– ¡Vamos, César, no me consideres tan poco inteligente! -contestó con desdén-. He aceptado por el mismo motivo que lo habrías hecho tú si no vistieses la laena y el apex.
– Entiendo por qué crees que yo habría aceptado, pero, en realidad, me habría negado. La mejor manera es in suo anno.
– Es ilegal -terció Mucia Tertia inopinadamente.
– No -replicó César anticipándose a Mario-. Va en contra de la costumbre tradicional y hasta vulnera la lex Villia annalis, pero no es realmente ilegal. Únicamente podría ser ilegal y punible si tu esposo usurpara el cargo contra la voluntad del Senado y del pueblo. Pero Senado y pueblo pueden legislar la anulación de la lex Villia; y es lo que se hará. El Senado y el pueblo emitirán la legislación necesaria, lo que significa que el único que lo declarará ilegal será Sila.
Se hizo un silencio.
– Eso es lo peor -dijo Julia con voz entrecortada-. Te verás enfrentado a Sila.
– De todos modos, me habría enfrentado a él, mamá -añadió Mario.
– Pero no en tu condición de representante recién elegido del Senado y del pueblo. Ser cónsul significa aceptar la responsabilidad suprema. Estarás al mando de los ejércitos de Roma -dijo Julia, mientras le rodaba una lágrima por la mejilla-. Serás la causa máxima de preocupación de Sila, y es un hombre terrible. Yo no le conozco, no tan bien como tu tía Aurelia, Cayo, pero silo bastante. Incluso hubo una época en que le estimaba, cuando cuidaba de tu padre, no sé si lo sabes… Se esforzaba por limar todos los inconvenientes que constantemente rodeaban a tu padre. Era un hombre más paciente y perspicaz que tu padre, y hombre de honor al mismo tiempo. Pero tu padre y Lucio Cornelio tenían en común un rasgo muy importante: cuando todo falla, desde la constitución hasta el apoyo popular, son o eran capaces de pasar por encima de todo para lograr sus propósitos. Por eso los dos marcharon sobre Roma, y por eso Lucio Cornelio volverá a hacerlo si Roma adopta la decisión de elegirte cónsul. El simple hecho de tu elección le hará ver que Roma se propone luchar contra él hasta las últimas consecuencias, y que no puede haber solución pacífica -añadió, con un suspiro, enjugándose la lágrima-. Por Sila es por lo que quiero que cambies de idea, querido Cayo. Si tuvieses su experiencia, no digo que no pudieras vencer. Pero no es así y te derrotará. Y yo perderé a mi único hijo.
Era un razonamiento lógico de adulto, pero como Mario no era ni lo uno ni lo otro, lo único que hizo fue escucharlo con gesto enfurruscado. Y abrió la boca para contestar.
– Bueno, mater -se anticipó César-, como dice tía Julia, tú conoces a Sila mejor que ninguno de nosotros. ¿Tú qué crees?
Aurelia difícilmente se mostraba desconcertada, y no tenía intención alguna de dar detalles de su reciente sorpresa motivada por la horrenda y penosa entrevista con Sila en su campamento.
– Es cierto que conozco bien a Sila. Y le he visto hace poco, como todos sabéis. Antes siempre era yo la última persona a quien visitaba antes de salir de Roma y la primera que le veía cuando regresaba; pero entre esas idas y venidas apenas le veía. El es así; en el fondo es un actor que no puede vivir sin representación. Y es un hombre que sabe transformar y dar sentido a una situación inocua; por eso optaba por venir a verme en esas circunstancias. En vez de simples visitas para hablar de cosas de poca importancia, éstas se convertían en despedida o conciliábulo. Creo que puedo decir sin faltar a la verdad que él me atribuía una especie de aura.
– No has contestado a mi pregunta, mater -dijo César, sonriéndole.
– No -respondió la extraordinaria mujer sin alterarse en lo más mínimo-. Voy a hacerlo -añadió, mirando fijamente al joven. Mario-. Lo que debes comprender es que si te enfrentas a Sila como representante recién elegido del Senado y del pueblo, es decir, como cónsul, te revestirás de un aura por lo que a Sila respecta. Tu edad unida a la personalidad de tu padre, Sila la utilizará para dar mayor relieve al drama de su pugna por dominar Roma. Y todo ello es de poco consuelo para tu madre, sobrino. Renuncia a ello por su bien. Enfréntate a Sila en el campo de batalla como un simple tribuno militar.
– ¿Tú qué crees? -preguntó Mario a César.
– Yo, primo, te aconsejo que lo hagas. Sé cónsul anticipándote al tiempo prescrito.
– ¿Lía?
– ¡No lo hagas, primo, te lo ruego! -contestó la joven, volviendo sus atemorizados ojos hacia su tía Julia.
– ¿Ju-Ju?
– Estoy de acuerdo con mi hermana.
– ¿Esposa?
– Sigue el sendero que te marque la Fortuna.
– ¿Estrofantes?
– Domine, no lo hagáis -contestó el viejo servidor con un suspiro.
Asintiendo suavemente con la cabeza, el joven Mario se reclinó en la silla y pasó el brazo por el alto respaldo, frunciendo el ceño y expulsando suavemente el aire por la nariz.
– Bueno, desde luego, no ha habido sorpresas -dijo-. Las mujeres de la familia y mi mayordomo me instan a que no me anticipe y me encumbre, arriesgando mi vida. Puede que mi tía insinúe que, además, arriesgaré la reputación. Mi esposa lo deja en manos de la Fortuna, ¿soy un elegido de la Fortuna? Y mi primo dice que adelante.
Se puso en pie, y su figura no dejaba de ser imponente.
– No voy a faltar a mi palabra a Cneo Papirio Carbón y a Marco Junio Bruto. Si Marco Perpena acepta inscribirme en el Senado, y el Senado se aviene a dictar la legislación pertinente, me presentaré candidato al consulado.
– No nos has dicho realmente por qué motivo -dijo Aurelia.
– Creí que resultaba evidente. Roma está al borde de la desesperación, y Carbón no encuentra un colega adecuado. ¿A quién se dirige? Al hijo de Cayo Mario. ¡ Roma me adora y me necesita! Ése es el motivo -dijo el joven.
Sólo los servidores más viejos y leales habrían osado decir lo que manifestó Estrofantes, en nombre no ya de la condolida madre, sino del padre difunto:
– Es a vuestro padre a quien Roma adora, domine. Roma se vuelve hacia vos por vuestro padre. Lo único que sabe Roma es que sois el hijo del que la salvó de los germanos, del que obtuvo las primeras victorias en la guerra contra los itálicos y el que fue cónsul siete veces. Si hacéis eso será únicamente por ser hijo de quien sois, no por vos mismo.
El joven Mario sentía gran afecto por Estrofantes, y el mayordomo no lo ignoraba. Teniendo en cuenta las implicaciones, el joven aceptó gallardamente el razonamiento. Apretó los labios y aguardó a que concluyera.
– Lo sé -se limitó a contestar-. De mí depende mostrar a Roma que el hijo de Cayo Mario no le desmerece.
César bajó la vista y no dijo nada. Se preguntaba por qué el viejo loco no había dado la laena y el apex de flamen dialis a su propio hijo. Él sí que estaba convencido de que habría podido estar a la altura de las circunstancias. Pero no Mario hijo.
Y así, a finales de diciembre, se reunían los electores en sus respectivas centurias en el llamado aprisco del Campo de Marte y votaban primer cónsul al hijo de Mario, y colega suyo a Cneo Papirio Carbón. El hecho de que el joven Mario obtuviera muchos más votos que Carbón era signo de la desesperación de Roma, de sus temores y dudas. No obstante, muchos de los que le votaron lo hicieron con el convencimiento de que el joven había heredado algo del padre, y de que bajo su mando el triunfo sobre Sila era una notable posibilidad.
En cierto aspecto, los resultados electorales surtieron un efecto muy alentador: el reclutamiento se aceleró, particularmente en Etruria y Umbría. Los hijos y nietos de los clientes de Cayo Mario se alistaron multitudinariamente en las legiones del hijo, más animados y más llenos de confianza. Y cuando el joven Mario hizo una visita a las vastas posesiones de su padre, fue agasajado y recibido como un salvador providencial.
Roma cobró alborozado ánimo para asistir a la toma de posesión de los nuevos cónsules el primer día de enero, y no quedó decepcionada. El joven Mario asistió a todas las ceremonias haciendo gala de una enorme alegría que le ganó el afecto de todos los presentes. Tenía magnífico aspecto, sonreía, saludaba con la mano y de palabra a los conocidos entre la muchedumbre. Y como todos sabían dónde estaba su madre (a los pies de la gigantesca estatua de su esposo junto a los ros tra), todos fueron testigos de cuando el nuevo primer cónsul abandonó su sitio en el cortejo para ir a besarle manos y labios. Y para dedicar un gallardo saludo a su padre.