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De no haber sido el tiempo tan extraordinariamente frío, hubieran permanecido allí, pues ya había pasado la hora de la comida, pero el rectángulo del compluvium abierto en el tejado era como una tolva, y en la piscina se formaba una capa de copos de nieve que se iba derritiendo.

Apareció el hijo de Mario para recibirlos y hacerles pasar al comedor, que era más caliente, dijo. Su aspecto era de alegría casi febril y ese estado de ánimo le sentaba bien, pensó César. El joven era casi tan alto como él (que era primo carnal suyo), pero más musculoso, rubio con ojos grises, bien parecido y físicamente más impresionante. De rostro más atractivo que su padre, carecía, no obstante, de ese algo vital que hacía de Cayo Mario uno de los hombres inmortales de Roma. Pasarían muchas generaciones, pensó César, antes de que los niños en la escuela dejasen de rememorar las hazañas de Cayo Mario, pero no sucedería igual con el hijo.

César detestaba ir de visita a aquella casa, pues allí le habían sucedido muchas cosas a una edad en que otros chicos pasaban descuidadamente el tiempo jugando en el Campo de Marte, y en la que él había tenido que ir a diario a la casa para hacer de enfermero y acompañante del anciano y rencoroso Cayo Mario. Y, aunque la había limpiado minuciosamente con su escoba sacra después de la muerte de Mario, su maligna presencia seguía impregnándola. O es lo que le parecía a él. Antaño había admirado y querido a Cayo Mario, pero, nombrándole sumo sacerdote de Júpiter, el anciano había impedido que César pudiera jamás emularle: ningún hierro, ningún arma, prohibido ver la muerte. ¡Al flamen dialis le estaba vedada la carrera militar! Miembro automático del Senado sin derecho a presentarse a las elecciones de magistrado, el flamen dialis no podía tener carrera política. César estaba condenado a ser honrado sin adquirir el honor, a ser reverenciado sin mérito alguno. El flamen dialis era un ser propiedad del Estado, alojado, pagado y alimentado por el Estado, un prisionero del mos maiorum, las costumbres adoptadas por tradición por el pueblo romano.

Pero el rencor de César se desvaneció al ver a su tía Julia, hermana de su padre y viuda de Cayo Mario, y, a diferencia de su madre, la mujer a quien más quería del mundo. Sí, la quería más que a su madre, si es que el amor podía definirse como un simple arrebato de pura emoción. Su madre estaba constantemente presente en su mente porque era adversaria, partidaria, crítica, compañera, su igual; mientras que su tía Julia le acogía en sus brazos y le besaba en los labios, le miraba arrobada con aquellos dulces ojos grises carentes de todo reproche. Para César era impensable la vida sin una y otra.

Julia y Aurelia se acomodaron juntas en la misma camilla, incómodas por ser mujeres, ya que la costumbre les impedía reclinarse cómodamente en camillas, por lo que tomaron asiento en el borde de la misma con los pies colgando y sin apoyo en la espalda.

– ¿No tienes sillas para las mujeres? -recriminó César al hijo de Mario, al tiempo que disponía unos cabezales en la espalda de su madre y su tía.

– Gracias, sobrino, así estamos bien -terció Julia, que era siempre la conciliadora-. ¡No creo que haya suficientes sillas! Es una auténtica reunión de mujeres.

Un hecho irrebatible, pensó César compungido. Eran dos únicos varones en la familia: su primo y él, y los dos huérfanos.

Era una familia en la que predominaban las mujeres, y de haber estado Roma presente para ver juntas a Julia y Aurelia, se habría complacido en el espectáculo de dos de las más hermosas de la ciudad. Aunque ambas eran altas y esbeltas, Julia tenía la gracia innata de los Césares, mientras que Aurelia atraía por su viva y natural sencillez. Julia era de pelo ondulado y rubio y grandes ojos grises, y habría podido ser modelo para la estatua de Cloelia del Foro. Aurelia tenía pelo castaño canoso, y una clase de belleza que en su juventud hacía que la parangonasen con Helena de Troya; cejas y pestañas oscuras y unos ojos hundidos, que muchos de sus pretendientes aseguraban eran malva, y el perfil de una diosa griega.

Julia tenía ya cuarenta y cinco años, y Aurelia cuarenta, y las dos habían quedado viudas en trágicas aunque distintas circunstancias.

Cayo Mario había muerto como consecuencia de un tercer infarto fulminante, después de iniciar en Roma una matanza que nadie olvidaría; habían perecido todos sus enemigos -y algunos de sus amigos- y los rostra se habían llenado de cabezas como un acerico. Julia sobrevivía con ese tremendo pesar.

El esposo de Aurelia, fiel partidario de Cinna después de la muerte de Mario -como era lógico en alguien cuyo hijo estaba casado con la hija menor de Cinna-, había marchado a Etruria a reclutar tropas, y una mañana de verano en Pisae, al agacharse para atarse la bota, había caído muerto. Por la autopsia se había dictaminado rotura de un vaso sanguíneo; le incineraron en una pira ante un solo miembro de su familia y enviaron las cenizas a su esposa, que ni siquiera sabía que había muerto cuando llegó el emisario de Cinna con la urna mortuoria. Nadie sabía lo que sintió ni lo que pensaba; ni su hijo, convertido en cabeza de familia apenas cumplidos los quince años. Nadie la había visto derramar lágrimas, y su rostro había permanecido imperturbable. Ella era Aurelia, una persona encerrada en sí misma, más apegada a sus tareas de casera de una atestada insula que a ningún ser humano, con excepción de su hijo.

El hijo de Mario no tenía hermanas, mientras que César tenía dos mayores que él que se parecían a la tía Julia; había algo de la fisonomía de Aurelia en el rostro de César, pero no en ninguna de las hermanas.

Julia la mayor, llamada Lía, tenía veintiún años, y en su rostro se adivinaba una sombra de tristeza; y era comprensible, pues su primer esposo, un patricio arruinado llamado Lucio Pinario, había sido su gran amor, y, no sin dificultades, había logrado casarse con él; antes de cumplirse un año de la boda, tenían un hijo, y poco después del feliz acontecimiento (que causó el sedante efecto que esperaban sobre el comportamiento de Lucio Pinario), el joven moría en extrañas circunstancias. Se pensó que le había asesinado un confederado itálico, pero no pudieron hallarse pruebas. Y Lía, con diecinueve años, se había encontrado viuda y tan pobre, que se había visto obligada a volver a vivir en casa de su madre. Pero entre su matrimonio y su viudez, había cambiado el paterfamilias, y comprobó que su joven hermano no era ni con mucho tan magnánimo y flexible como lo había sido su padre, y César dispuso que debía volver a casarse, pero con un hombre que eligiese él.

– Me consta que si lo dejamos a tu criterio, volverás a elegir un idiota -dijo él brutalmente.

No se sabía con certeza cómo ni dónde había dado César con Quinto Pedio (aunque algunos decían que había sido gracias a los buenos oficios de Lucio Decumio, que, aunque era un sórdido hombrecillo de la cuarta clase, gozaba de notables relaciones); el caso es que un día se presentó en casa con Quinto Pedio y comprometió a su hermana con aquel flemático y probo caballero de Campania de buena familia, aunque no noble. No era bien parecido ni elegante, y, con sus cuarenta años, tampoco podía decirse que fuese joven. Pero era enormemente rico y se mostraba conmovedoramente agradecido por poder casarse con una joven guapa de la más alta nobleza patricia. Lía había tragado saliva, mirando a su hermano de quince años, y había aceptado sin rechistar. Aun a tan joven edad, César era capaz de imprimir una expresión a su rostro que descartaba toda discusión.

Afortunadamente, el matrimonio había sido un éxito. Por muy bien parecido, elegante y joven que hubiera sido Lucio Pinario, como marido había resultado un desastre; y ahora Lía descubría que tenía muchas ventajas ser la amada de un hombre rico que le doblaba la edad, y, conforme transcurría el tiempo, fue cobrando más afecto a su insípido segundo esposo. Le dio un hijo, y estaba tan adaptada a la placentera vida de lujo en las propiedades de su cónyuge en Teanun Sidicinum, que cuando Escipión Asiageno y Sila instalaron sus campamentos en las cercanías, se negó rotundamente a volver a casa de su madre, pues sabía que ella le fiscalizaría las tareas, la dieta, los hijos y su vida en general para adaptarla a sus austeras ideas. Pero, claro, Aurelia se había presentado de improviso (al parecer, después de una inesperada entrevista con Sila, de la que poco había explicado), y Lía se había visto obligada a volver a Roma; y sin los hijos, pues Quinto Pedio había decidido que se quedaran con él en Teanum.