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Pompeyo, que no solía ser tímido, era incapaz de hacer la pregunta que le quemaba la lengua: ¿Qué pensaba hacer Sila una vez concluida la guerra? ¿Cómo iba a conservar su autoridad y cómo iba a prevenir las posibles represalias? No podía conservar para siempre su ejército, y en cuanto lo licenciase estaría a merced de quien tuviese el poder y la influencia para exigirle cuentas. Y ése podría ser cualquiera que en aquel momento se decía leal partidario suyo, hombre de Sila hasta la muerte. ¿Quién sabía lo que pensaban hombres como Vatia y Dolabela el viejo? Los dos tenían edad consular, a pesar de que las circunstancias se lo habían impedido. Los enemigos de un gran hombre eran como la Hidra, que por muchas cabezas que se le cortaran, continuamente le crecían otras con fuertes dientes.

– Si no me necesitas aquí, ¿dónde me necesitas, Sila? -inquirió Pompeyo, perplejo.

– Estamos a principios de sextilis -replicó Sila, encaminándose hacia la escalera.

Y nada más dijo hasta que salieron de la torre y se internaron en aquel ordenado caos del reducto: hombres transportando piedras, aceite para arrojarlo hirviendo sobre las pobres cabezas de los que intentasen subir por las escalas, proyectiles para los onagros y catapultas dispuestas en lo alto de las murallas, lanzas, flechas y escudos.

– ¿Que estamos a principios de sextilis? -repitió Pompeyo una vez salieron de aquel bullicio y comenzaron a caminar por la carretera que conducía al lago de Nemi.

– ¿Ah, sí? -exclamó Sila, como sorprendido, echándose a reír al ver la cara que ponía Pompeyo.

Como notó que esperaba que él también se riera, así lo hizo Pompeyo.

– Pues sí -añadió-, principios de sextilis.

Dominándose a duras penas, Sila se dijo que ya estaba bien de guasa; mejor sería sacar de dudas al impaciente futuro Alejandro.

– Pompeyo, voy a encomendarte una cosa especial -dijo sin más-. Los demás lo sabrán a su debido tiempo. Quiero que tú estés bien lejos antes de que estallen las protestas, porque estallarán sin duda. Mira, lo que quiero que hagas es algo que no debía pedírselo a nadie que no hubiera sido pretor como mínimo.

Pompeyo, cada vez más intrigado, se detuvo, puso la mano en el brazo de Sila y le volvió hacia él para verle cara a cara. Habían llegado a una pintoresca vaguada, en donde el ruido de la actividad en el campamento les llegaba amortiguado por las matas de zarzas y rosales.

– ¿Y por qué me has elegido a mí, Lucio Cornelio? -preguntó Pompeyo-. Tienes muchos legados que cumplen ese requisito, como Vatia, Apio Claudio, Dolabela, o bien hombres como Mamerco y Craso, aún más idóneos. ¿Por qué yo?

– Ten paciencia, Pompeyo, te diré por qué. Pero antes voy a explicarte lo que quiero que hagas.

– Te escucho -dijo Pompeyo, con gesto de gran calma.

– Te mandé traer seis legiones y mil soldados de caballería. Un ejército considerable, que vas a trasladar inmediatamente a Sicilia para asegurarme la próxima cosecha. Estamos en sextilis y la siega comenzará en breve. Y en Puteoli está anclada la flota para el transporte del trigo; centenares de naves vacías. ¡Transporte asegurado, Pompeyo! Mañana partirás por la vía Apia hacia Puteoli antes de que zarpe la flota. Irás con mi mandato, dinero suficiente para pagar el alquiler de los barcos y con imperium de propretor. Sitúa tu caballería en Ostia, donde hay una flota más pequeña. Ya he enviado mensajeros a los puertos de Tarracina y Antium para que comuniquen a los propietarios de barcos pequeños que se reúnan en Puteoli si quieren cobrar un viaje que, en circunstancias normales, no cobrarían al ir vacíos. Tendrás naves de sobra, te lo aseguro.

¿No había soñado en cierta ocasión una reunión entre él y un hombre ungido también por los dioses como Lucio Cornelio Sila, viéndose abyectamente frustrado al encontrarse con un sátiro en lugar de un semidiós? ¿Pero qué importaba el aspecto de un hombre cuando le ofrecía a manos llenas la realización de sus sueños? ¡ El viejo borracho lleno de cicatrices, que ya ni podía ver Roma a lo lejos, le estaba ofreciendo dirigir la guerra! Una guerra en la que nadie le daría órdenes, contra un enemigo para él solo… Conteniendo la emoción, alargó su mano pecosa de dedos cortos y algo torcidos, y estrechó la hermosa mano de Sila.

– ¡ Lucio Cornelio, es estupendo! ¡Magnífico! ¡ Puedes contar conmigo! ¡Echaré a Perpena Vento de Sicilia y te proporcionaré más trigo del que puedan consumir diez ejércitos!

– Voy a necesitar más trigo del que puedan consumir diez ejércitos -dijo Sila, retirando la mano; a pesar de su juventud e innegable atractivo, no era Pompeyo persona que le atrajese físicamente, y no le gustaba tocar a hombres o mujeres que no le agradasen físicamente-. A finales de año, Roma será mía, y si quiero que Roma se me entregue tengo que asegurarme de que no pasa hambre. Eso quiere decir que me hace falta la cosecha de Sicilia, la de Cerdeña y la de Africa si es posible. Por tanto, cuando hayas conquistado Sicilia tendrás que trasladarte a la provincia de Africa y ver lo que puedes hacer. No llegarás a tiempo de apresar a las flotas de Utica y de Hadrumetum, porque me imagino que tendrás que estar en Sicilia muchos meses antes de poder acudir a Africa; pero Africa tienes que dejarla tomada antes de regresar a Italia. Me han dicho que Fabio Adriano murió abrasado vivo en el palacio del gobernador de Utica durante una sublevación, pero Cneo Domicio Ahenobarbo, que escapó de Sacriportus, le ha sustituido y conserva toda la provincia para el enemigo. Desde Sicilia occidental hay poca distancia por mar entre Lilibeo y Utica. Tú puedes apoderarte de Africa; creo que no hay en ti el menor atisbo de fracasado.

Pompeyo temblaba de emoción, y sonrió encantado.

– ¡No fracasaré, Lucio Cornelio! ¡Te prometo que jamás te fallaré!

– Te creo, Pompeyo -dijo Sila, sentándose en un tronco y pasándose la lengua por los labios-. Pero ¿qué hacemos aquí? ¡Necesito vino!

– Éste es un buen lugar; nadie nos ve ni nos oye -dijo Pompeyo con voz suave-. Espera, Lucio Cornelio. Yo te traeré vino. Tú quédate aquí sentado.

Como era un lugar a la sombra, Sila aceptó, sonriendo misteriosamente. Hacía un día magnífico.

Pompeyo regresó a la carrera, pero sin acusarlo en el ritmo respiratorio. Sila cogió el odre y bebió de él a chorro con gran habilidad un buen rato hasta que lo dejó en el suelo.

– Ahora me siento mejor. ¿Qué estaba diciendo?

– Lucio Cornelio, a otros podrás engañarles, pero no a mí. Sabes exactamente lo que estabas diciendo -dijo Pompeyo con frialdad, sentándose en la hierba frente al tronco de Sila.

– ¡ Muy bien, Pompeyo! ¡ Eres tan excepcional como una perla del tamaño de un huevo de paloma! Y puedo decir que me alegro de que estaré muerto antes de que te conviertas en un quebradero de cabeza para Roma -añadió, volviendo a coger el odre para beber.

– No voy a ser un quebradero de cabeza para Roma -replicó Pompeyo con voz inocente-. Seré el primer hombre de Roma… y no declamando ante esos presuntuosos de mierda del Foro y del Senado.

– Pues ¿cómo, entonces, muchacho, si no es con mucha elocuencia?

– Haciendo lo que tú me has encomendado. Derrotando a los enemigos de Roma en el campo de batalla.

– No es nada nuevo -dijo Sila-. Así lo he hecho yo, y así lo hizo también Cayo Mario.

– Sí, pero yo no voy a necesitar que me lo autorice una comisión -replicó Pompeyo-. ¡ Roma entera se arrodillará ante mí!

Sila hubiera podido interpretar la afirmación como un reproche o como franca crítica, pero conocía a Pompeyo y sabía que la mayoría de las cosas que decía el joven eran producto de su endiosamiento, y que aún no tenía idea de lo difícil que era convertir en realidad sus deseos. Así, se limitó a suspirar, diciendo: