– Creo que será mejor regresar a Sacriportus -dijo a Ahenobarbo-. En este terreno es imposible hacer el despliegue que tenía previsto, y no puedo rebasar a las fuerzas de Sila para situarme en un terreno más abierto. Nos enfrentaremos a él en Sacriportus, ¿no te parece?
– Lo que tú digas -contestó Ahenobarbo, que sabía perfectamente el efecto que causaría en aquellas tropas bisoñas la orden de dar media vuelta y retirarse, y, sin embargo, optó por callar-. Daré la orden de volver a Sacriportus.
– ¡A paso ligero! -exclamó el hijó de Mario, mientras sentía desvanecerse su confianza, al tiempo que aumentaba su pánico.
Ahenobarbo le miró estupefacto, pero tampoco dijo nada. Si el joven quería extenuar al ejército cubriendo tantos kilómetros a la carrera, ¿a qué discutir? De todos modos, no podían vencer.
Y así, las ocho legiones emprendieron el regreso a Sacriportus a paso ligero, y los millares de nuevos reclutas no salían de su estupor ante los gritos de los centuriones que les conminaban a levantar los pies y seguir avanzando. Al joven Mario también se le contagió aquella desesperada premura, y fue cabalgando entre las filas infundiéndoles prisa, sin siquiera pensar en decirles que no era una retirada sino una simple marcha hacia mejor terreno para el combate. La consecuencia fue que tropas y general llegaron al terreno más favorable sin condiciones físicas ni mentales para hacer buen uso de él.
Como todos los de su clase, el joven Mario había aprendido cómo dar una batalla, pero hasta entonces se había contentado con creer que heredaría sin más la perspicacia y habilidad de su padre; pero en Sacriportus, mientras legados y tribunos militares se congregaban a su alrededor para que les diera órdenes, se vio que era incapaz de pensar ni encontrar un ápice de la sagacidad y habilidad de su padre.
– Oh -dijo finalmente-, desplegad las legiones en cuadrados de ocho hombres en fondo, y mantened dos legiones en línea, de reserva.
No eran órdenes adecuadas, pero nadie trató de hacer que las mejorase, y a las tropas sedientas y sin aliento tampoco se las estimuló con una arenga del general; en lugar de dirigirse a sus soldados, el hijo de Mario se situó a caballo en un lado del campo de batalla, cabizbajo, pensando en el dilema que se le planteaba.
Sila, en lo alto de un promontorio entre el Tolerus y el Sacriportus, comprendió el lamentable plan de batalla del joven Mario, lanzó un suspiro, se encogió de hombros y mandó atacar a sus cinco legiones de veteranos al mando de Dolabella y Servilio Vatia. Las dos mejores legiones del antiguo ejército de Escipión Asiageno las dejó en reserva al mando de Lucio Manlio Torcuato, y él permaneció en aquel altozano con un escuadrón de caballería para el servicio de mensajeros de los comandantes y los comunicados de cambio de táctica en caso necesario. Se hallaba a su lado nada menos que Lucio Valerio Flaco, príncipe del Senado y portavoz de la Cámara, que había decidido pasarse a sus filas en pleno invierno, acudiendo al encuentro de Sila en febrero.
Al ver que se acercaba el ejército de Sila, el hijo de Mario recobró la calma, aunque no el optimismo, y asumió en persona el mando del ala izquierda sin tener una idea precisa de lo que hacía ni había de hacer. Los dos ejércitos chocaron a media tarde de aquel breve día, y no había transcurrido una hora cuando los campesinos de Etruria y Umbría que tan entusiastas se habían alistado en el ejército del hijo de Mario, abandonaban el campo de batalla, huyendo en todas direcciones ante los veteranos de Sila, que los deshacían sin piedad y con relativa facilidad. Una de las dos legiones que había mantenido en reserva desertó y se pasó a Servilio Vatia, manteniéndose impasible ante la matanza de sus compañeros a pocos pasos de distancia.
La defección de aquella legión fue lo que acabó por desanimar al joven Mario. Recordando que la imponente fortaleza de la ciudad de Praeneste se hallaba cerca, al este de Sacriportus, hacia ella ordenó la retirada. Teniendo la marcha un objetivo concreto, avanzaron mejor y consiguió evacuar a las tropas de su ala izquierda con bastante orden. Ofella, al mando del ala derecha de Sila, emprendió la persecución con una celeridad y saña que regocijó al propio Sila, que contemplaba las maniobras desde su posición elevada. Estuvo hostigando y acosando al enemigo durante quince kilómetros, aislando a los rezagados, mientras el joven Mario se esforzaba por salvar el mayor número posible de tropas. Cuando por fin las enormes puertas de Praeneste se cerraron a sus espaldas, no le quedaban más que siete mil hombres.
El centro del ejército había perecido casi por completo en el campo de batalla, pero el ala derecha al mando de Ahenobarbo había logrado abrirse paso para dirigirse a Norba, antiguo reducto de los volscos, fanáticos de la causa de Carbón, ciudad que, en lo alto de una montaña, treinta y dos kilómetros al sudoeste, abrió complacida sus inexpugnables puertas para recibir a los diez mil hombres. Pero Ahenobarbo no entró con ellos; les deseó buena suerte y prosiguió la marcha hasta Tarracina en la costa, en donde tomó un barco para Africa, el lugar más alejado de Italia que se le ocurrió.
Ignorando que su primer legado había huido, el joven Mario permaneció satisfecho en su refugio de Praeneste, sabiendo que de allí muy difícilmente podría desalojarle Sila. A unos treinta y seis kilómetros de Roma, Praeneste ocupaba las alturas de una estribación de los Apeninos, y era una plaza que había resistido numerosos asaltos a lo largo de los siglos. Ningún ejército podía tomarlo por detrás, donde la estribación se unía ya a montañas más vertiginosas del macizo, pero era precisamente el lado por el que podía recibir abastecimientos, por lo que resultaba imposible rendirlo por hambre. En el recinto había varios manantiales, y los enormes silos subterráneos del templo de la Fortuna Primigenia que daba su fama a la localidad, guardaban muchos medimni de trigo, aceite y vino y de otros alimentos no perecederos como quesos y pasas, así como manzanas y peras de la anterior cosecha.
Aunque sus orígenes eran suficientemente latinos y sus habitantes se enorgullecían de su dialecto como el más antiguo y puro, Praeneste nunca se había aliado con Roma, había luchado en el bando de los aliados itálicos durante el anterior conflicto y seguía reivindicando pertinazmente que su ciudadanía era superior a la de Roma y que ésta era una ciudad de nuevos ricos. Por eso era bastante lógica su ferviente acogida al hijo de Mario, pues para los praenestanos era como el desvalido que se enfrentaba a la furibunda venganza de Sila, y, por ser hijo de quien era, su ejército fue bien recibido. En agradecimiento, Mario mandó formar patrullas de aprovisionamiento y las envió por los vericuetos de detrás de la fortaleza en busca de alimentos para no agotar las reservas de la ciudad.
– En verano, Sila no tendrá más necesidad que levantar el sitio y podréis marcharos -dijo el decano de los magistrados de la ciudad.
Predicción que no se cumplió; en menos de un intervalo de mercado después de la batalla de Sacriportus, el joven Mario y los habitantes de Praeneste vieron que se iniciaba un asedio en toda regla con el firme propósito de rendir la plaza. Los ríos que discurrían desde el macizo hacia Roma vertían todos en el Anio, y los del lado opuesto iban a desembocar en el Tolerus, pues Praeneste estaba situada en la divisoria de las aguas. Y ahora, sin salir de su asombro, los sitiados vieron cómo comenzaba a construirse un gigantesco muro con foso desde el Anio hasta el Tolerus, y cuando las obras estuvieran concluidas, la única salida de Praeneste serían los senderos y vericuetos de las montañas traseras, en caso de que no estuviesen vigilados.