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– Quiero que el hijo de Mario se quede para siempre encerrado en Praeneste -dijo Sila-. Levanta un muro de diez metros desde las montañas del Anio hasta las de detrás del Tolerus, con torres de veinte metros cada doscientos pasos. Entre ese muro y la ciudad excava un foso de siete metros de profundidad y siete de ancho con stimuli en el fondo, gruesos como los carrizos de las riberas del lago Fucino. Cuando esté acabado el cerco, dispón patrullas que vigilen todos los senderos que parten por detrás de la ciudad hacia los Apeninos para que no entre ni salga nadie. Quiero que ese muñeco arrogante sepa que Praeneste va a ser su residencia para lo que le queda de vida -añadió con aviesa sonrisa que le frunció las comisuras de los labios, una sonrisa que habría dejado ver sus fieros caninos cuando aún los tenía y su rostro no era un desastre horripilante-. También quiero que los habitantes de Praeneste sepan que están condenados a albergar al hijo de Mario para el resto de sus días; así que dispón heraldos que voceen la noticia seis veces al día. Una cosa es ayudar a un niño bonito con un apellido famoso, y otra darse cuenta de que ese niño bonito les ha traído la muerte y el sufrimiento.

Cuando Sila se dirigió a Veii, al norte de Roma, dejó a Ofela dos legiones para realizar las obras. Y las legiones trabajaron de lo lindo. Afortunadamente, en la zona abundaba la toba volcánica, una extraña roca que se cortaba como queso y se endurecía enormemente una vez expuesta al aire. Gracias a ello, el muro avanzó prodigiosamente, y el foso se cavó también con gran celeridad. La tierra de la excavación se aprovechó para formar un segundo muro, y en la tierra de nadie comprendida entre ambos no quedó un solo árbol ni objeto que pudiera servir de ariete. En las montañas de detrás de la ciudad talaron igualmente los árboles existentes entre las murallas y el campamento de las patrullas que vigilaban los senderos para impedir el abastecimiento de Praeneste.

Ofela era un capataz infatigable; pretendía no irle a la zaga a Sila, y ahora tenía la ocasión. Así, no daba respiro a nadie para que se quejara de dolor de espalda ni de agujetas. Además, también los soldados querían estar a la altura de Sila, pues una de las legiones era la que había desertado del hijo de Mario en Sacriportus, y la otra era la que había pertenecido a Escipión Asiageno; su lealtad estaba en tela de juicio, y por eso consideraban que si construían bien el muro y cavaban esforzadamente el foso demostrarían a Sila su buena disposición. Bastaba con que se aplicasen con sus manos al pico y a la pala, pero eran diez mil pares de manos y sobraban herramientas, y los centuriones les instruían sobre los trucos y recursos de la construcción de un cerco. Para Ofela no constituía un gran problema organizar tan enorme trabajo, pues él era un auténtico romano en cuestiones de ejecución metódica.

Al cabo de dos meses estaban terminados el muro y el foso con más de doce kilómetros de largo y cortando la vía Prenestina y la vía Labicana, interrumpiendo así el tránsito en ambas carreteras y haciéndolas inútiles después de Tusculum y Bola. A los caballeros y senadores romanos cuyas propiedades resultaron afectadas por ello, no les quedó otro remedio que aguardar mohínos el final del asedio y maldecir al hijo de Mario. Por el contrario, los pequeños propietarios de la región se regocijaron al ver los bloques de toba, pues una vez concluido el cerco el muro sería derruido y dispondrían de un inagotable suministro de material para la construcción de vallas, graneros y vaquerías.

En Norba proseguía una acción similar, aunque allí no eran necesarias tan gigantescas obras de asedio. Para rendirla se había enviado a Mamerco con una legión de nuevos reclutas (alistados en el país de los sabinos por Marco Craso), y en seguida se puso manos a la obra con la obstinación y consabida eficiencia que le habían servido para salir de no pocas situaciones apuradas.

En cuanto a Sila, en Veii, dividió las cinco legiones que había dejado atrás con Publio Servilio Vatia; éste, al frente de dos, había de dirigirse hacia la costa de Etruria, mientras Sila y Dolabela el viejo marchaban con las otras tres por la vía Casia hacia el interior en dirección a Clusium. Ya había comenzado mayo y Sila estaba muy satisfecho con el avance. Si Metelo Pío y sus fuerzas más numerosas progresaban del mismo modo, en otoño se hallaría en excelente posición para dominar toda Italia y la Galia itálica.

¿Cómo le iba a Metelo Pío con sus tropas? Sila no sabía mucho del terreno que habían cubierto al ponerse en marcha por la vía Casia hacia Clusium, pero tenía mucha confianza en su más fiel aliado, al tiempo que enorme curiosidad por ver cómo se desenvolvía Pompeyo. Había asignado expresamente a Metelo Pío el ejército más numeroso, y también deliberadamente había dado instrucciones de que Pompeyo el Grande mandase los cinco mil soldados de caballería que él no habría podido utilizar en su propio avance por terreno más montañoso y accidentado.

Metelo Pío había avanzado hacia la costa adriática con sus dos legiones (al mando de su legado Varrón Lúculo), seis legiones que habían sido de Escipión, las tres legiones de Pompeyo y los cinco mil jinetes asignados a éste por Sila.

Naturalmente, Varrón el sabino viajaba con Pompeyo y era oído atento y favorable (¡y no digamos pluma atenta y favorable!) a todo pensamiento de éste.

– Tengo que llevarme mejor con Craso -le dijo Pompeyo cuando cruzaban Picenum -. Con Metelo Pío y con Varrón Lúculo no hay inconveniente, aparte de que les estimo bastante. Pero Craso es un bruto malhumorado, tremendo. Necesito que esté de mi parte.

Montado en un caballo enano, Varrón miró de abajo arriba a Pompeyo, que cabalgaba en su caballo público blanco.

– ¡Ya veo que algo has aprendido durante este invierno con Sila! -dijo con auténtica perplejidad-. No me imaginaba que iba a oírte hablar de conciliación con nadie, con excepción de Sila, claro.

– Sí que he aprendido -admitió Pompeyo indolente. Sus magníficos dientes blancos destellaron en afectuosa sonrisa-. ¡Vamos, Varrón, ya sé que estoy convirtiéndome en el partidario más apreciado de Sila, pero también soy capaz de entender que necesite a otros! Aunque puede que tengas razón -añadió-. Es la primera vez en mi vida que tengo tratos con un comandante en jefe que no sea mi padre. Mi padre era un gran militar, pero lo único que contaba para él eran sus tierras. Sila es distinto.

– ¿En qué sentido? -inquirió Varrón con curiosidad.

– A él le importa poco casi todo… ni siquiera nosotros a quienes llama legados, colegas o lo que mejor le parezca. Ni siquiera sé si le importa Roma. Lo que a él le importa no es nada materiaclass="underline" ni el dinero, ni las tierras, ni aun la magnitud de su auctoritas o su reputación pública. No, para Sila eso no tiene importancia.

– ¿Y qué es lo que le importa? -insistió Varrón, fascinado por el prodigio de que un Pompeyo profundizase más que él.

– Quizá su dignitas -contestó Pompeyo.

Varrón se puso a pensarlo detenidamente. ¿Tendría razón Pompeyo? Dignitas! El don más intangible de cualquier noble romano era la dign itas. La auctoritas representaba el ascendiente, la magnitud de su influencia pública, su capacidad para influir en la opinión pública y en las entidades públicas desde los sacerdotes a los encargados del Tesoro.

La dignitas era distinto. Era una cualidad profundamente personal y exclusiva, aunque se proyectaba sobre todos los aspectos de la vida pública del individuo. ¡Qué difícil de definir! Claro, por eso existía, precisamente, la palabra. La dignitas era… ¿la magnitud del efecto que causaba alguien… el grado de su gloria? La dignitas resumía lo que un hombre era, como persona y como miembro destacado de la sociedad. Era el conjunto de su orgullo, su integridad, su fidelidad, su inteligencia, sus hazañas, su habilidad, su saber, su posición, su valía como hombre… La dign itas perduraba tras la muerte, era el único medio con que contaba el individuo para triunfar de la muerte. Sí, ésa era la mejor definición. La dignitas era el triunfo del hombre sobre la extinción de su ser físico. Y vista bajo esa perspectiva, Varrón pensó que Pompeyo tenía toda la razón. Si algo importaba a Sila era su dignitas. Había dicho que vencería a Mitrídates; que regresaría a Italia y se vengaría; que restablecería la república en su forma tradicional. Había dicho esas cosas y tenía que hacerlas para que no mermara su dignitas. Y de algo externo a su persona extraía la fuerza para cumplir su palabra. Y una vez cumplida quedaría satisfecho. No podía descansar hasta no haberlo logrado. No descansaría.