– ¡Continúa! -replicó Sila muy afable, al ver que Dolabela hacía una pausa para ver el efecto que causaban sus palabras.
– No obstante, estoy dispuesto a plegarme a tu decisión de promover a Marco Craso por encima de mí, con una condición.
– ¿Cuál?
– Ser cónsul el año que viene.
– ¡Concedido! -exclamó Sila con afable sinceridad.
– ¿No te sorprende? -preguntó Dolabela, parpadeando.
– A mi ya no me sorprende nada, querido Dolabela -respondió Sila, acompañando al legado hasta la puerta-. De momento, para mí tiene poca trascendencia quién sea cónsul el año que viene. Lo que me importa es quién tiene el mando mañana en el campo de batalla. Y veo que tenía razón optando por Marco Craso. ¡ Buenas noches!
Los setecientos jinetes al mando de Octavio Balbo llegaron ante el campamento de Pompeyo Estrabón a media mañana del primer día de noviembre. Pero Balbo nada podía hacer aunque lo hubiese querido, porque los caballos estaban tan agotados que se los veía cabizbajos, sin aliento, sudorosos y con los belfos llenos de espuma, mientras que los jinetes, desmontados, trataban de aliviar su estado aflojándoles las cinchas y musitándoles palabras cariñosas. Por eso Balbo no había hecho alto muy cerca del enemigo, con intención de hacerle creer que estaban a punto de entrar en acción. Dispuso a los animales en formación de carga, mandó a los jinetes enarbolar las lanzas y simuló enviar mensajes a una supuesta fuerza de infantería a sus espaldas.
Era evidente que aún no habían iniciado el ataque a Roma. Se veía la puerta Colina imponente y desierta, con el rastrillo bajado y las dos robustas hojas de roble cerradas; las almenas de las dos torres que la flanqueaban estaban llenas de cabezas, y las murallas que discurrían a ambos lados bien guarnecidas de tropas. La llegada de Balbo acababa de provocar una repentina actividad dentro del campamento enemigo, del que salían soldados por la puerta sudoeste, formando para resistir un ataque de la caballería. No se veía caballería alguna del enemigo, y Balbo esperaba que no estuviese oculta en algún sitio.
Todos sus soldados llevaban un balde de cuero atado a la parte izquierda de atrás de la silla para dar de beber al caballo, y, mientras la primera línea continuaba con la farsa de disponerse a la carga a la espera de un falso ejército de infantería a punto de llegar, los demás acudían con los cubos a diversas fuentes de los alrededores para llenarlos. Una vez que los caballos hubiesen bebido, Octavio Balbo esperaba lanzar el ataque pasara lo que pasase.
Pero tan bien salió la artimaña de preparación del ataque, que ninguna respuesta había habido del enemigo cuando Sila llegó con la infantería unas cuatro horas después a primera hora de la tarde. Sus hombres estaban igual de agotados que los caballos de Balbo al llegar a la vista del enemigo: agotados, decaídos y con las piernas temblorosas por haber recorrido a paso ligero treinta kilómetros de terreno a veces cuesta arriba.
– Bien, seguramente hoy no podremos atacar -dijo Vatia después de haber inspeccionado el terreno con Sila y los otros legados para determinar la clase de batalla que había que plantear.
– ¿Por qué no? -inquirió Sila.
– ¡ Están demasiado cansados para pelear! -exclamó Vatia, sin salir de su asombro.
– Cansados estarán, pero lucharán -replicó Sila.
– ¡No puedes hacerlo, Lucio Cornelio! ¡Te derrotarán!
– Puedo, y no me vencerán -añadió Sila, inexorable-. Escucha, Vatia, tenemos que luchar hoy. Esta guerra tiene que acabar, y es aquí y ahora donde debe acabar. Los samnitas saben la dura marcha que acabamos de hacer y no ignoran que tienen la ventaja de su parte hoy más que nunca. Si no presentamos hoy la batalla, el día que ellos creen más posible la victoria, ¿qué sucederá mañana? ¿Qué puede impedirles levantar el campamento por la noche y desaparecer para esperar otra ocasión? ¿Desaparecer quizá durante meses, hasta la primavera, el verano o quién sabe si el otoño? No, Vatia, atacamos hoy. Porque hoy el ánimo de los samnitas es vernos morir ante la puerta Colina.
Mientras los soldados descansaban, comían y bebían, Sila anduvo entre ellos para decirles sin el formalismo de los discursos pronunciados desde la tribuna que debían sacar fuerzas de flaqueza para la batalla; que si esperaban a recuperarlas, la guerra no acabaría nunca. La mayor parte de la tropa llevaba años bajo su mando y realmente le adoraban, pero hasta las legiones de Escipión Asiageno, por el tiempo transcurrido, se consideraban como suyas. Ya no tenía el aspecto del magnífico ser semidivino a quien habían otorgado la Corona de Hierba ante Nola tantas campañas atrás, pero era él, y, con él se habían gastado, encanecido y hasta llenado de arrugas. Así, conforme caminaba entre ellos alentándoles para el combate, sus manos se iban alzando en silencio, dándoles a entender que perdieran cuidado, que les darían una buena paliza a los samnitas.
Dos horas escasas antes de oscurecer se entabló la batalla. Las tres legiones que habían sido de Escipión Asiageno formaban el núcleo de la división izquierda, y, aunque Sila no tomó su mando, optó por mantenerse en su zona de operaciones, y, en lugar de montar su clásica mula, eligió un caballo blanco, advirtiéndoselo a los soldados para que le conocieran y le vieran bien si participaba en el combate. Escogió un promontorio que le daba una buena panorámica del campo de batalla, y a lomos del blanco corcel asistió al desarrollo de la batalla. Vio que en Roma habían abierto las hojas de la puerta Colina y alzado el rastrillo, aunque nadie salía para intervenir en el combate.
Las fuerzas enemigas que se enfrentaban a su división izquierda eran las más temibles y estaban compuestas exclusivamente por samnitas al mando de Poncio Telesino, pero con cuarenta mil hombres era algo menos numerosa; cierta compensación, pensó, tocando al palafrenero con el pie para que el muchacho hiciese avanzar al caballo. Como no era buen jinete, no se fiaba de aquel noble bruto, y prefería que le guiaran a mano. Sí, el ala izquierda cedía y tenía que acudir allá. Vatia, que estaba en terreno llano, seguramente no advertía que uno de sus problemas más graves era la puerta abierta de la ciudad; conforme los samnitas avanzaban implacables causando bajas con sus espadas cortas, algunos hombres de Vatia entraban en Roma en lugar de aguantar y conservar el terreno.
Justo cuando se disponía a entrar en la refriega, oyó un fuerte palmetazo del mozo en el flanco del caballo y tuvo la presencia de ánimo de inclinarse y agarrarse a la crin con ambas manos en el momento en que el animal arrancaba a galope. Miró de soslayo hacia atrás y comprendió el porqué: dos lanceros samnitas le habían lanzado el arma a la vez y, de no ser por el mozo, que había hecho arrancar al animal, le habrían derribado. Detuvo al caballo, y el muchacho en seguida le dio alcance y agarró al corcel por la cola.
Dirigió una agradecida sonrisa al mozo y se internó en el combate con la espada en la mano derecha y un escudo en la izquierda. Dio con algunos hombres que conocía y les ordenó bajar el rastrillo, lo que hicieron sin ninguna consideración para los que estaban debajo, advirtió jocoso. La medida dio resultado; al no tener donde retroceder, las legiones de Escipión aguantaron, y la legión de veteranos inició la lenta y constante maniobra de hacer retroceder al enemigo.
Sila no tenía ni idea qué tal iba Craso con el ala derecha, porque, aun en el promontorio, la distancia era muy grande para apreciarlo, y él sabía desde el principio que la izquierda era la más débil. La más dotada era la división de Craso con cuatro legiones de veteranos.
Al caer la noche prosiguió el combate a la luz de miles de antorchas alzadas en los adarves de las murallas de Roma. En un segundo impulso, el ala izquierda cobró ánimo. El propio Sila seguía en el centro de la lid, impulsando a los atemorizados soldados de Escipión y tomando parte en el cuerpo a cuerpo, ayudado magníficamente por el palafrenero que en ningún momento dejaba que el caballo entorpeciera sus ataques.