Al hablar, le bailaban los labios, y algunas de sus palabras costaba entenderlas; hasta que, al seguir hablando así, los que le oían se esforzaron por entenderle, sabedores de que en ello les iba la vida.
– ¡Veo que he llegado en el momento oportuno! -dijo-. El Territorio Enemigo está lleno de hierbajos, y todo necesita una buena limpieza y un repintado; las piedras de las vías asoman por el firme gastado, las lavanderas tienden la ropa en la Villa Publica. ¡ Habéis cuidado estupendamente de Roma! ¡ Imbéciles! ¡ Bellacos! ¡ Inútiles!
Su discurso continuó seguramente en el mismo tono mordaz, sarcástico; pero después de exclamar «¡Inútiles!», las palabras quedaron apagadas por un tremendo griterío procedente de la Villa Publica. Se oían gritos, chillidos y alaridos espantosos, y al principio todos fingieron seguir escuchándole, pero los horripilantes clamores no cesaban y los senadores comenzaron a rebullir, musitando y dirigiéndose temerosas miradas.
Y el griterío cesó de pronto tan súbitamente como había comenzado.
– ¿Qué, corderillos, estáis asustados? -dijo Sila sarcástico-. ¡ No os asustéis! Eso que habéis oído no es más que mis hombres amonestando a unos criminales.
Tras lo cual descendió del pedestal de la estatua de Bellona y salió del templo como si no hubiese advertido la presencia de un solo senador de Roma.
– Me temo que no se encuentra muy bien -comentó Catulo a su cuñado Hortensio.
– Con el aspecto que tiene, no me extraña -replicó Hortensio.
– ¿Y nos ha hecho venir aquí para decirnos eso? -añadió Lépido-. ¿Y a quién amonestarían?
– A los prisioneros -dijo Catulo.
Y, efectivamente, mientras Sila se dirigía al Senado, sus hombres ejecutaban a los seis mil prisioneros de la Villa Publica con flechas y espadas.
– Yo voy a observar una perfecta buena conducta en toda ocasión -dijo Catulo a Hortensio.
– ¿Por qué, en concreto? -inquirió Hortensio, que era hombre mucho más arrogante y práctico.
– Porque tenía razón Lépido. Sila nos ha convocado aquí para que oigamos cómo morían los que se han opuesto a él. Lo que diga no tiene la menor importancia, pero lo que haga si que tiene una gran importancia para todos nosotros que queremos vivir. Tendremos que portarnos bien y procurar no enojarle.
– Creo que exageras, mi querido Quinto Lutacio -replicó Hortensio, encogiéndose de hombros-. Dentro de unas semanas se habrá marchado; logrará que el Senado y las asambleas legalicen sus hazañas y le devuelvan el imperium, figurará en primera fila de los consulables y Roma reanudará su vida normal.
– ¿De verdad lo crees? -dijo Catulo, estremeciéndose-. No sé cómo lo hará, pero creo que vamos a tener esos inquietantes ojos de Sila desde una posición de superioridad por mucho tiempo.
Sila llegó a Praeneste al día siguiente, el tercero del mes de noviembre.
Ofela le recibió entusiasmado y señaló a dos hombres que había a un lado, vigilados por la guardia.
– ¿Los conoces? -inquirió.
– Es posible, pero no sé sus nombres.
– Son dos tribunos de las legiones de Escipión que llegaron a galope tendido a la mañana siguiente de la batalla en la puerta Colina para decirme que habías sido derrotado y muerto en combate.
– ¡Ah! ¿Y tú no los creíste?
Ofela soltó una carcajada.
– Te conozco muy bien, Lucio Cornelio. Para matarte a ti hacen falta muchos samnitas.
Y con la celeridad del prestidigitador que hace aparecer un conejo de un orinal, Ofela alargó la mano hacia atrás y sacó la cabeza del hijo de Mario.
– ¡Ah! -exclamó Sila, mirándola de cerca-. Guapo muchacho, ¿verdad? Se parece a la madre, desde luego. Y no sé a quién salió en inteligencia, pero no ha sido al padre. Guárdala de momento -añadió, haciendo un gesto para que la apartara-. ¿Así que Praeneste se rindió?
– Casi inmediatamente después de lanzar las cabezas que me trajo Catilina. Se abrieron las puertas de par en par y todos salieron con bandera blanca y dándose golpes de pecho.
– ¿También el joven Mario? -preguntó Sila sorprendido.
– ¡Ah, no! Él se metió en las cloacas para intentar escapar. Pero ya hacia meses que tenía yo enrejados los desagües. Junto a uno de ellos le encontramos, con la espada clavada en el vientre y el criado griego llorando a sus pies -contestó Ofela.
– ¡ Bien, es el último de su estirpe! -comentó Sila con aire de triunfo.
Ofela le miró de hito en hito. ¡Aquel Lucio Cornelio no olvidaba nada!
– Aún hay uno libre -se apresuró a añadir, arrepintiéndose inmediatamente, pues Sila no era de los que les gustan que les recuerden que tienen fallos.
Pero Sila no se inmutó y esbozó una sonrisa.
– Supongo que te refieres a Carbón -dijo.
– Sí, a Carbón.
– Carbón también ha muerto, mi querido Ofela. El joven Pompeyo le hizo cautivo y le ejecutó por traición en el ágora de Lilibeo a finales de septiembre. ¡Es excepcional ese Pompeyo! Creí que tardaría unos cuantos meses en organizar Sicilia y acorralar a Carbón, y lo hizo todo en un mes. ¡Y aun se las arregló para enviarme la cabeza de Carbón con un mensajero especial, en un tarro de vinagre! ¡ Muy propio de él! -añadió Sila, conteniendo la risa.
– ¿Y el viejo Bruto?
– Prefirió suicidarse antes que delatar a Pompeyo el paradero de Carbón. En vano, claro, porque la tripulación de su nave (trataba de reunir una flota para Carbón) se lo contó todo a Pompeyo, naturalmente. Entonces, mi brillante y eficiente legado envió a su cuñado a Cossura, a donde había huido Carbón, para que le trajese encadenado a Lilibeo. Pero son tres las cabezas que me ha enviado Pompeyo, no dos. Las de Carbón, el viejo Bruto y Sorano.
– ¿Sorano? ¿Quinto Valerio Sorano, el erudito que era tribuno de la plebe?
– El mismo.
– ¿Y por qué? ¿Qué había hecho? -inquirió Ofela, sin salir de su asombro.
– Decir en voz alta desde los ros tra el nombre secreto de Roma -contestó Sila.
– ¡Por Júpiter! -exclamó Ofela estremeciéndose, con la boca abierta.
– Afortunadamente -mintió Sila-, el gran dios tapó los oídos de los que estaban en el Foro y nadie lo oyó. No sucede nada, mi querido Ofela. Roma no perecerá.
– ¡Ah, menos mal! -dijo éste, enjugándose el sudor de la frente-. Había oído de gente que hace cosas extrañas, ¡pero eso de pronunciar el nombre secreto de Roma es el colmo! -y de pronto le vino una idea a la cabeza y tuvo que preguntar-. ¿Y qué hacía Pompeyo en Sicilia, Lucio Cornelio?
– Asegurarme la cosecha.
– Algo había yo oído, pero confieso que no le di crédito. Es un muchacho.
– Humm -musitó Sila, sin rebatírselo-. Pero, así como el hijo de Mario no salió a su padre, el joven Pompeyo sí que es digno hhijo de Pompeyo Estrabón. Y de sobra.
– Entonces pronto regresará -dijo Ofela, no muy contento con aquella nueva estrella en el cielo de Sila, él que se creía sin rival.
– Aún no -respondió Sila como quien no quiere la cosa-. Le he enviado a Africa para que se apodere de la provincia. Y supongo que es lo que hace en este momento -añadió, señalando hacia la tierra de nadie, en donde una gran multitud de hombres aguantaba de pie el ardiente sol-. ¿Son los que se rindieron con las armas en la mano?
– Sí. Son doce mil. Una mezcla heterogénea -contestó Ofela, satisfecho por cambiar de tema-. Romanos del hijo de Mario, muchos praenestinos y algunos samnitas. ¿Quieres verlos más de cerca?
Accedió, pero no se entretuvo mucho. Perdonó a los romanos y ordenó que se ejecutara allí mismo a praenestinos y samnitas. Tras lo cual mandó que los supervivientes de la ciudad -viejos, mujeres y niños- enterraran los cadáveres en la tierra de nadie. Paseó por la ciudad, que no conocía, y frunció el ceño enfurecido al ver el deplorable estado en que había quedado el templo de Fortuna Primigenia, saqueado por el hijo de Mario para obtener la madera para su torre.