– ¿Qué haremos con esa gente cuando Roma caiga en mi poder? -preguntó, mientras Vatia le servía un vaso del vino especial y él se escanciaba de otra frasca, añadiéndole bastante agua.
– ¿Qué gente? ¿Te refieres a Craso?
– Sí, a Craso. Y a Pompeyo Magnus -contestó Sila, con una sonrisa que le descubrió las encías-. ¿Te das cuenta, Vatia? Magnus! ¡A su edad!
Vatia sonrió y tomó asiento en una silla plegable.
– Bueno, si él es demasiado joven, yo soy demasiado viejo. Habría debido ser cónsul hace seis años, y supongo que ya no podré serlo.
– Si triunfo serás cónsul. No te quepa la menor duda. Yo soy mal enemigo, Vatia, pero soy buen amigo.
– Lo sé, Lucio Cornelio -dijo Vatia con voz afable.
– Entonces, ¿qué hago con ellos? -insistió Sila.
– Con Pompeyo, comprendo el inconveniente. No me le imagino retirándose tranquilamente cuando todo termine, ¿cómo podrías impedirle que aspire a cargos precozmente?
– ¡A él no le interesan los cargos! -dijo Sila, riendo-. Él quiere la gloria militar. Y creo que intentaré procurársela. Puede ser muy útil -añadió, estirando el brazo para que volviera a llenarle la copa-. ¿Y Craso? ¿Qué hago con Craso?
– Ah, él ya se las arreglará solo -contestó Vatia, sirviéndole otra vez-. Se hará rico; y lo comprendo. Cuando murieron su padre y su hermano Lucio, habría debido heredar algo más que una viuda rica. La fortuna de Licinio Craso estaba valorada en trescientos talentos; pero, claro, fue confiscada. ¡Cinna se apoderó de todo! Y el pobre Craso no tenía la influencia de Catulo.
– ¡ Pobre Craso, dices! -replicó Sila con sorna-. Sé muy bien que ha robado el oro de Tuder.
– Probablemente -añadió Vatia imperturbable-. Pero ahora no puedes encausarle. Le necesitas. Y él lo sabe. Estáis metidos en una empresa desesperada.
Carbón supo inmediatamente la llegada de Pompeyo y Craso para engrosar el ejército de Sila. Miró a sus legados con rostro tranquilo y no les dio instrucciones para modificar las posiciones. Aún contaba con tropas mucho más numerosas que las de Sila, por lo que éste no daba señales de intentar salir del campamento para dar otra batalla. Y mientras Carbón esperaba acontecimientos que le sirvieran para adoptar una decisión, llegaron noticias de la Galia itálica de que Norbano y sus legados Quintio y Albinovano habían sido derrotados, y Metelo Pío y Varrón Lúculo habían tomado para Sila la Galia itálica. La nueva que llegó a continuación de la Galia itálica era más aciaga: el legado de Lucania, Publio Albinovano, había convocado a Norbano y a todo su estado mayor a una conferencia en Ariminum y los había matado a todos, menos al propio Norbano, rindiendo a continuación la ciudad a Metelo Pío a cambio del perdón. Conforme al deseo que había expresado, se le había permitido zarpar en un barco para exiliarse en algún lugar de Oriente. El único legado que escapó con vida fue Lucio Quintio, que estaba prisionero de Varrón Lúculo en el momento de los asesinatos.
En el campamento de Carbón cundió el pesimismo, y los inquietos como Censorino comenzaron a caminar arriba y abajo, enfurecidos. Y Sila continuaba sin presentar combate. Desesperado, Carbón encomendó una misión a Censorino: ponerse al mando de ocho legiones para acudir en auxilio de Praeneste y romper el cerco que inmovilizaba al hijo de Mario. Censorino regresaba diez días más tarde, informándole de que era imposible romper el asedio, pues las fortificaciones de Ofela eran inexpugnables. Carbón envió una segunda expedición a Praeneste con la que únicamente consiguió perder dos mil buenos soldados, que cayeron en una emboscada de Sila. Una tercera fuerza se puso en camino al mando de Bruto Damasipo, pensada para llegar por las montañas y abrirse paso por los senderos a espaldas de la ciudad; pero tampoco logró su propósito, y Bruto Damasipo tuvo que contemplar impotente la ciudad y regresar por donde había venido.
Ni la noticia de que el caudillo paralítico samnita Cayo Papio Mutilo había reunido cuarenta mil hombres en Aesernia, para enviarlos en ayuda del hijo de Mario, pudo levantar la moral de Carbón. Su desánimo se acentuaba cada vez más. Y su decaimiento no mejoró al recibir una carta de Mutilo, diciéndole que la fuerza sería de setenta mil hombres, pues Marco Lamponio de Lucania le iba a enviar veinte mil, y Tiberio Gutta de Capua diez mil.
Sólo había una persona en la que Carbón confiase: su procuestor, el anciano Marco Junio Bruto. Y fue a él a quien consultó al llegar quintilis sin que hubiera podido tomar una decisión que tranquilizase su espíritu.
– Si Albinovano se dedica a asesinar a hombres con los que ha comido y bromeado durante meses, ¿cómo voy a confiar en mis legados? -dijo.
Paseaban por la vía Principalis de casi cuatro kilómetros, una de las dos grandes avenidas del campamento, lo bastante ancha para que no se oyese lo que hablaban.
El anciano de labios azulados parpadeó despacio bajo el sol y eludió responder mientras se lo pensaba varias veces.
– Creo que no puedes confiar, Cneo Papirio -contestó lacónico.
Carbón lanzó un estremecido suspiro.
– ¡Por los dioses, Marco! ¿Qué voy a hacer?
– De momento, nada. Pero creo que debes abandonar esta triste aventura antes de que el asesinato se convierta en solución deseable para uno o más de tus legados.
– ¿Abandonar?
– Sí, abandonar -contestó el anciano Bruto con firmeza.
– No me lo consentirían! -exclamó Carbón.
– Puede que no. Pero no hace falta que se lo digas. Yo empezaré a hacer los preparativos, mientras tú finges que lo único que te preocupa es el ejército samnita -añadió el anciano, dando unas palmaditas en el brazo de Carbón-. No te desesperes. Al final todo saldrá bien.
A mediados de quintilis el anciano Bruto había concluido los preparativos, y en plena noche y con todo sigilo, Carbón y él abandonaron el campamento sin equipaje ni criados, con excepción de una mula cargada de lingotes de oro cubiertos por una capa de plomo, y una gran bolsa de denarios para gastos de viaje. Con aspecto de fatigados mercaderes, llegaron hasta Telamon, en la costa de Etruria, y allí se embarcaron para Africa. Nadie les molestó ni nadie mostró interés por la pesada mula ni por lo que llevaba en las alforjas. ¡La Fortuna me favorece!, pensó Carbón cuando el barco levó anclas.
Como estaba paralítico de cintura para abajo, Cayo Papio Mutilo no podía tomar el mando de las fuerzas reunidas, aunque viajó con el contingente samnita desde el campo de entrenamiento en Aesernia hasta Teanum Sidicinum, en donde las tropas ocuparon los antiguos campamentos de Sila, y Escipión y Mutilo se instalaban en una casa propia.
Su fortuna había aumentado desde la guerra itálica; ahora tenía villas en doce localidades del Samnio y de Campania, y era mas rico que nunca. Irónica compensación -pensaba a veces- por su insensibilidad e impotencia de cintura para abajo.
Aesernia y Bovianum eran sus ciudades preferidas, mientras que a su esposa Bastia le gustaba vivir en Teanum porque era de aquella región. Que Mutilo no hubiese puesto obstáculos a esta separación permanente se debía a su invalidez, ya que como cónyuge de poco servía, y, si su esposa debía buscar solaz físico, mejor que lo hiciera lejos de él. No obstante, a Aesernia nunca llegaron rumores escandalosos sobre su comportamiento; lo cual significaba o que guardaba la misma continencia a que él estaba obligado por su invalidez, o que su discreción era ejemplar. Así, cuando Mutilo llegó a su casa de Teanum, ansiaba la compañía de Bastia.
– No te esperaba -dijo ella sin inmutarse.
– Y no tenías por qué, ya que no te había escrito -contestó él, afable-. Tienes buen aspecto.
– Estoy muy bien.
– Yo, dentro de mis limitaciones, también me encuentro bien -añadió él, notándola distante, excesivamente cortés, contra lo que había esperado.