En aquel momento se acercó un criado a César para susurrarle que su primo requería su presencia al fondo del salón. El joven se levantó del escalón en que se había acomodado y se llegó hasta la camilla en que estaban reclinados el hijo de Mario y Carbón, besó a su primo en la mejilla y se acomodó en el borde del podio curul detrás de ellos.
– ¿No comes? -preguntó el joven Mario.
– Poco hay de lo que pueda comer.
– Ah, sí; no me acordaba -musitó Mario con la boca llena de pescado; lo deglutió y señaló a la enorme bandeja que había en la mesa-. De eso sí que puedes comer -añadió.
César miró con poco entusiasmo la forma parcialmente deshecha de una lubina del Tíber.
– Gracias -dijo-, pero nunca me ha gustado el pescado.
El comentario hizo que el joven Mario contuviera la risa, aunque no le disuadió de su afición por aquel pez que se criaba entre los excrementos que arrojaban las cloacas de la ciudad.
A César le hizo gracia ver que Carbón si que debía de ser más escrupuloso, pues su mano, que estaba a punto de servirse un trozo de lubina, optó por asir un pollito asado.
En aquel lugar, César llamaba más la atención, pero también podía ver a mucha más gente. Mientras hablaba de cosas sin importancia con su primo, sus ojos iban de un rostro a otro. Roma, pensaba, debe de estar complacida con esta elección de un primer cónsul de veintiséis años, pero a muchos de los presentes no les complace nada, sobre todo a los paniaguados de Carbón como Bruto Damasipo, Carrinas, Marco Fanio, Censorino, Publio Burrieno, Publio Albinovano el lucano… Sí, claro, había algunos más que contentos, como Marco Mario Gratidiano y el pontífice máximo Escévola, pero eran parientes del joven Mario, y era lógico que estuvieran interesados en el éxito del primer cónsul.
El joven Marco Junio Bruto surgió por detrás de la camilla a espaldas de Carbón, y César advirtió que le saludaban con particular fervor; Carbón no solía ser muy amigo de calurosos recibimientos. El joven Mario, al verlo, cedió su puesto en la camilla a Bruto y fue en busca de otra compañía. Bruto saludó a César con una inclinación de cabeza, sin mostrar el menor interés. Era la ventaja de ser flamen dialis, que nadie mostraba interés por un personaje que no tenía peso político. Carbón y Bruto se pusieron a hablar sin tapujos.
– Creo que podemos congratularnos por lo bien que ha salido todo -dijo Bruto, echando mano a la ya maltrecha lubina.
– ¡Uf! -exclamó Carbón, dejando caer el medio devorado pollo con gesto de disgusto y cogiendo pan.
– ¡Vamos, vamos! Deberías estar contento.
– ¿De qué? ¿De él? Bruto, es más vacuo que la cáscara de un huevo. Créeme, lo sé bien por el trato que he tenido con él estos últimos meses. Tendrá los fasces en enero, pero seré yo quien habrá de hacerlo todo.
– Supongo que no esperarías otra cosa.
Carbón se encogió de hombros y tiró el pan; desde que César había insinuado la procedencia de la lubina, había perdido el apetito.
– Pues, no sé… Tal vez esperaba que adquiriese un poco de sentido común. Al fin y al cabo, es hijo de Mario y su madre es una Julia. Son factores que cuentan algo.
– Y, por lo visto, no.
– Puedes jurarlo por el pañuelo gastado de tu abuela. Para lo más que sirve es para adornar; nos da una buena imagen y acelera los reclutamientos.
– A lo mejor se le da bien el mando -dijo Bruto, limpiándose la grasa de las manos en una servilleta de lino que le dio un esclavo.
– Puede. Pero yo creo que no. Desde luego, en ese aspecto, pienso seguir tu consejo.
– ¿Qué consejo?
– Asegurarme de que no le encomiendan las mejores tropas.
– Ah -exclamó Bruto, tirando la servilleta al aire sin preocuparse de si el mudo criado que estaba al lado de César podía cogerla o no-. No ha venido Quinto Sertorio. Esperaba que viniera a Roma, al menos para esta ocasión. Después de todo, el hijo de Mario es primo suyo.
Carbón lanzó una risa sardónica.
– Querido Bruto, Sertorio ha abandonado nuestra causa. Se marchó de Sinuessa por su cuenta y riesgo, y en Telamon se alistó en una legión de clientes de Cayo Mario que zarpó en invierno hacia Tarraco. Es decir, que ha asumido su cargo de gobernador de la Hispania Citerior muy pronto. No me cabe duda de que espera que cuando cumpla su plazo ya se habrá resuelto la situación en Italia.
– ¡Es un cobarde! -exclamó Bruto indignado.
Carbón ventoseó.
– ¡Ni mucho menos! Yo más bien diría que es raro. No tiene amigos, ¿no te has dado cuenta? Ni esposa. Pero no tiene la ambición de Cayo Mario, por lo que todos hemos de dar gracias a nuestra buena estrella; porque si la tuviera, Bruto, sería primer cónsul.
– Mira, yo creo que es una lástima que nos haya dejado plantados. Su presencia en el campo de batalla hubiera servido para dar un vuelco a la situación, porque, aparte de todo, él sabe cómo combate Sila.
Carbón eructó y se apretó el vientre.
– Me parece que voy a retirarme a tomar un vomitivo. La prodigiosa selección de manjares que nos ha ofrecido el cachorro es demasiado fuerte para mi estómago.
Bruto ayudó a levantarse de la camilla al segundo cónsul y le llevó hacia un rincón detrás del podio, cubierto con un biombo, donde los criados atendían con orinales y jofainas a los que les requerían.
Lanzando una mirada de desdén a la espalda de Carbón, César pensó que había escuchado la conversación más importante que podía darse en la fiesta consular; se despojó de los zuecos, los recogió y desapareció de escena sigilosamente.
Lucio Decumio lo atisbaba todo desde un rincón del vestíbulo del Senado, y se le acercó nada más cruzar la puerta. Iba cargado con ropa normal para César: botas adecuadas, capa con capucha, calcetines y unas polainas de lana. César se despojó de los atributos de flamen dialis, y de detrás de Lucio Decumio surgió una figura imponente que cogió la apex laena y los zuecos para guardarlos en una bolsa de cuero.
– ¿Ya has vuelto de Bovillae, Burgundus? -preguntó César, tiritando de frío mientras se embutía la bota sin cordones.
– Sí, César.
– ¿Y qué tal? ¿Todo bien con Cardixa?
– Soy padre de otro hijo. Cuando seas cónsul tendrás una guardia personal completa.
– Jamás seré cónsul -replicó César, tragando saliva y mirando hacia la cúpula nevada de la basílica Emilia.
– ¡Tonterías! ¡Claro que lo serás! -añadió Lucio Decumio, cogiendo entre sus manos abrigadas con mitones el rostro del joven-. ¡Y deja ya de entristecerte! No habrá fuerza en el mundo capaz de impedírtelo si quieres serlo, ¿me oyes? -añadió, bajando las manos y haciendo un gesto impaciente en dirección de Burgundus-. ¡Vamos, patán germano, abre camino al amo!
Aquel terrible invierno continuó tal como había comenzado y parecía no tener fin. Las estaciones se sucedían de acuerdo con el calendario desde que Escévola era pontífice máximo hacía varios años; pues él, igual que Metelo Dalmático, era partidario de mantener las fechas en armonía con las estaciones, a pesar de que el pontífice que había ostentado el cargo entre ellos dos -Cneo Domicio Ahenobarbo- había consentido que el calendario se adelantase, haciéndolo más corto de días que el año solar, y alegando que los melindrosos hábitos griegos eran una tontería.