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Así, la obediencia no significaba aceptación, como creía Aurelia. Su obediencia no era más que un modo de detestar más cada día que pasaba su condición de flamen dialis; condición más que detestable por no existir modo legal de deshacerse de ella. El anciano Cayo Mario había sabido encadenarle para siempre. A menos que la Fortuna le liberase.

Ya tenía diecisiete años, y le faltaban siete meses para cumplir los dieciocho; pero parecía mayor y adoptaba una actitud de cónsul que ha sido censor. Su estatura y sus anchos hombros contribuían a esa imagen, desde luego, aparte de su atlética constitución. Ya hacía dos años y medio que había muerto su padre, por lo que se había convertido muy joven en paterfamilias, condición que asumía con toda naturalidad. La hermosura de su niñez no se había malogrado, pero ahora era más viril; su apéndice nasal -por ventura de los dioses- se había prolongado convirtiéndose en una protuberante nariz romana, librándole de una guapura que habría sido una tríste tara para quien con tanto anhelo deseaba ser un hombre en todos los aspectos: militar, estadista y amante de mujeres sin que se sospechase que era también amante de hombres.

Su familia estaba reunida en el vestíbulo, vestida para una buena caminata en aquella fría jornada. Salvo su esposa, Cinnilla, que, por tener once años, no era considerada de edad suficiente para asistir al extraño conciliábulo del clan. Pero allí estaba. Era el único miembro bajito y moreno de la casa. Al llegar César, sus negros y aterciopelados ojos se clavaron en él, como siempre. César la adoraba; se acercó a ella y la levantó en vilo para abrazarla y besarla en las mejillas con los ojos cerrados para mejor aspirar aquel aroma de niña lavada y perfumada por la madre.

– ¿Condenada a quedarte en casa? -dijo, volviéndole a besar las mejillas.

– Algún día seré mayor -contestó ella, con una encantadora sonrisa con hoyuelos.

– ¡Claro que sí! Y serás más importante que la mater, porque serás el ama de casa -replicó él, dejándola en el suelo, acariciando su pelo negro ondulado y haciendo un guiño a Aurelia.

– No voy a ser ama de esta casa -dijo la niña con voz solemne-. Seré la flaminica dialis, ama de una casa del Estado.

– Cierto -añadió César con una sonrisa-. ¿Cómo se me habrá olvidado?

Salió a la nevada calle, pasaron por delante de las tiendas que circundaban el muro exterior de la casa de viviendas de Aurelia hasta el vértice del edificio triangular, en donde estaba lo que parecía una taberna y era en realidad la sede de la Hermandad de las encrucijadas, encargada del buen estado y la vida espiritual de las intersecciones de las calles del barrio, y en particular del altar a los Lares y la gran fuente que manaba perezosamente en medio de una cortina de estilizados carámbanos, por el frío que hacía aquel invierno.

Lucio Decumio estaba sentado en su habitual mesa del fondo a mano izquierda del gran local. Ya canoso, pero con la cara sin una sola arruga, hacia poco que había inscrito en la asociación a sus dos hijos, a quienes estaba aleccionando en las heteróclitas actividades de la fratría; los tenía a los dos sentados a uno y otro lado como los dos leones que flanqueaban la estatua de la Magna Mater, graves, fieros, melenudos, ojo avizor y con las garras recogidas. ¡Y eso que Lucio Decumio no se parecía en nada a la Magna Mater. Era un hombrecillo delgado y de aspecto anodino, aunque los hijos habían salido de físico más parecido a la madre, una celta grandota del Ager Gallicus. Para quien no le conociese, él tenía el aspecto de lo que era: valiente, intrigante, amoral, muy inteligente y leal.

A los tres se les iluminó el rostro al ver entrar a César, pero sólo Lucio Decumio se puso en pie, y, abriéndose paso entre mesas y bancos, se llegó al joven, se puso de puntillas y le besó en los labios con mayor fruición con que lo hacía con sus hijos. Era un beso paternal, aunque sólo se daba a alguien con quien hubiera una relación de afecto.

– ¡Hola, hijo! -gorjeó, cogiendo a César de la mano.

– Hola, papá -contestó César con una sonrisa, alzando la mano del viejo y apretándola cariñosamente contra su mejilla.

– ¿Vienes de limpiar la casa de algún muerto? -preguntó Lucio Decumio, al ver el atuendo sacerdotal del joven-. ¡Un tiempo asqueroso para morir! ¿Una copita de vino para calentarte?

César torció el gesto. Nunca se había podido aficionar al vino por mucho que Lucio Decumio y sus retoños trataran de que adquiriese esa afición.

– No tengo tiempo, papá. He venido a que me dejes a tus hijos, porque tengo que llevar a mi madre y a mis hermanas a casa de Cayo Mario, y ella, naturalmente, no confía en que las acompañe yo solo.

– Prudente mujer, tu madre -dijo Lucio Decumio, con cara de malicia, llamando a sus hijos, que inmediatamente acudieron-. ¡A por las togas, chicos! Vamos a acompañar a las señoras a casa de Cayo Mario.

Sin rencor por la preferencia que su padre mostraba por Cayo Julio César, Lucio Decumio hijo y su hermano Marco Decumio asintieron con la cabeza, dieron una palmadita afectuosa en la espalda a César y salieron a buscar su toga más caliente.

– No vengas, papá -dijo César-, que hace mucho frío.

Pero Lucio Decumio se negó a hacerle caso y dejó que sus hijos le abrigaran con el mismo cuidado que una madre a su hijo de pecho.

– ¿Dónde está el patán de Burgundus? -inquirió mientras echaban a caminar entre los alborotados copos.

– Ahora no nos hace falta -dijo César, conteniendo la risa-. Mater le ha enviado a Bovillae con Cardixa. Ha empezado a parir tarde, pero desde que puso los ojos en Burgundus ha dado a luz cada año un niño gigante. Éste será el cuarto, como bien sabes.

– No te faltarán guardaespaldas cuando seas cónsul.

César se estremeció, pero no por efecto del frío.

– Nunca seré cónsul -replicó con voz ronca, encogiéndose de hombros-. Mi madre -añadió, más animado- dice que es como alimentar a una tribu de titanes. ¡ Por los dioses, que no paran de comer!

– Son buena gente.

– Si, muy buena gente -añadió César.

Ya habían llegado a la puerta de la vivienda de Aurelia donde recogieron a las mujeres. Otras damas de la aristocracia habrían optado por ir en litera, sobre todo con aquel tiempo, pero ellas eran Julias y preferían caminar, facilitando su tránsito por las Fauces Suburae los dos hijos de Decumio, que abrían paso en la espesa capa de nieve arrastrando los pies.

El Foro estaba vacío y tenía un extraño aspecto sin los vívidos colores de sus columnas, muros, tejados y estatuas; todo era blanco como el mármol y aparecía como sepultado y adormecido. La gigantesca estatua de Cayo Mario junto a los rostra tenía un montón de nieve bajo las pobladas cejas, ocultando la fiera mirada de aquellos ojos oscuros.

Subieron por la colina de los banqueros, y, a lo largo de los soportales de la puerta Fontinalis, llegaron a la casa de Mario. Como el jardín peristilado estaba en la parte de atrás de la mansión, entraron directamente al vestíbulo y se despojaron de las togas externas (salvo César, obligado a conservar su atavío oficial), y, mientras Estrofantes, el mayordomo, se alejaba con Lucio Decumio y sus hijos para traer comida y vino, César y las mujeres pasaron al atrium.