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– Si actúa la mitad de bien que Escipión el Africano, Roma no correrá peligro con Sila.

– No abrigues esperanzas de que el joven Mario sea Escipión el Africano -dijo Bruto-. Del único modo que supo impedir que el cónsul Catón perdiese una batalla fue apuñalándole por la espalda.

Carbón se echó a reír, cosa habitual en él.

– Si, al menos eso fue una ventura para Cinna, porque Mario le pagó una fortuna para que no prosperase la acusación de homicidio.

– Sí -añadió Bruto muy serio-, pero esa historia debería darte una idea de las dificultades que tendrás con el hijo de Mario como colega consular.

– ¿No debo darle la espalda?

– No le entregues tus mejores tropas; deja que demuestre que sabe mandar antes de cedérselas.

Se oyó ruido de patas de sillas que se mueven; Servilia se puso en pie y echó a correr hacia su cálido obrador, en donde la joven que lavaba la ropa del niño disfrutaba de la rara oportunidad de abrazar al pequeño Bruto.

El arrebato de unos celos terribles surgió en lo más profundo de Servilia sin que pudiera dominarlo, y su mano golpeó con tal furor la mejilla de la muchacha que la hizo caer de la cuna en que estaba encaramada, soltando al niño, que no cayó al suelo porque la madre se apresuró a cogerlo, y apretándolo frenética contra su pecho, echó a la criada del cuarto a puntapiés.

– ¡Mañana te vendo! -dijo a voz en grito por la galería porticada del jardín-. ¡Dito! ¡Dito! -gritó ya más calmada.

El mayordomo, cuyo florido nombre era Epafrodito, llegó a la carrera.

– Decid, domina.

– Azota a esa muchacha gala que me asignaste para lavar la ropa del niño, y véndela por mala esclava.

– Pero, domina, si es estupenda -replicó el mayordomo sin salir de su asombro-. ¡No sólo lava bien, sino que adora al niño!

Servilia abofeteó a Epafrodito casi con la misma saña con que lo había hecho con la joven, y a continuación profirió una retahíla de obscenidades.

– ¡Escucha, fellator griego consentido y cebón! ¡Cuando te dé una orden la obedeces sin decir palabra y sin protestar! ¡ Me trae sin cuidado que no seas mío, así que no vayas gimoteando al amo o lo sentirás! Ahora, lleva a la chica a tus dependencias y aguarda a que yo vaya, porque sé que te gusta y no la azotarás fuerte si no estoy yo delante.

La marca rojiza de la bofetada con todos los dedos bien marcados no le provocó tanto miedo como las palabras del ama, que le hicieron salir de estampida.

Servilia no pidió otra doncella, sino que ella misma arropó al pequeño con un chal de lana fina, y con él se fue a las dependencias del mayordomo. La muchacha estaba atada y Epafrodito, con lágrimas en los ojos, no tuvo más remedio que azotarla, bajo la mirada de basilisco del ama, hasta dejarle la espalda en carne viva. Del cuarto surgían fuertes gritos que ni la intensa nevada amortiguaba; pero el amo no se presentó a ver qué sucedía, pues había salido con Carbón a ver al hijo de Mario, como Servilia había supuesto.

Finalmente hizo una seña al mayordomo y éste bajó el látigo.

Servilia se aproximó a la muchacha a ver su obra de cerca y pareció satisfacerla.

– ¡ Bien! No volverá a crecerle la piel en la espalda. No vale la pena ponerla a la venta porque no nos darían ni un sestercio. Crucifícala ahí afuera en el peristilo; así os servirá a todos de advertencia. ¡Y no le quiebres las piernas! Que muera despacio.

Y a su obrador se volvió Servilia, para cambiar de pañales a su hijo. Tras lo cual, lo sentó en su regazo y le contempló arrobada, inclinándose a besarle con ternura, hablándole con voz suave y en falsete.

Componían una bella estampa: el niñito moreno sobre las rodillas de la madre, una mujer hermosa de cuerpo firme y voluptuoso, y rostro afilado con aire de misterio por su boca fruncida y sus ojos de pesados párpados. No obstante, el niño no tenía más que el atractivo de su corta edad, pues, en realidad, era simplón y apático, lo que la gente llama un niño «muy bueno», de los que apenas lloran y no dan guerra.

Y así se los encontró Bruto a su regreso de casa del hijo de Mario; escuchó en silencio la historia, sucintamente contada, de la lavandera y su castigo. Como él no se entrometía en las eficientes disposiciones domésticas de Servilia (jamás la casa había funcionado tan bien, eso desde luego), no modificó en nada la sentencia de su esposa, y cuando después el mayordomo acudió a su llamada, no le preguntó qué era aquella figura cubierta de nieve que colgaba desmadejada de una cruz en el jardín.

– ¡César! ¿Dónde estás, César?

El joven salió descalzo del que había sido el despacho de su padre, con una pluma en una mano y un rollo en la otra, vestido con una sutil túnica, y frunciendo el ceño porque la voz de su madre había interrumpido sus reflexiones.

Pero a ella, bien abrigada bajo varias capas de finísima tela de lana casera, le preocupaba más el bienestar de su cuerpo que el rendimiento de su mente, y dijo enojada:

– Oh, ¿pero es que no te das cuenta del frío que hace? No, claro que no. ¡Y sin zapatillas! César, tu horóscopo indica que sufrirás una terrible enfermedad aproximadamente a esta edad, y tú lo sabes bien. ¿Por qué tientas a la Fortuna? Los horóscopos se encargan al nacer para tratar de evitar los posibles riesgos. ¡Sé bueno!

Estaba sinceramente preocupada -y él lo sabía- por lo que le dirigió una de sus célebres sonrisas, una especie de muda disculpa que no afectase a su orgullo.

– ¿Qué sucede? -preguntó, resignándose nada más verla a tener que abandonar su trabajo, pues vio que estaba vestida para salir.

– Tu tía Julia quiere que vayamos a su casa.

– ¿Ahora? ¿Con este tiempo?

– Me alegra que te hayas dado cuenta del tiempo que hace, aunque no te induzca a vestirte como es debido -replicó Aurelia.

– Mater, tengo un brasero. Mejor dicho, dos.

– Pues entra y vístete -dijo ella-, que aquí llega un viento helado del patio. Y busca a Lucio Decumio -añadió antes de que él le diera la espalda-. Quiere que vayamos todos.

Es decir, con sus dos hermanas; cosa que le sorprendía. Debía ser una importante reunión de familia. Estaba a punto de decir que no necesitaba ir con Lucio Decumio, y que él mismo se valía para proteger a cien féminas, pero optó por callar. ¿A qué intentar lo imposible? Aurelia siempre imponía su voluntad.

Cuando salió de sus aposentos vestía los atavíos de flamen dialis, aunque con un tiempo como aquél se había provisto de tres túnicas debajo, polainas de lana y calcetines, y unos zapatones sin correas ni cordones. La laena de sacerdote sustituía a la toga viril; era una absurda prenda doble cortada en círculo con un orificio en el centro para introducir la cabeza, y ricamente adornada con amplias listas alternas escarlata y púrpura; le llegaba hasta las rodillas y le tapaba totalmente brazos y manos, lo que implicaba, pensó entristecido (tratando de encontrar alguna ventaja en la detestada prenda), que no necesitaba llevar mitones. Cubría la cabeza con el apex, un casco de marfil ajustado, rematado por un pincho en el que iba clavado un grueso disco de lana.

Desde que oficialmente se había convertido en hombre, César había tenido que avenirse a los tabúes que rodeaban al flamen dialis: no hacía ejercicios militares en el Campo de Marte, no dejaba que ningún objeto de hierro tocase su persona, no llevaba nudos ni hebillas, no saludaba a ningún perro, todo el calzado que gastaba estaba confeccionado con piel de algún animal muerto accidentalmente y sólo comía los alimentos estipulados por su condición de sacerdote. Que su mentón no ostentase barba se debía a que se la rasuraba con una navaja de bronce y que llevase botas en sustitución de los molestos chanclos del flamen dialis se debía exclusivamente a que él mismo había ideado una bota sin cordones que se ajustaba bien al tobillo y a la pantorrilla.

Ni siquiera su madre sabía cuánto detestaba aquella sentencia de por vida obligándole a ser sacerdote de Júpiter. Cumplidos ya los quince años, había aceptado la absurda imagen sacerdotal sin ninguna protesta, y Aurelia había suspirado aliviada. Poco había durado su rebeldía, pero lo que no podía saber era la verdadera razón de su sumisión: él era romano hasta la médula, lo que significaba que aceptaba sin rechistar las costumbres de su país, y, además, era enormemente supersticioso. ¡Tenía que obedecer! Si no lo hacía, nunca obtendría el favor de la Fortuna, que no le sonreiría ni valoraría sus esfuerzos y no le procuraría suerte. Porque a pesar de su odioso castigo, aún creía que la Fortuna le otorgaría una solución… si hacía cuanto podía por servir a Júpiter Optimus Maximus.