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– Yo soy un favorito de la Fortuna -dijo a los miembros del consejo de la ciudad que habían sobrevivido-, y haré que vuestra Fortuna Primigenia sea el mejor templo de toda Italia. Pero a expensas de Praeneste.

El cuarto día de noviembre, Sila se llegó a Norba, aunque ya sabía lo que había sucedido.

– Se avinieron a rendirse -dijo Mamerco, con los labios apretados de rabia- y luego incendiaron la ciudad y mataron a todos los que quedaban o se suicidaron, mujeres, niños, los soldados de Ahenobarbo, y todos los varones. Lucio Cornelio, siento que no haya habido prisioneros en Norba.

– No importa -contestó Sila, indolente-. En Praeneste hemos hecho buena redada. A su lado, Norba casi no se hubiera notado.

Y el quinto día de noviembre, cuando el sol bañaba ya las estatuas doradas en lo alto del templo, y la luz de la mañana daba a la ciudad un aspecto menos deplorable, Lucio Cornelio entraba en Roma. Lo hizo por la puerta Capena en solemne cortejo, sobre el caballo blanco que el palafrenero había guiado con firme mano durante la batalla de la puerta Colina, y con su mejor coraza, la de plata con la musculatura en relieve y una escena cincelada de su ejército ofreciéndole la Corona de Hierba ante las murallas de Nola. Con él, ataviado con la toga bordada de púrpura, cabalgaba Lucio Valerio Flaco, el príncipe del Senado, y, detrás de ellos, los legados por parejas, incluido Metelo Pío y Varrón Lúculo, a quien había ordenado venir de la Galia itálica cuatro días antes para tan magna ocasión. De todos los que destacarían en el futuro, sólo faltaban Pompeyo y Varrón el sabino.

Su única escolta militar fueron aquellos setecientos soldados de caballería que habían salvado la situación engañando a los samnitas; su ejército estaba en el desfiladero, demoliendo las murallas para restablecer el tránsito en la vía Latina. Luego, quedaba por derruir el muro de Ofela y descargar una enorme cantidad de materiales en diversos campos; gran parte de los bloques de toba se habían partido al demoler el muro, y Sila sabía ya qué iba a hacer con ellos: se utilizarían para la mampostería opus incertum del nuevo templo de Fortuna Primigenia de Praeneste. No debía quedar signo alguno de las hostilidades.

Muchos salieron a la puerta para ver su entrada en Roma, pues por mucho riesgo que existiese, los romanos eran incapaces de sustraerse a cualquier clase de espectáculo, y aquél era un momento histórico. Muchos de los que le veían entrar a caballo estaban convencidos de ser testigos del fin de la República, y corría el rumor de que intentaba convertirse en rey de Roma. ¿Cómo, si no, iba a conservar el poder? ¿Cómo iba a desprenderse de él, después de lo que había hecho? Y no tardaron en ver un escuadrón especial de caballería que venía inmediatamente detrás de la última pareja de legados, con las lanzas enhiestas y en sus puntas clavadas las cabezas de Carbón y el hijo de Mario, de Carrinas, de Censorino, del anciano Bruto, de Mario Gratidiano, de Bruto Damasipo, de Poncio Telesino, de Gutta de Capua y Sorano y de Cayo Papio Mutilo de los samnitas.

A Mutilo le llegó la noticia del desastre de la puerta Colina al día siguiente de la batalla, y lloró tan desconsoladamente que Bastia acudió a ver qué le sucedía.

– ¡Todo se ha perdido! ¡Todo! -exclamó, sin acordarse de cómo ella le había insultado y atormentado, ya que era la única persona que le quedaba a la que estaba unido por vínculos familiares-. ¡Ha sucumbido mi ejército! ¡Ha vencido Sila! ¡Sila será rey de Roma y el Samnio desaparecerá!

Durante el rato que tardó en encender todas las mechas de un candelabro, Bastia no cesó de mirar a aquel hombre totalmente abatido que no podía moverse del sofá, sin hacer intento alguno de consolarle; sólo le miraba, inmóvil, con ojos muy abiertos. Pero, de pronto, a su mirada afloró el brillo de una decisión y su rostro se endureció. Y dio unas palmadas.

– Decid, domina -dijo el mayordomo desde la puerta, mirando consternado a su lloroso amo.

– Busca al germano y prepara la litera -dijo ella.

– Domina… -arguyó el mayordomo, perplejo.

– ¡No te quedes ahí! ¡Haz inmediatamente lo que te digo!

El mayordomo tragó saliva y desapareció.

– ¿Qué significa esto? -inquirió Mutilo, enjugándose las lágrimas.

– Quiero que te vayas -replicó ella entre dientes-. ¡No quiero compartir la derrota! ¡Quiero conservar mi casa, mi dinero, mi vida! ¡Así que márchate, Cayo Papio! ¡Vuelve a Aesernia, a Bovianum o a donde tengas casa! ¡A donde sea, menos aquí! No quiero que me arrastre tu desgracia.

– ¡No puedo creerlo! -dijo él con voz entrecortada.

– ¡Pues créetelo! ¡Fuera!

– ¡ Pero, Bastia, estoy paralítico! ¡ Soy esposo tuyo y estoy paralítico! ¿No sientes compasión ni afecto?

– Ni te amo ni te tengo compasión -replicó ella hoscamente-. Han sido tus estúpidas y fútiles conjuras y guerras contra Roma las que te han dejado inútiles las piernas y lo que a mí me servía, las que me han privado de los hijos que podría haber tenido y de todo el placer que hubiera podido compartir contigo. Me he pasado casi siete años viviendo aquí sola mientras tú, en Aesernia, te dedicabas a intrigar y tramar, y cuando te dignas visitarme, llegas oliendo a mierda y orines, y dándome órdenes… ¡Oh, no, Cayo Papio Mutilo, esto se ha acabado! ¡Vete de aquí!

Y como su mente era incapaz de abarcar la magnitud de su desgracia, Mutilo no hizo protesta alguna cuando su criado germano le levantó de la cama y le condujo en brazos a la puerta principal, donde le aguardaba la litera al pie de la escalinata. Bastia los había seguido como una reencarnación de la Gorgona, hermosa y diabólica, con una mirada capaz de convertir en piedra a un hombre. Cerró tan de golpe la puerta que pilló la orla de la capa del germano, y éste dio un traspiés; se echó el peso de su amo sobre el brazo izquierdo y comenzó a tirar de la capa.

Cayo Papio Mutilo llevaba en el cinto un puñal militar, mudo recuerdo de la época en que había sido guerrero samnita. Lo desenvainó, apoyó la cabeza contra la puerta y se cortó el cuello. La sangre salpicó por doquier, manchó la puerta y se escurrió por los escalones, mojando al germano, que profirió horrorizados alaridos que hicieron acudir a gente de un extremo y otro de la calle. Lo último que vio Cayo Papio Mutilo fue a aquella Gorgona, que, al abrir la puerta, recibió el último borbotón de sangre.

– ¡Te maldigo, mujer! -fueron las últimas palabras que intentó pronunciar.

Pero ella no le oyó ni se estremeció o inmutó, sino que mantuvo la puerta bien abierta y gritó al lloroso germano:

– ¡Éntrale!

Y dentro, con el cadáver de su esposo en tierra, ordenó:

– Córtale la cabeza, que voy a enviársela a Sila como obsequio.

Bastia hizo honor a lo dicho y envió la cabeza de su esposo a Sila, con sus cumplidos. Pero la historia que Sila supo de labios del desgraciado mayordomo obligado a llevársela no era muy halagüeña para Bastia. Entregó la cabeza de su enemigo a los tribunos militares de su estado mayor y dijo imperturbable:

– Matad a la mujer que la ha enviado. Quiero que muera.

Así, las cuentas quedaban casi canceladas. Con excepción de Marco Lamponio de Lucania, todos los enemigos de relieve que se habían opuesto al regreso de Sila a Italia estaban muertos. De haberlo querido, hubiera podido convertirse en rey de Roma sin obstáculo alguno.

Pero él tenía una solución más acorde con el criterio de quien creía en la tradición de un mos maiorum republicano, y con ese ánimo desfiló por el circo Máximo, sin ninguna ambición regia.

Era viejo y estaba enfermo; durante cincuenta y ocho años había batallado con una concatenación de circunstancias y acontecimientos adversos que constantemente le habían privado del placer de la justicia y la recompensa, de su justo papel en la historia de Roma, al que tenía derecho por nacimiento y capacidad. No había tenido otra elección ni ninguna oportunidad para continuar su ascenso legal en el cursus honorum honorablemente. En todas las etapas había habido alguien o algo que le entorpecía el camino, imposibilitando la vía recta y legal. Pues allí estaba, cabalgando en la dirección indebida por el circo Máximo. Un despojo de cincuenta y ocho años, sintiendo en sus entrañas el ardor del triunfo y del fracaso. Amo de Roma. El primer hombre de Roma. Se había vengado. Pero la desilusión de la edad, su físico estragado y la muerte inexorable, convertían su júbilo en amarga tristeza, destruyendo el placer y exacerbando su dolor. Qué tarde, qué amarga, qué tuerta era su victoria…