Julia la pequeña, llamada Ju-Ju, se había casado a primeros de aquel mismo año, poco después de cumplir dieciocho años. En su caso, sin posibilidad alguna de elección propia, pues era César quien le había buscado marido, a pesar de sus amargas protestas por relevarla de una tarea que ella se sentía perfectamente capaz de llevar a cabo; pero el hermano impuso su voluntad y se presentó en casa con otro pretendiente riquísimo, en este caso de familia senatorial y él mismo senador pedario bien contento con su suerte. Procedía de Aricia, junto a la vía Apia y las tierras de César en Bovillae, por lo que era latino, un grado de superioridad respecto a un simple campanio. Después de conocer a Marco Atio Balbo, Ju-Ju se había casado con él sin rechistar, pues, comparado con Quinto Pedio, era bastante aceptable con sus treinta y siete años, y bastante atractivo para esa edad.
Como Marco Atio Balbo era senador, poseía domus en Roma y grandes fincas en Aricia, por lo que Ju-Ju podía congratularse de aventajar en algo más a su hermana mayor, ya que ella, al menos, vivía casi permanentemente en Roma. Aquella tarde, cuando se convocó a toda la familia en casa de Cayo Mario, ya estaba embarazada, pero su estado de gravidez no había sido óbice para que su madre la hiciera ir andando.
– A las embarazadas no les conviene la molicie, que luego tienen abortos -dijo Aurelia.
– ¿No decías que se les moría el niño por comer sólo habas? -replicó Ju-Ju, que había puesto todas sus esperanzas en la litera en que había hecho el viaje desde la casa de su esposo en la Carinae hasta el edificio de viviendas de su madre en el Subura.
– Eso también. Los físicos pitagóricos son un peligro.
Había otra mujer, aunque no era pariente de ninguna de las otras, o, al menos, no muy próxima. Se llamaba Mucia Tertia y era la esposa del hijo de Mario. Hija única del pontífice máximo Escévola, la llamaban Mucia Tertia para distinguirla de sus dos famosas primas, las hijas de Escévola el Augur.
Aunque no era particularmente agraciada, Mucia Tertia había quitado el sueño a más de uno. Tenía ojos verde oscuro, exageradamente separados y de pobladas pestañas, más largas por la parte de fuera, lo que acentuaba la separación, y, aunque no lo confesaba, se recortaba las pestañas de la parte interior con unas tijeritas de marfil del antiguo Egipto. Mucia Tertia era muy consciente de aquel raro atractivo. Su nariz larga y recta tampoco resultaba un inconveniente, pese a que los puristas dictaminasen que debía poseer una protuberancia o curvatura. También su boca distaba mucho del ideal romano, al ser muy grande; y cuando sonreía, dejaba ver un buen arsenal de dientes perfectos. Pero sí tenía labios gruesos y sensuales, y un cutis saludable y claro que no desentonaba con su pelo rojo oscuro.
A César, por ejemplo, le parecía arrebatadora; y con sus diecisiete años y medio era ya una mujer muy experimentada sexualmente. Todas las mujeres del Subura habían demostrado su buena disposición a ayudar a que un joven tan atractivo hallase satisfacción amatoria, y pocas se echaban atrás cuando él les exigía que se bañasen y lavasen; se había corrido rápidamente la voz de que el joven César estaba dotado de un par de poderosas armas y sabía utilizarlas muy bien.
Fundamentalmente, a César le interesaba Mucia Tertia por la clase de enigma que representaba, pues, por mucho que se esforzaba, era una mujer que no dejaba traslucir su ser interior; sonreía con facilidad, mostrando aquellos dientes perfectos, pero sus magníficos ojos nunca eran risueños y jamás dejaba escapar un gesto o una expresión que realmente revelara sus sentimientos.
Llevaba cuatro años de matrimonio, indiferente, al parecer, tanto para el hijo de Mario como para ella. Su conversación era bastante animada, pero muy formal, y nunca intercambiaban esas miradas de secreto entendimiento propias de casi todas las parejas, ni mostraban intención de tocarse, aun cuando no les viese nadie. Y no tenían hijos. Si aquella unión carecía de afecto, no era, desde luego, Mario hijo quien lo lamentase, pues sus aventuras eran de todos conocidas. Pero ¿y Mucia Tertia, de quien no se murmuraba la menor indiscreción y no digamos infidelidad? ¿Era feliz? ¿Amaba a Mario? ¿Le odiaba? Era imposible saberlo; y, sin embargo, a César, su instinto le decía que era inmensamente desgraciada.
El grupo había tomado asiento y todos tenían los ojos clavados en el hijo de Mario, que perversamente había optado por sentarse en una silla. Para no ser menos, César cogió también una silla, pero se acomodó lejos de Mario en la curva de la U formada por las tres camillas del comedor, a espaldas de su madre, por lo que no podía ver el rostro de sus mujeres más queridas; consideraba mucho más importante ver la cara del hijo de Mario, de Mucia Tertia y del mayordomo Estrofantes, a quien le habían dicho que asistiera a la reunión y que estaba de pie junto a la puerta, después de rehusar silenciosamente el asiento que le ofrecía su señor.
Tras humedecerse los labios -curioso signo de nerviosismo-, Mario hijo tomó la palabra.
– Esta tarde a primera hora he recibido la visita de Cneo Papirio Carbón y de Marco Junio Bruto.
– Extraña pareja -comentó César, que no quería dejar que su primo hablase sin parar para aturdirle.
El hijo de Mario le dirigió una mirada de enojo, aunque sin el menor atisbo de aturdimiento, y César se sintió frustrado.
– Han venido a proponerme que me presente a las elecciones de cónsul con Cneo Carbón. Y he aceptado.
Hubo un revuelo general. César vio el asombro en el rostro de sus hermanas, advirtió un sobresalto en su tía y una curiosa mirada impenetrable en los fantásticos ojos de Mucia Tertia.
– Hijo, ni siquiera eres senador -dijo Julia.
– Lo seré mañana, cuando Perpena me inscriba en los rollos.
– No has sido cuestor ni pretor.
– El Senado me eximirá de los requisitos habituales.
– ¡No tienes conocimientos ni experiencia! -insistió Julia con voz desmayada.
– Mi padre fue cónsul siete veces y me he criado entre cónsules. Además, no puedes decir que Carbón no tenga experiencia.
– ¿Y por qué esta reunión? -terció Aurelia.
El hijo de Mario dirigió su sincera y atractiva mirada a su tía.
– ¡ Para tratar el asunto, desde luego! -exclamó un tanto perplejo.
– ¡Tonterías! -espetó Aurelia-. Aparte de que ya has tomado la decisión, pues le has prometido a Carbón ser su colega. Creo que nos has hecho salir de casa, en donde estábamos tan calientes, para darnos una noticia que nos habría llegado casi con la misma rapidez por medio de los chismorreos de la calle.
– ¡ No es cierto, Aurelia!
– ¡Ya lo creo que sí! -replicó Aurelia.
Rojo como una amapola, el joven Mario se volvió hacia su madre, estirando el brazo, suplicante.
– ¡ Mamá, no es cierto! Sí, le he dicho a Carbón que me presentaré a las elecciones, pero… siempre he creído conveniente que mi familia dé su opinión. ¡ De verdad! Puedo cambiar de idea.
– ¡Bah! No vas a cambiar de idea -dijo Aurelia.
La mano de Julia asió la muñeca de Aurelia.
– Calma, Aurelia. No quiero que nadie se enfade.
– Tienes razón, tía Julia; nada de enfadarnos -añadió César, colocándose entre ellas dos y mirando fijamente desde el nuevo puesto a su primo-. ¿Por qué le dijiste que sí a Carbón? -inquirió.
La pregunta no inquietó en absoluto al joven Mario.