Unas dos horas más tarde, las huestes samnitas cedían al empuje del ala izquierda y retrocedían hasta el campamento de Pompeyo Estrabón, exhaustas e incapaces de contener el alud de las fuerzas de Sila. Roncos de gritar, Sila, Vatia y Dolabela animaron a sus soldados a no dar cuartel, y éstos aniquilaron a los samnitas dentro de su campamento. Poncio Telesino cayó con el cráneo hendido, y sus hombres se desmoralizaron.
– ¡ No hagáis prisioneros! -clamó Sila-. Matadlos a todos; a flechazos si se agrupan para rendirse.
En aquel encarnizado momento de la batalla habría sido más difícil convencer a la tropa de respetar al enemigo. Y los samnitas perecieron.
Sólo después de la victoria, Sila, ya en su habitual mula, tuvo tiempo para interrogarse respecto a la suerte que habría corrido Craso. No había la menor señal de la división derecha, pero tampoco había rastros del enemigo. Craso y sus adversarios habían desaparecido.
Hacia media noche llegó un mensajero mientras Sila recorría el antiguo campamento de Pompeyo Estrabón asegurándose de que los caídos estaban todos muertos; se detuvo al ver llegar al hombre que traía las noticias.
– ¿Te envía Marco Craso? -le preguntó.
– Sí -contestó el hombre, que no parecía abatido.
– ¿Dónde se encuentra?
– En Antemnae.
– ¿En Antemnae?
– El enemigo retrocedió y huyó antes de medianoche, y Marco Craso fue en su persecución. En Antemnae hubo otra batalla y vencimos. Marco Craso me envía para pedirte comida y vino para sus tropas.
Con una gran sonrisa, Sila gritó órdenes para que se buscasen las provisiones solicitadas, y luego, montado en su mula, acompañó al convoy de aprovisionamiento por la vía Salaria hasta Antemnae, a pocos kilómetros. Allí, él y Vatia hallaron a la maltrecha ciudad recobrando la calma después de la batalla que casi la había destruido; las casas ardían, y brigadas con baldes se esforzaban por atajar el fuego, y había muertos por doquier, aplastados por los habitantes despavoridos que habían huido tratando de salvar sus vidas y pertenencias.
Craso le esperaba en el otro extremo de Antemnae, en donde había reunido en un campo a los enemigos supervivientes.
– Habrá unos seis mil -dijo a Sila-. Vatia se enfrentó a los samnitas, y a mi me tOcaron los lucanos, los capuanos y el resto de las tropas de Carbón. Tiberio Gutta cayó en el combate, Marco Lamponio creo que ha escapado, y tengo prisioneros a Bruto Damasipo, Carrinas y Censorino.
– ¡Inmejorable! -exclamó Sila, mostrando sus encías al sonreír-. A Dolabela no le gustó que te concediese el mando y tuve que prometerle el consulado para el año que viene, pero yo sabía que había hecho bien eligiéndote a ti, Marco Craso.
Vatia volvió la cabeza, mirando estupefacto a Sila.
– ¿Que Dolabela ha exigido eso…? Cunnus! Mentula! Verpa! Fellator!
– No te preocupes, Vatia, tú también serás cónsul -dijo Sila, sin dejar de sonreír-. A Dolabela le sentará mal; se excederá cuando gobierne la provincia que le corresponda, y se pasará el resto de sus días desterrado en Massilia con todos los que cometen abusos -añadió, señalando la reata con las vituallas-. ¿Dónde dejamos el tentempié, Marco Craso?
– Creo que aquí, si puedo encontrar otro lugar para los prisioneros -respondió el flemático Craso, que no daba a entender que acabase de haber conseguido una importante victoria.
– He traído la caballería de Balbo para que escolte a los prisioneros ahora mismo hasta la Villa Publica -dijo Sila-. Habrá amanecido cuando se pongan en marcha.
Mientras Octavio Balbo reunía a los abatidos enemigos, Sila mandaba llevar a su presencia a Censorino, Carrinas y Bruto Damasipo. A pesar de ser los vencidos, no lo demostraban en absoluto.
– ¡Ah! ¿Pensáis que vais a volver a presentar batalla en otra ocasión? -dijo Sila, sonriendo aviesamente-. Pues no, mis queridos amigos romanos. Poncio Telesino ha muerto, y a los supervivientes samnitas he ordenado que los mataran a flechazos. Como os habéis aliado con samnitas y lucanos, no os considero romanos, y, por consiguiente, seréis juzgados por traición y ejecutados. Sin dilación.
Y así fueron decapitados los tres adversarios más irreductibles de la guerra en un campo de las afueras de Antemnae, sin juicio ni previo aviso. Sus cuerpos fueron arrojados a la inmensa fosa común en que enterraron a los caídos del enemigo, pero Sila mandó meter las cabezas en un saco.
– Catilina, amigo -dijo a Lucio Sergio Catilina, que había venido con Vatia, acompañándole-, hazte cargo de ellas, encuentra la cabeza de Tiberio Gutta, coge también la de Poncio Telesino, vuelve a la puerta Colina y cabalga hasta donde está Ofela. Y dile que las ponga una por una en su catapulta más potente y las lance dentro de Praeneste.
El rostro agradable y moreno de Catilina se iluminó con inusitada vivacidad.
– Encantado, Lucio Cornelio. ¿Puedo pedir un favor?
– A ver; pero no prometo nada.
– ¡Déjame entrar en Roma y dar con Marco Mario Gratidiano! Quiero su cabeza. Si el hijo de Mario la ve, se dará cuenta de que Roma es tuya y que su carrera se ha acabado.
Sila meneó despacio la cabeza, pero no en signo negativo.
– ¡Oh, Catilina, eres de lo mejor entre mis hombres! ¡Cómo te estimo! Gratidiano es tu cuñado.
– Era mi cuñado -replicó Catilina con voz queda-. Mi esposa murió poco antes de que me uniera a ti.
Lo que no dijo era que Gratidiano le había acusado de matarla él para poder continuar libremente una aventura.
– Bueno, de todos modos, Gratidiano tendrá que caer más tarde o más temprano -dijo Sila, volviéndose de espaldas y encogiéndose de hombros-. Añade su cabeza a la colección si crees que puede impresionar al joven Mario.
Dispuesto todo debidamente, Sila, Vatia y los legados se reunieron con Craso, Torcuato y los hombres de la división derecha a celebrar la victoria, mientras Antemnae ardía y Lucio Sergio Catilina se encaminaba feliz a realizar su siniestro cometido.
Como si no necesitara dormir, Sila regresó a Roma, pero no entró en ella. El mensajero que había enviado por delante de él conminó al Senado a reunirse en el templo de Bellona, en el Campo de Marte. Cuando iba hacia allí se detuvo para comprobar que los seis mil prisioneros quedaban congregados en la Villa Publica (próxima al templo), y dio algunas órdenes. Después prosiguió y desmontó de la mula en el espacio vacío y descuidado que había ante el templo, llamado «territorio enemigo».
Naturalmente que ningún senador habría osado resistirse a las exigencias de Sila, y en el interior le aguardaban un centenar aproximadamente, todos de pie, pues no les parecía conveniente hacerlo sentados en sus sillas plegables. Unos cuantos tenían aspecto de lo más tranquilo -Catulo, Hortensio, Lépido-, a otros se los veía aterrados -un par de Flacos, un Fimbria, un Carbón de poca categoría-, pero la mayoría mostraba actitud de borrego, vacua pero atemorizada.
Con la coraza pero sin casco, Sila cruzó sus filas como si no existieran, y subió al pedestal de la estatua de Bellona, añadida al templo desde que se había puesto de moda representar con figura humana hasta a los antiguos dioses romanos. Como también ella revestía armadura, hacía buena pareja con Sila, incluida la fiera mirada de su rostro helenístico. Ella, no obstante, poseía belleza, en agudo contraste con Sila. Su aparición causó profunda impresión en la mayoría de los reunidos, pero ninguno osó manifestarlo. Llevaba la peluca de rizos naranja algo descentrada, manchada su túnica escarlata y los puntos enrojecidos de su rostro destacaban sobre el fondo blanco de su piel de albino como lagos de sangre sobre la nieve. Muchos se condolieron, aunque por distinto motivo: unos porque le habían conocido y le apreciaban, otros porque esperaban, al menos, que el nuevo amo de Roma tuviese gran prestancia. Y aquel hombre más parecía un travestí en decadencia.