– Diciendo eso -comentó Varrón -, le has prestado a Sila el último favor.
– ¿Cómo? -preguntó Pompeyo, con un brillo de perplejidad en sus ojos azules.
– Quiero decir -replicó Varrón vocalizando despacio- que acabas de demostrarme que Sila no puede perder. Él lucha por algo que Carbón ni siquiera entiende.
– ¡Ah, sí, desde luego! -añadió Pompeyo alegremente.
Estaban llegando al río Aesis, en medio del feudo de Pompeyo. No se había borrado en él el ímpetu juvenil del año anterior, pero ahora estaba integrado en una estructura más concreta de nuevas y estimulantes experiencias; en otras palabras, Pompeyo había madurado. En realidad, maduraba un poco más cada día. Al encomendarle Sila el mando de la caballería, Pompeyo se había entregado a una clase de actividad militar por la que nunca se había preocupado mucho. Era una característica romana, desde luego. Los romanos eran partidarios del soldado de infantería, y hasta cierto punto habían llegado a creer que el soldado a caballo era más decorativo que útil, algo que más bien estorbaba. Varrón estaba convencido de que la única razón por la que los romanos utilizaban caballería era por no ser menos que el enemigo.
En tiempos antiguos, en la época de los reyes de Roma y en los albores de la República, era el soldado a caballo el que constituía la élite militar y la punta de lanza del ejército. En él tenía su origen la clase de los caballeros, el ordo equester, como lo había denominado Cayo Graco. Los caballos eran terriblemente caros, demasiado para que muchos particulares pudiesen adquirirlos, y de ello había nacido la costumbre del caballo público, la montura de los caballeros pagada por el Estado.
Ahora, a sustancial distancia de aquellos tiempos pretéritos, el soldado romano de caballería había dejado de existir fuera del concepto social y económico. El caballero -fuese comerciante o terrateniente, miembro de la primera clase de las centurias- era una reliquia de la antigua caballería militar romana, pero el Estado aún continuaba comprando los mil ochocientos caballos de los descendientes de aquellos antiguos caballeros.
Amigo de explorar los vericuetos del pensamiento, Varrón se dijo que se desviaba de su reflexión original y se esforzó por volver al punto de partida: Pompeyo y su interés por la caballería, algo que no era ya puramente romano. Eran las tropas que Sila había traído de Grecia, y en ellas no había galos, pues de haber sido reclutadas en Italia, habrían sido galas en su mayor parte; gentes alistadas al otro lado del Padus en la Galia itálica o en el amplio valle del Rhodanus en la Galia Transalpina. Aquellos soldados de Sila eran en su mayoría tracios mezclados con unos cuantos gálatas; buenos guerreros, y de lo más leal que podía esperarse de gentes que no eran romanas. En el ejército romano tenían categoría de auxiliares, y algunos de ellos serian recompensados al final de la ardua campaña con la plena ciudadanía romana o una parcela.
Durante todo el camino desde Teanum Sidicinum, Pompeyo se había preocupado de recorrer las filas de aquellos guerreros de pantalón y justillo de cuero, escudo redondo pequeño y largas lanzas; la espada larga que usaban era mejor para el ataque que la corta de la infantería, por ir a caballo. Al menos, pensó Varrón conforme se iban aproximando al Aesis, Pompeyo sabía reflexionar, ya que se percataba de las ventajas de la caballería y estudiaba las posibilidades de su utilización. Hacía planes y consideraba cómo mejorar su rendimiento o el modo de pertrecharla. Estaba formada por regimientos de quinientos hombres, cada uno de ellos constituido por diez escuadrones de cincuenta jinetes, y tenían sus propios oficiales; el único romano al mando era el general en jefe de caballería. En este caso Pompeyo, que se mostraba muy interesado, totalmente fascinado y decidido a dirigirlos con una aptitud y competencia poco habitual en un romano. Pero aunque Varrón pensase que parte de aquel interés del joven procedía de su buena porción de sangre gala, tuvo la prudencia de no exponerle su teoría.
¡Era fantástico! Allí estaban, a la vista del Aesis y del antiguo campamento de Pompeyo. En el punto de partida, como si no hubiese existido ningún kilómetro de por medio. Habían hecho un viaje para ver a un hombre viejo desdentado y calvo, y no se habían entablado más que un par de batallas sin consecuencias tras una larga marcha.
– No sé -dijo- si la tropa no se preguntará qué es lo que hacemos.
Pompeyo parpadeó y desvió la mirada.
– ¡Qué pregunta más absurda! ¿Por qué van a preguntarse nada? ¡Soy yo el que decide, y ellos no tienen más que hacer lo que mande! -añadió, con una mueca de extrañeza ante la revolucionaria idea de que un veterano de Pompeyo Estrabón pudiera pensar.
Pero Varrón no desistía.
– ¡Vamos, Magnus! En ese aspecto, si no en muchos otros, son hombres como nosotros. Y siendo hombres, tienen el don de pensar, a pesar de que muchos de ellos no sepan leer ni escribir. Una cosa es no discutir las órdenes, y otra muy distinta preguntarse qué es lo que sucede.
– No te entiendo -replicó Pompeyo con toda franqueza.
– Magnus, ¡es el fenómeno llamado curiosidad humana! Es propio de la naturaleza del hombre plantearse el porqué de las cosas. Aunque sea un recluta picentino que no haya visto nunca Roma y no entienda la diferencia entre ésta e Italia. Hemos ido a Teanum y hemos vuelto, y ante nosotros tenemos el antiguo campamento. ¿No crees que algunos se preguntarán a qué hemos ido a Teanum y por qué hemos regresado en menos de un año?
– ¡Ah, eso lo saben! -respondió Pompeyo impaciente-. Además, son veteranos. Si les pagasen mil sestercios por las millas que han recorrido los últimos diez años, podrían vivir en el Palatino y criar peces de colores, aunque se measen en la fuente y cagasen en el huerto del cocinero. ¡Qué cosas tienes, Varrón! ¡No dejas de sorprenderme con las cosas que se te ocurren! -añadió, taloneando al caballo público y descendiendo al galope la última cuesta. De pronto, soltó una carcajada, agitó las manos y sus palabras se oyeron claramente-. ¡Palurdo el que llegue el último!
¡Qué infantil!, pensó Varrón. ¿Qué hago yo aquí? ¿De qué puedo yo servirle? Todo esto es un juego, una magnífica aventura.
Quizá lo fuera, pero aquella misma noche Metelo Pío convocó una reunión de sus tres legados, y Varrón, como de costumbre, acompañó a Pompeyo. El ambiente era agitado porque había noticias.
– Carbón no está lejos -dijo el Meneitos, haciendo una pausa para reflexionar sobre lo que acababa de decir-. Bueno, al menos tenemos cerca a Carrinas, y Censorino no tardará en unírsele. Parece ser que Carbón pensó que bastarían ocho legiones para interceptarnos, pero al ver el número de nuestras tropas ha enviado a Censorino con otras cuatro. Llegarán al Aesis antes que nosotros, y allí nos enfrentaremos.
– ¿Y dónde está Carbón? -inquirió Marco Craso.
– Continúa en Ariminum. Supongo que está a la espera de lo que haga Sila.
– Y de lo que haga el hijo de Mario -añadió Pompeyo.
– Sí -dijo el Meneitos, enarcando las cejas-. Pero a nosotros eso nos trae sin cuidado; nuestra misión es hacer saltar a Carbón. Pompeyo, éste es tu terreno. ¿Obligamos a Carrinas a cruzar el río o le dejamos en la otra orilla?