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Muchos en Roma esperaban de él una actividad febril nada más publicarse su nombramiento de dictador, pero no hizo nada hasta que el cargo fue ratificado tres nundinae más tarde de acuerdo con la lex Caecilia Didia.

Tras tomar por residencia la casa que había pertenecido a Cneo Domicio Ahenobarbo (exiliado en Africa), Sila no hizo otra cosa que pasear constantemente por la ciudad. Su casa había quedado totalmente destruida por el fuego cuando Cayo Mario y Cinna tomaron Roma; caminó por el Germalus del Palatino para ver las ruinas, hurgó displicentemente entre ellas y miró por encima del circo Máximo hacia los plácidos relieves del Aventino. A cualquier hora del día, desde el amanecer hasta que anochecía, se le veía solo en el Foro, mirando el Capitolio, la estatua gigantesca de Cayo Mario junto a los rostra o alguna otra de las numerosas estatuas de Mario, la sede del Senado o el templo de Saturno.

Paseaba por la orilla del Tíber desde el inmenso mercado de los Emilios en el puerto de Roma hasta el Trigarium, donde nadaban los jóvenes. Caminaba desde el Foro hasta cada una de las dieciséis puertas de Roma, y recorría las calles de arriba abajo.

En ningún momento mostró temor alguno por su vida ni requirió a ningún amigo para que le acompañase, y menos aún se le ocurrió ir con un guardaespaldas. A veces vestía la toga, pero casi siempre iba envuelto en una enorme capa más cómoda, porque el invierno se anticipaba y prometía ser tan crudo como el anterior. Algún día esplendoroso y de calor excepcional salía con la simple túnica, dejando ver lo demacrado que estaba a pesar de que había sido un hombre de buena constitución y estatura mediana, como bien recordaba la gente; pero se había encogido, estaba encorvado y andaba como un octogenario. Siempre llevaba aquella ridícula peluca, y como ya estaba curado de la erupción del rostro, volvía a pintarse con stibium las canosas cejas y pestañas.

Una vez concluido el intervalo de mercado para la ratificación del nombramiento de dictador, los que habían sido testigos de su espantosa furia en el Senado, y no habían sido objeto de ella, como Lépido, comenzaron a sentirse lo bastante tranquilos como para comentar los paseos de aquel viejo con cierto desdén. La memoria es olvidadiza.

– ¡Es un travestí! -dijo Hortensio a Catulo, con un bufido.

– Le matarán -añadió Catulo displicente.

Hortensio profirió una risita.

– O caerá abatido por un ataque de apoplejía. ¿Sabes que no entiendo por qué le tenía tanto miedo? -añadió, asiendo el brazo togado de su cuñado y zarandeándole-. Está aquí, pero es como si no estuviera. ¡Es curioso; al final, Roma se ha quedado sin su esforzado restaurador! Está acabado, Quinto, senil.

Era una opinión que se difundía entre todas las clases conforme transcurrían los días y aquella frágil figura recorría la ciudad con la peluca torcida y su grotesco maquillaje de stibium. ¿No se ponía polvos para disimular las cicatrices? Y hablaba solo, meneando la cabeza; y a veces gritaba al aire. Chocheaba.

Había constituido un acto de gran valor en hombre tan presumido exponer a la vista de todos la ruina de la edad; sólo Sila sabía lo que era el sufrimiento por el estado al que le había reducido la enfermedad, sólo él sabía cuánto anhelaba volver a ser el hombre magnífico de la época en que marchó a combatir a Mitrídates. Pero se había dicho a si mismo, mirándose en el espejo, que cuanto antes tuviera el valor de mostrarse a los romanos tal cual era, antes podría olvidar lo que el espejo le había delatado. Y así fue. Sobre todo porque sus paseos no carecían de propósito ni eran muestra de chochez. Sila paseaba para conocer el estado de Roma, sus necesidades y lo que había que hacer. Y cuanto más caminaba más se enfurecía y más se apasionaba, porque en sus manos tenía la posibilidad de transformar aquella ciudad dilapidada y descuidada, devolviéndole su antigua belleza.

Esperaba además la llegada de algunas personas que le importaban, aunque no porque sintiera afecto por ellas, ni porque las necesitara: su esposa, sus mellizos, su hija mayor, sus nietos y… Tolomeo Alejandro, heredero del trono de Egipto. Habían aguardado pacientemente al cuidado de Crisógono, primero en Grecia y después en Brundisium; pero a finales de diciembre llegarían a Roma. Dalmática tendría que vivir de momento en la casa de Ahenobarbo, pero la residencia de Sila ya había comenzado a reconstruirse. Filipo -muy bronceado y lleno de entusiasmo- acababa de llegar de Cerdeña, convocado oficiosamente por el Senado, y había intimado a la medrosa Cámara a aprobar unos fondos públicos inexistentes para que el Estado devolviese a Sila lo que le había sido arrebatado. ¡Gracias, Filipo!

El veintitrés de noviembre se ratificó oficialmente la dictadura de Sila con la correspondiente ley. Y aquel mismo día, los romanos, al despertarse, vieron que habían desaparecido todas las estatuas de Mario del Foro Romano, del Boarium, del Holitorium, de los distintos cruces y plazas, así como de los solares. También faltaban los trofeos colgados en el templo que había erigido en el Capitolio al Honor y la Virtud, que, aunque afectado por el fuego, aún alojaba en sus salas armaduras, banderas, estandartes enemigos y las condecoraciones del prohombre, las corazas que había usado en Africa, en Aquae Sextiae, en Vercellae y en Alba Fucentia. También habían desaparecido las estatuas de otros personajes: Cinna, Carbón, el anciano Bruto, Norbano, Escipión Asiageno; pero, quizá porque eran mucho menos numerosas, no se notó tanto su ausencia como las de Cayo Mario, que dejaban un enorme vacío, numerosos pedestales con su nombre borrado y estípites con los genitales destrozados.

Y simultáneamente aumentaban los rumores sobre otras desapariciones más graves: también se notaba la ausencia de personas. Hombres que habían sido decididos partidarios de Mario, de Cinna, de Carbón o de los tres; caballeros en su mayoría, con boyantes negocios durante una época en que éstos eran difíciles; caballeros que habían obtenido lucrativas contratas estatales, habían prestado dinero a los tres o se habían enriquecido de diversos modos haciéndose partidarios de Mario, Cinna y Carbón. Ningún senador se había esfumado de repente, pero de pronto eran tantos los que faltaban que el hecho llamaba la atención. Y ya fuese por generalizarse este convencimiento, ya como consecuencia de él, la gente comenzaba a decir que había desapariciones, que unos diez o quince individuos fornidos llamaban a la puerta de un caballero, entraban y pocos momentos después salían con el dueño para llevárselo a los dioses sabían dónde.

Roma se rebullía inquieta y comenzaba a considerar los paseos de su apergaminado dictador como algo más que inocentes pasatiempos; lo que había sido una cosa divertida dentro de lo lamentable, tomaba ahora un cariz más siniestro, y las inocuas excentricidades de antes se convertían en actos con un propósito que apuntaba a los terribles planes del mañana. ¡Nunca hablaba con nadie! ¡Hablaba solo! ¡Había gritado un par de veces! ¿Qué es lo que hacía en realidad? ¿Por qué lo hacía?

A la par de esta inquietud creciente, las extrañas actividades de aquellas pandillas de aspecto inocuo que llamaban a las puertas de los caballeros se fueron haciendo más abiertas. Ahora se los veía aquí y allá tomando notas, o siguiendo como sombras a un influyente banquero de Carbón o a un acomodado agente de negocios de Mario. Los desaparecidos eran cada vez más. Por fin, cuando llamaron a la puerta de un senador pedarius que siempre había votado a Mario, Cinna o Carbón, dijeron que no estaba; y cuando salió a la calle se abatió sobre él una lluvia de brazos, y una espada le cortó la cabeza, que cayó al suelo con un ruido hueco. El cadáver quedó allí, desangrándose en el arroyo, pero la cabeza desapareció.

Todos comenzaron a encontrar motivo para pasarse por los rostra a contar las cabezas: Carbón, el hijo de Mario, Carrinas, Censorino, Escipión Asiageno, el anciano Bruto, Mario Gratidiano, Poncio Telesino, Bruto Damasipo, Tiberio Gutta de Capua, Sorano, Mutilo… ¡ No había más! No estaba la del senador pedario, ni ninguna de los desaparecidos. Y Sila continuaba paseando con su ridícula peluca torcida y las cejas y pestañas pintadas; pero, mientras que antes la gente se paraba a mirarle sonriente -de pura compasión-, ahora sentía un miedo cerval y tomaban en dirección opuesta o echaban a correr. A donde iba no encontraba a nadie, nadie le miraba, nadie le sonreía ni por compasión; nadie se le acercaba ni le importunaba. Iba sembrando el espanto como los fantasmas que salían del mundus en los dies religiosi.