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Pompeyo abría la marcha con la caballería, pisando los talones a la retaguardia de Carbón, constituida por la caballería al mando de Censorino, al que fue acosando con patente regularidad, una táctica que sacaba de quicio a Censorino, que era poco paciente. Cerca de la ciudad de Sena Gallica, volvió grupas y presentó batalla. Venció Pompeyo, que estaba mejorando sus capacidades de mando de la caballería. Censorino se apresuró a refugiarse en Sena Gallica con caballería e infantería, pero no estaría mucho tiempo, porque Pompeyo tomó al asalto sus modestas fortificaciones.

Y Censorino hizo lo lógico: sacrificó a su caballo y huyó por la puerta trasera de la ciudad con ocho legiones de infantería en dirección a la vía Flaminia.

Por entonces, Carbón había tenido noticia de la desagradable presencia del Meneitos con su ejército en Faventia, con lo que Norbano quedaba interceptado para acudir en auxilio de Ariminum. Y Carbón se puso en marcha hacia Faventia, haciendo que Carrinas le siguiera con ocho legiones, y dejando a Censorino a su propio albur.

Pero en éstas se presentó Bruto Damasipo en pleno avance de Carbón y le dio la noticia de que Sila había aniquilado al ejército del hijo de Mario en Sacriportus. Ahora Sila avanzaba por la vía Casia hacia Arretium, en el límite de la Galia itálica, aunque sólo disponía de tres legiones. Y en ese momento, Carbón cambió de plan. Sólo podía hacer una cosa. Norbano tendría que renunciar a acudir en ayuda de la Galia itálica ante el ataque de Metelo Pío; Carbón y sus legados irían a detener a Sila en Arretium, cosa nada difícil, dado que sólo contaba con tres legiones.

Pompeyo y Craso supieron la noticia de la victoria de Sila sobre el hijo de Mario casi al mismo tiempo que Carbón, y se entusiasmaron. Giraron en dirección oeste para seguir a Carrinas y a Censorino, que acudían con ocho legiones cada uno para reforzar a Carbón en la vía Casia de Arretium. Fue una persecución tenaz y furiosa. Y Pompeyo se dijo, mientras avanzaba con Craso hacia la vía Flaminia, no era una campaña para caballería, pues se dirigían a terreno montañoso, por lo que hizo regresar al Aesis a sus tropas a caballo y volvió a tomar el mando de los veteranos de su padre. Había descubierto que Craso parecía contento en hacer lo que él dijese siempre que sus sugerencias casaran bien con las ideas de su dura cabezota.

De nuevo la presencia de tantas tropas veteranas fue decisiva; Pompeyo y Craso alcanzaron a Censorino en un diverticulum de la vía Flaminia, entre Mevania y Spoletium, y ni siquiera hubo necesidad de entablar batalla. Agotadas, hambrientas y acobardadas, las tropas de Censorino se dispersaron, y lo único que pudo conservar fueron tres de las ocho legiones, remanente valiosísimo que decidió salvar saliendo de la vía e internándose a campo través hacia Arretium, en donde estaba Carbón. La tropa de las otras cinco legiones se dispersó de tal modo, que fue imposible rehacerla en unidades.

Tres días más tarde, Pompeyo y Craso capturaban a Carrinas en las afueras de la gran ciudad fortificada de Spoletium. Esta vez si que hubo combate, pero Carrinas lo dirigió tan mal que se vio obligado a encerrarse en Spoletium con tres de sus ocho legiones; las otras tres huyeron a Tuder, donde se refugiaron, y las otras dos desaparecieron y nunca más se supo de ellas.

– ¡Magnífico! -dijo el eufórico Pompeyo a Varrón-. ¡Voy a ver como despido al viejo estúpido de Craso!

Y lo hizo insinuándole que debía ir con sus tres legiones a Tuder para ponerle sitio, mientras él con sus tropas se llegaba a Spoletium. Así, Craso se dirigió a Tuder, feliz como nadie pensando que dirigía su propia campaña; y Pompeyo tomó rápidamente posiciones ante Spoletium, a sabiendas de que allí cosecharía la mayor gloria posible por ser la plaza en que se había refugiado el general Carrinas. Pero las cosas no salieron como Pompeyo había previsto. Astuto y audaz, Carrinas escapó de Spoletium durante una tormenta nocturna y reforzó a Carbón con sus tres legiones intactas.

Aquella huida de Carrinas afectó a Pompeyo, y Varrón fue testigo asombrado de lo que era una rabieta de pompeyano: lágrimas, puños cerrados, mechones de pelo arrancados, pataleo, copas y platos rotos, y muebles destrozados. A continuación, igual que la tormenta nocturna tan favorable a Carrinas, la furia de Pompeyo cesó.

– Vamos a unirnos a Sila en Clusium -dijo-. ¡Vamos, Varrón, muévete!

Varrón asintió con la cabeza y se puso en movimiento.

Era a principios de junio cuando Pompeyo y sus tropas veteranas llegaron al campamento de Sila en el río Clanis y encontraron al comandante en jefe algo amargado y abatido. Las cosas no le habían ido muy bien al marchar Carbón desde Arretium hasta Clusium, estando a punto de ganar la batalla que se produjo a raíz de un encuentro casual y que, por consiguiente, no había podido ser planificada. Sólo la presencia de ánimo de Sila, tomando la iniciativa para retirarse a su fortificado campamento les había salvado.

– Pero no importa -dijo Sila muy animado-. Ahora estás tú aquí, Pompeyo, y Craso no anda lejos. Con vosotros dos será muy ¡distinto. Carbón tiene las de perder.

– ¿Qué tal le ha ido a Metelo Pío? -inquirió Pompeyo, poco satisfecho de que Sila hablase de Craso como si fuese igual a él.

– Se ha apoderado de la Galia itálica; obligó a combatir a Norbano en las afueras de Faventia, mientras Varrón Lúculo, que había tenido que huir para refugiarse en Placentia, se enfrentó a Lucio Quintio y a Publio Albinovano cerca de Fidentia. Todo ha ido muy bien. El enemigo está disperso o muerto.

– ¿Y Norbano?

Sila se encogió de hombros; nunca le importaba gran cosa lo que les sucedía a sus adversarios una vez derrotados, y Norbano ni siquiera había sido un enemigo personal.

– Imagino que se retiraría a Ariminum -contestó, volviéndose para dar las órdenes de acampar a las tropas de Pompeyo.

Como era de esperar, Craso llegó al día siguiente procedente de Tuder, al mando de tres legiones bastante hoscas y malhumoradas; corría el rumor en sus filas de que Craso se había apoderado de una fortuna en oro del botín tomado en Tuder.

– ¿Es cierto? -preguntó Sila, apretando de tal modo los labios que casi desaparecieron en aquel rostro de acentuadas arrugas.

Pero nada inmutaba aquella fisonomía bovina. Craso abrió mucho sus ojos grisáceos y puso cara de natural sorpresa.

– No -respondió.

– ¿Estás seguro?

– En Tuder no había nada, aparte de unas viejas, y no me gustaba ninguna.

Sila le dirigió una mirada de suspicacia, pensando en si era insolencia premeditada, pero no podía saberlo.

– Eres tan cerrado como enrevesado, Marco Craso -dijo finalmente-. Te concederé el privilegio de tu familia y tu posición, y optaré por creerte, pero te haré una firme advertencia. Si descubro que te has aprovechado a expensas del Estado, en contra de mis planes y deseos, no volveré a verte.

– Muy bien -replicó Craso, asintiendo con la cabeza y marchándose.

Publio Servilio Vatia había escuchado el diálogo y sonrió a Sila.

– Resulta antipático -comentó.

– A mi me resultan antipáticos casi todos -añadió Sila, pasando el brazo por los hombros de Vatia-. ¡Tú tienes suerte, Vatia!

– ¿Por qué?

– Porque me resultas simpático. Eres buena persona, no abusas de tu autoridad y nunca me discutes y haces lo que te digo -dijo, bostezando hasta saltársele las lágrimas-. Estoy seco. ¡Necesito una copa de vino!

Hombre esbelto y atractivo, de tez algo oscura, Vatia era de la familia patricia de los Servilios, de raigambre más que probada capaz de cumplir los máximos requisitos sociales, y su madre era de la augusta familia de los Cecilios Metelos, hija de Metelo el Macedónico, lo que significaba que estaba muy bien relacionada, incluso con Sila, por matrimonio. Por ello se sentía muy halagado con aquel pesado brazo sobre los hombros, y de esa guisa caminó con Sila hasta la tienda del puesto de mando. Sila había estado bebiendo bastante aquel día y necesitaba un poco de descanso.