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Ya en otras ocasiones había tratado en vano de despertarle a besos, aunque por otros motivos. Había que hacerlo zarandeándole y aporreándole.

– ¿Qué hay? -dijo él, sentándose y pasándose las manos por la espesa pelambrera color paja, tiesa como un copete. Sus ojos azules la miraron vigilantes. Así era Pompeyo: dormido como un muerto y totalmente despierto en un instante, hábitos del soldado-. ¿Qué hay? -repitió.

– En el atrium tienes un mensaje urgente.

Pero apenas había acabado Antistia la frase cuando él ya estaba en pie, calzado con unas pantuflas y con una túnica descuidadamente echada sobre su hombro pecoso. Inmediatamente salió del cuarto, cerrando la puerta.

Antistia permaneció un instante inmóvil, sin saber qué hacer. Su esposo había dejado la lámpara, pues él veía en la oscuridad como los gatos, y nada la impedía seguirle, aunque quizá no le gustase. ¡No importaba! Sin duda, las esposas tenían derecho a compartir noticias de tamaña importancia como para que los criados las anunciaran interrumpiendo el sueño de sus amos. Y salió del dormitorio con la lamparita para alumbrarse perentoriamente el camino por el enorme pasillo enlosado y de paredes de piedra. Un recodo, unos escalones, y se vio fuera de la imponente fortaleza gala en la civilizada villa romana, enlucida y primorosamente decorada con frescos.

Brillaban luces por doquier, y los criados se movían afanosos.

Y allí estaba Pompeyo, con una simple túnica y, sin embargo, como si fuese Marte en persona. ¡Ah, qué hombre tan extraordinario!

Y debía de aprobar su presencia, pues se había percatado de su llegada. Pero en aquel preciso momento llegó Varrón a toda prisa y se esfumaron las posibilidades de Antistia de compartir la causa que había motivado aquel desconcierto.

– ¡Varrón! ¡Varrón! -gritó Pompeyo, lanzando a continuación un alarido muy poco romano; un alarido como el que antaño proferían los galos al cruzar los Alpes para apoderarse de grandes zonas de la península, incluido Picenum, el pueblo natal de Pompeyo.

Antistia se sobresaltó y advirtió que Varrón también daba un respingo.

– ¿Qué sucede?

– ¡Sila ha desembarcado en Brundisium!

– ¿En Brundisium? ¿Cómo lo sabes?

– ¿Y qué importa? -replicó Pompeyo, cruzando el suelo de mosaico para agarrar al pequeño Varrón por los hombros y zarandearle-. ¡Ha llegado, Varrón! ¡Comienza la aventura!

– ¿Aventura? -inquirió Varrón, aturdido-. ¡Vamos, Magnus, no seas chiquillo! No es una aventura, sino una guerra civil… ¡y otra vez en suelo itálico!

– Me da lo mismo -replicó Pompeyo-. Para mi es una aventura. ¡Si supieras cuánto ansiaba esta noticia, Varrón! ¡Desde que Sila partió, Italia ha estado más sumisa que el perrillo de una vestal!

– ¿Y el asedio de Roma? -preguntó Varrón bostezando.

La euforia desapareció del rostro de Pompeyo, que dejó caer los brazos, dio un paso atrás y miró con aire sombrío a su interlocutor.

– ¡Prefiero olvidar el asedio de Roma! -replicó-. ¡Por sus malditas calles arrastraron desnudo el cadáver de mi padre atado a un asno!

El pobre Varrón se ruborizó de tal manera que hasta su calva mollera enrojeció.

– ¡Oh, Magnus, te pido perdón! ¡No quería… no iba yo siendo tu huésped… te ruego me perdones!

Pero Pompeyo se sobrepuso a su enojo, se echó a reír y dio una palmada a Varrón en la espalda.

– ¡Bah, ya sé que no lo hiciste tú!

Hacía un frío intenso en el amplio atrium, y Varrón se cubrió el torso con los brazos.

– Mejor será que salga para Roma inmediatamente.

– ¿Para Roma? -replicó Pompeyo, mirándole de hito en hito-. ¡Tú no vas a Roma; vienes conmigo! ¿En Roma qué va a pasar? Un rebaño de borregos corriendo de aquí para allá dando balidos y esas viejas del Senado discutiendo durante días enteros. ¡Ven conmigo, que será más divertido!

– ¿Y a dónde piensas ir?

– Pues a unirme a Sila.

– Para eso no me necesitas, Magnus. Monta a caballo y ya está. A Sila le alegrará contarte entre sus jóvenes tribunos militares; estoy seguro. Tú tienes experiencia de combate.

– ¡Oh, Varrón! -replicó Pompeyo con unos aspavientos que traicionaban su exasperación-. ¡No pienso unirme a Sila como joven tribuno militar! ¡Voy a llevarle tres legiones más! ¿Voy a ser yo lacayo de Sila? ¡Eso nunca! En esta empresa quiero ser su asociado.

La sorprendente afirmación dejó pasmados a la esposa de Pompeyo y a su amigo y huésped. Consciente de que había ahogado un grito de sorpresa, Antistia se apartó a un rincón fuera del alcance de la vista de Pompeyo; él ya había pasado por alto su presencia y ella quería escuchar. Necesitaba escuchar.

En los dos años y medio que llevaba casada con él, Pompeyo sólo en una ocasión se había apartado de ella más de un día. ¡Era una maravilla verse tan solicitada! Cosquillas, empellones, revolcones, apretujones, mordiscos, señales… Era como un sueño. ¿Quién lo habría imaginado? Ella, hija de un senador de poca monta y escasa fortuna, ¡casada con Cneo Pompeyo, llamado Magnus! Un hombre con una fortuna merced a la cual habría podido casarse con quien hubiera querido, señor de media Umbría y de Picenum, tan rubio y hermoso que todos decían que era como Alejandro Magno redivivo… ¡Qué marido le había buscado su padre! Y, además, después de varios años desesperando de no encontrar esposo por la escasez de su dote…

Sí, claro que sabía por qué Pompeyo se había casado con ella: por un buen servicio que le había prestado su padre, que había sido el juez del proceso que le habían instruido. Había sido una historia sonada y todo Roma se había enterado. El caso es que Cinna necesitaba desesperadamente una gran suma para financiar su campaña, y esa suma saldría de la fortuna del joven Pompeyo. Por eso el joven había sido procesado por cargos más bien atribuibles a su fallecido padre, Pompeyo Estrabón, que se había apropiado ilícitamente de parte del botín de Asculum Picenum: una red de caza y unas cajas de libros. Una insignificancia. La trampa estaba no en la magnitud del delito, sino en la multa. Si Pompeyo era declarado culpable, los validos de Cinna decidirían la cuantía del castigo, con entera libertad para despojarle de su fortuna.

Un hombre de talante más romano habría decidido batallar ante los tribunales y sobornar al jurado en caso necesario, pero Pompeyo, cuyo rostro proclamaba sus orígenes galos, optó por casarse con la hija del juez. Eso había sucedido en octubre, y, mientras discurrían noviembre y diciembre, el padre de Antistia había dejado que el proceso se estancara. El juicio de su yerno no llegó a celebrarse, pospuesto por augurios adversos, acusaciones de jurados corruptos, reuniones del Senado, malarias y pestes. Y en enero, el cónsul Carbón convenció a Cinna para que buscase de otro modo el dinero que tanto necesitaba. La fortuna de Pompeyo se había salvado.

Antístia, con apenas dieciocho años, había seguido a su deslumbrante marido a sus posesiones del noreste de la península itálica, y allí, en la imponente mole de piedra negra del reducto de Pompeyo se había entregado encantada a los deleites de ser su esposa. Afortunadamente para ella, era una jovencita llena de hoyuelos y curvas, madura para el amor, y nada había enturbiado su felicidad durante cierto tiempo, y cuando las punzadas de la insatisfacción se habían hecho sentir no eran consecuencia de la conducta de su adorado Magnus, sino de la de sus leales servidores, criados y feudatarios, que no sólo la miraban por encima del hombro, sino que se esforzaban en demostrarle su desdén. No era cosa insoportable mientras Pompeyo estuviese a su lado para regresar a casa por la noche, pero ahora hablaba de partir para la guerra, de poner en pie de guerra legiones y unirse a la causa de Sila. ¿Qué haría ella sin su adorado Magnus que la protegiese de los desaires de la gente?

Pompeyo seguía tratando de convencer a Varrón de que la única opción adecuada era acompañarle para unirse a Sila, pero aquel pequeñajo delgado y pedante, tan viejo de mentalidad por el simple hecho de haber pertenecido al Senado un par de años, continuaba resistiéndose.