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En octubre, el hijo de Mario trató varias veces de establecer una base de ataque en el foso relleno con los restos de la torre, construyendo un tejado entre éste y la muralla para proteger a sus hombres que intentaron socavarla y, finalmente, escalarla, pero todo fue en vano. El invierno se aproximaba y prometía ser tan frío como el anterior; Praeneste notaba la falta de alimentos y maldecía el día en que había abierto sus puertas al hijo de Mario.

Las huestes samnitas no se habían dirigido a Aesernia. El ejército de noventa mil hombres había acampado en las imponentes montañas al sur del lago Fucino para dedicar casi dos meses a entrenarse, efectuar incursiones de avituallamiento y seguir entrenándose. Poncio Telesino y Bruto Damasipo fueron a ver a Mutilo en Teanum y regresaron con un plan para apoderarse de Roma por sorpresa y sin que Sila se percatase. Pues Mutilo dijo que había que olvidarse del hijo de Mario, y que la única posibilidad racional consistía en tomar Roma y obligar a Sila y a Ofela a un asedio que planteaba terribles dudas. ¿Se pondría la población de Roma de parte de los samnitas?

Había una ruta por las montañas entre la garganta de Melfa y la vía Valeria; vía pecuaria más que camino, la ruta cruzaba la cordillera entre Atina, detrás del paso de Melfa, y, por terreno inhóspito, llevaba hasta Sora, en la curva del río Liris, a Treba y a Sublaquaeum, para desembocar en la vía Valeria a poco más de un kilómetro de Varia, en una aldehuela llamada Mandela. No estaba pavimentada ni cuidada, pero existía desde siglos atrás, y la usaban en verano los pastores para llevar sus rebaños a los pastos; era también la ruta de tránsito del ganado destinado a las ferias y a los mataderos del Campus Lanatarius y del Vallis Camenarum, en la zona de las murallas aventinas de Roma.

Si Sila se hubiese detenido a pensar en la época en que él había marchado desde Fregellae al lago Fucino para ayudar a Cayo Mario a derrotar al marso Silo, habría recordado aquel camino ganadero, pues él lo había recorrido en el trecho entre Sora y Treba, pudiendo comprobar que era transitable. Él lo había abandonado en Treba y no había pensado en comprobar su estado a partir de allí. Por ello, se había descuidado la única posibilidad que tenía Sila de contrarrestar la estrategia de Mutilo, y, creyendo que la única ruta que tenían los samnitas para atacar Roma era la vía Apia, Sila permaneció vigilante en el desfiladero de la vía Latina, convencido de que no podían cogerle por sorpresa.

Mientras permanecía en aquella posición, los samnitas y sus aliados avanzaban por la vía pecuaria, con la confianza de que cruzaban una región cuyos habitantes no eran afectos a Roma, y fuera del alcance de los espías de Sila. Pasaron por Sora, Treba, Sublaquaeum y, finalmente, desembocaron en la vía Valeria en Mandela. Ahora estaban a un día escaso de marcha para alcanzar Roma, cuarenta y ocho kilómetros de vía perfectamente cuidada como lo era la vía Valeria, que discurría por Tibur y el valle de Anio y desembocaba en el campo Esquilino, bajo la doble muralla del Agger.

Pero no era éste el mejor sector desde el que lanzar un ataque contra Roma, y al aproximarse a la ciudad, Poncio Telesino y Bruto Damasipo tomaron por un diverticulum que llevaba a la vía Nomentana y a la puerta Colina. Y precisamente allí, ante la puerta Colina, como si estuviera esperándoles, se hallaba el importante campamento construido por Pompeyo Estrabón durante el asedio a Roma de Cinna y Cayo Mario. Al anochecer del último día de octubre, Poncio Telesino, Bruto Damasipo, Marco Lamponio, Tiberio Gutta, Censorino y Carrinas se hallaban cómodamente instalados en el reducto, dispuestos a atacar al día siguiente.

La noticia de que noventa mil hombres ocupaban el campamento de Pompeyo Estrabón ante la puerta Colina la recibió Sila ya de noche aquel último día de octubre. Se encontraba ya bastante aturdido por el vino, pero despierto. Al instante sonaron clarines y tambores, la tropa saltó de sus jergones y por doquier brillaron las antorchas. Sobrio e impasible, Sila convocó a sus legados.

– Se nos han anticipado -dijo, con labios apretados-. No sé cómo han llegado allí, pero los samnitas están ante la puerta Colina a punto de atacar Roma. Emprenderemos la marcha al amanecer. Tenemos que recorrer treinta kilómetros, y algunos por terreno montañoso, pero hemos de llegar a la puerta Colina a tiempo para presentar combate. ¿Cuánta caballería tienes en el lago de Nemi? -preguntó, volviéndose hacia el que mandaba los jinetes, Octavio Balbo.

– Setecientos hombres -contestó Balbo.

– Pues sal ahora mismo. Ve por la vía Apia y a galope como el viento. Estarás en la puerta Colina varias horas antes de que yo consiga llegar con la infantería, y tendrás que contenerlos. ¡Me tiene sin cuidado lo que hagas y cómo lo hagas! Ve allí y manténlos entretenidos hasta que yo llegue.

Octavio Balbo no perdió tiempo en palabras; salió sin esperar nada más de la tienda de Sila pidiendo a voces un caballo antes de que Sila se hubiese vuelto a dirigir a los otros legados.

Eran cuatro: Craso, Vatia, Dolabela y Torcuato; perplejos pero sin perder la presencia de ánimo.

– Aquí tenemos ocho legiones, y hay que arreglarse con ellas -dijo Sila-. Presentaremos combate en desventaja de dos a uno. Voy a daros instrucciones ahora, porque quizá no haya tiempo cuando lleguemos a la puerta Colina.

Guardó silencio y se les quedó mirando. ¿Quién respondería mejor? ¿Quién tendría el temple para dirigir lo que iba a ser un enfrentamiento desesperado? Por derecho, debían ser Vatia y Dolabela, pero ¿eran los mejores? Su mirada se detuvo en Marco Licinio Craso, alto y robusto, hombre siempre tranquilo -presa de la avaricia, ladrón y estafador-, sin principios, ni quizá moral. Era, sin embargo, el que más tenía que perder si no ganaban la guerra; porque Vatia y Dolabela podrían arreglárselas por su influencia. En cuanto a Torcuato, era un buen hombre pero sin dotes de mando.

Y tomó la decisión.

– Voy a distribuir la tropa en dos divisiones de cuatro legiones -dijo, dándose una palmada con las manos en los muslos-. Me reservo el mando supremo, pero no conduciré ninguna de las divisiones. Para mejor diferenciarlas, las llamaré la derecha y la izquierda; y, a menos que cambie las órdenes al llegar, éste es el plan de batalla. Derecha e izquierda en línea, sin centro. No hay hombres suficientes. Vatia, tú mandarás la izquierda con Dolabela como lugarteniente. Tú, Craso, mandarás la derecha con Torcuato de lugarteniente.

Mientras lo decía, Sila miraba a Dolabela y vio su expresión de disgusto; no había necesidad de mirar a Craso, que no dejaría traslucir su estado de ánimo.

– Eso es lo que quiero -añadió con voz ronca, casi escupiendo las palabras por su boca desdentada-. No hay tiempo para discutir. Todos compartís mi suerte y tenéis en vuestras manos la decisión final. Haced lo que se os ha dicho; de vosotros espero el espíritu de combate con que siempre os he hecho luchar.

Dolabela cedió el paso en la puerta a los otros tres y se volvió hacia Sila.

– Quisiera unas palabras a solas contigo, Lucio Cornelio -dijo.

– Bien, que sean rápidas.

Cornelio también y pariente lejano de Sila, Dolabela no pertenecía a la rama de aquella gran familia que había adquirido tanta fama como los Escipiones o el propio Sila; lo que tenía en común con los Cornelios era su sencillez: mofletudo, rostro preocupado, ojos algo juntos. Ambicioso y con fama de perverso, tanto él como su primo carnal, el Dolabela joven, estaban resueltos a adquirir mayor renombre para su propia rama familiar.

– Podría hundir tu empresa -dijo a Sila-. Me bastaría con hacer que mañana te fuese imposible ganar la batalla. Y supongo que sabes que cambiaría de bando con tal celeridad, que la oposición acabaría por creer que siempre había estado de su parte.