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– Cierto, sí que puedo -dijo él, ya sobrepuesto-. Mi lengua aún siente y degusta; pero no le interesa la carroña.

El germano le sacó de la habitación y le llevó al cubículo de dormir, depositándole con cuidado en la cama. Luego, tras haberle ayudado en los diversos menesteres, le dejó solo sin decir palabra alguna animosa o de comprensión; cosa por la que daba inmensas gracias a los dioses, pensó Papio Mutilo, hundiendo el rostro en la almohada. Pero en su cabeza seguía viendo aquel cuerpo lascivo de su esposa, los pechos con los pezones erizados y aquella cabeza, ¡aquella cabeza! La cabeza… Más abajo de su cintura nada se conmovía, nunca más volvería el estímulo, pero el resto de su fisiología se atormentaba, soñaba y anhelaba todas las facetas del amor. ¡Todas!

– No estoy muerto -dijo, hundido en la almohada, sintiendo que volvían a brotarle las lágrimas-. ¡ No estoy muerto! ¡Pero, por los dioses, que ojalá lo estuviera!

A finales de junio, Sila salió de Clusium con sus cinco legiones y tres de Escipión, y dejó a Pompeyo al mando, decisión que no supuso sorpresa alguna para los otros legados. Pero como Sila era Sila y nadie discutía sus decisiones, Pompeyo quedó al mando.

– Dales una buena -dijo a Pompeyo-. Te aventajan en número, pero están desmoralizados. De todos modos, cuando vean que me he marchado, presentarán batalla. Ojo con Damasipo, que es el más competente. Craso se ocupará de Marco Censorino, y Torcuato que se las vea con Carrinas.

– ¿Y Carbón? -preguntó Pompeyo.

– Carbón no es más que un nombre; él deja la estrategia en manos de los legados. Pero no pierdas el tiempo, Pompeyo, que tengo otra misión para ti.

A nadie sorprendió que Sila se llevase al primer legado; ni Vatia ni Dolabela hubieran podido soportar la humillación de recibir órdenes de un muchacho de veintitrés años. Su marcha se produjo a poco de llegar noticias sobre los samnitas, por lo que se dispuso a llegar cuanto antes a la región de Praeneste; había que tomar decisiones antes de que las huestes samnitas pudieran acercarse.

Después de explorar minuciosamente toda aquella región contigua a Roma, Sila supo con certeza lo que había de hacer. La vía Praenestina y la vía Labicana eran impracticables por efecto del muro y el foso de Ofela, pero aún seguían abiertas la vía Latina y la vía Apia, uniendo a Roma con el norte y con Campania respectivamente. Para ganar la guerra era vital apoderarse de todos los accesos a Roma por el sur; Etruria estaba agotada, pero el Samnio y Lucania apenas estaban afectadas por el reclutamiento y los aprovisionamientos.

El campo entre Roma y Campania era muy irregular. En la costa estaba la gran zona de las marismas Pontinas, que atravesaba la vía Apia procedente de Campania, una línea recta infestada de mosquitos que llegaba casi hasta Roma, circundando las laderas de los montes Albanos, que no eran realmente montes, sino unas imponentes montañas surgidas de una erupción volcánica que había roto y alzado la primitiva llanura aluvial del Lacio. El propio monte Albano, centro del antiguo movimiento telúrico, se alzaba entre la vía Apia y la vía Latina, que discurría más al interior. Al sur de los montes Albanos, otra cordillera separaba la vía Apia de la vía Latina, impidiendo la comunicación entre aquellas dos arterias desde Campania hasta cerca de Roma. A efectos militares era siempre preferible transitar por la más interior vía Latina que por la vía Apia, debido a los mosquitos.

Por consiguiente, era mejor que Sila se apostase en la vía Latina, pero en un lugar en el que pudiera, en caso necesario, trasladar rápidamente sus tropas a la vía Apia. Las dos arterias discurrían al pie de los montes Albanos, pero la vía Latina lo hacía por un desfiladero abierto en la estribación este de la cordillera para que el trazado aprovechase el terreno más llano de las alturas hasta el propio monte Albano. En el lugar en que el desfiladero se abría ya hacia el monte Albano, existía una pequeña carretera que giraba hacia el oeste, rodeando el pico, para unirse a la vía Apia muy cerca del lago sagrado y del templo de Nemi.

Allí fue donde se situó Sila, dedicándose a construir inmensos muros de piedra de toba a ambos extremos de la garganta, dejando dentro de las defensas la carretera secundaria que conducía al lago de Nemi y a la vía Apia. Ahora ocupaba el único tramo de la vía Latina en el que se podía cortar el tránsito en una dirección u otra. Concluyó las fortificaciones en muy breve plazo, y apostó una serie de vigias en la vía Apia para asegurarse de que el enemigo no le rebasaba por aquel flanco, ni desde Roma ni desde Campania. Recibía sus aprovisionamientos por la carretera secundaria de la vía Apia.

Cuando las huestes del Samnio, Lucania y Capua llegaron a Sacriportus, ya todos las denominaban el ejército «samnita», a pesar de su diversa composición (incrementada con restos de las legiones dispersadas por Pompeyo y Craso). En Sacriportus, las tropas entraron en la vía Labicana, pero se encontraron con que Ofela se había guarnecido tras una segunda línea de fortificaciones y no había nada que hacer. Reluciente de mil colores en las alturas, Praeneste parecía tan lejano como el jardín de las Hespérides. Después de recorrer todo el muro de Ofela, Poncio Telesino, Marco Lamponio y Tiberio Gutta no pudieron encontrar ningún punto débil. Y una marcha a campo través sin un propósito concreto con setenta mil hombres quedaba descartada. El mando celebró consejo y optó por un cambio de estrategia: la única manera de hacer salir a Ofela era atacar Roma. Y hacia Roma se encaminó el ejército samnita por la vía Latina.

Volvieron a cruzar Sacriportus, y allí tomaron por la vía Latina en dirección a Roma… para tropezar con Sila, protegido por los enormes muros, cortándoles el camino. Les pareció más fácil tomar aquellas posiciones que las de Ofela, y las huestes samnitas atacaron. No tuvieron éxito, pero volvieron al asalto. Y aún insistieron en vano, ante las risotadas de Sila, más fuertes que las de Ofela.

Después, llegaron noticias, buenas y malas a la vez. Los que habían quedado en Clusium habían presentado batalla a Pompeyo. La mala noticia era que habían sido derrotados, pero no parecía importar sabiendo que los supervivientes, unos veinte mil, iban hacia el sur al mando de Censorino, Carrinas y Bruto Damasipo. Carbón había desaparecido, pero la lucha, porfiaba Bruto Damasipo en su carta a Poncio Telesino, proseguía. Si asaltaban las posiciones de Sila por los dos lados al mismo tiempo, caeria. ¡Tenía que caer!

– Menuda tontería -dijo Sila a Pompeyo, a quien había convocado en el desfiladero para sostener una conferencia en cuanto supo su victoria en Clusium -. Ya pueden poner el Pelión encima del Osa, si quieren, que de aquí no me echan. ¡Es un punto de defensa inexpugnable!

– Si tan seguro estás, ¿para qué me necesitas? -preguntó el joven, decepcionado por haber sido llamado para nada.

La campaña en Clusium había sido breve, reñida y decisiva; el enemigo había perdido muchos hombres, y muchos también habían caído prisioneros, y los que habían logrado escapar se distinguían por la valía de los que dirigían la retirada. En las filas de los que se habían rendido no había legados veteranos. La defección del propio Carbón no la había sabido Pompeyo hasta después de la batalla, cuando tribunos, centuriones y soldados del otro bando comentaron con lágrimas en los ojos su fuga nocturna a los hombres de Pompeyo, lamentando la gran traición.

Poco después había llegado la convocatoria de Sila, que Pompeyo había recibido entusiasmado. Le encomendaba acudir con seis legiones y mil jinetes. Se entendía que Varrón fuera también, mientras que Craso y Torcuato debían permanecer en Clusium. Pero ¿qué necesidad tenía Sila de más tropas en un reducto en el que ya no cabían? A los soldados de Pompeyo habían tenido que instalarlos en un campamento a orillas del lago Nemi, cerca de la vía Apia.

– Ah, aquí no te necesito -replicó Sila, apoyándose en el parapeto de una torre de observación, mirando en vano hacia Roma, dado que desde aquella enfermedad contraída en Grecia había perdido mucha vista, aunque le disgustara admitirlo-. ¡Cada vez estoy más cerca, Pompeyo! ¡Cada vez más cerca!