, no hay límite de edad, a pesar de la lex Villia annalis. Manda la costumbre, y te sugiero que hagas que Perpena le nombre senador inmediatamente.

– No le llega a su padre a la altura del zapato -exclamó Carbón.

– ¿Y eso importa, Cneo Papirio? ¿Tú crees que importa? Admito que en Sertorio habrías encontrado el Mario ideal. No hay nadie en Roma más capaz para el mando militar ni a quien la tropa respete más, pero no acepta. Así, ¿quién más hay, aparte del hijo de Mario?

– Desde luego se produciría un alud de alistamientos -dijo Carbón en voz baja.

– Y lucharían por él como los espartanos por Leónidas.

– ¿Tú crees que podría?

– Creo que le gustaría probar.

– ¿Quieres decir que ya ha expresado deseos de ser cónsul?

Bruto se echó a reír, cosa rara en él.

– ¡No, Carbón, claro que no! Aunque es bastante engreído, en realidad no es muy ambicioso. Lo que quiero decir es que creo que si hablases con él y le ofrecieses esa oportunidad la aceptaría sin dudarlo. Hasta ahora, no ha tenido en su vida ocasión alguna de emular a su padre. Y al menos en cierto modo, esto le daría la oportunidad de superar a su padre. Cayo Mario accedió tarde al cargo, y él sería cónsul con menos años aún que Escipión el Africano. Independientemente de como actúe, eso ya le dará fama.