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—Óyeme tú, Deza —oí la voz de De la Garza de nuevo a mi lado, no le cansaban sus rondas—, si sigues dándole bola al gitano éste, todas las tías se nos van a ir de rositas. Al paso que vamos, a la Patalarga nos la acaba levantando ese gordo, mira cómo se la camela el fanegas. Como una fiera.

Ni siquiera Wheeler le habría entendido esta vez una palabra, con todo su impecable español libresco. Era cierto que el joven juez Hood cuchicheaba al oído de Beryl y le arrancaba ahora carcajadas como recompensas, el labio superior de la negligente novia llevaba un rato desaparecido; en el sofá se rozaban irremisiblemente, el juez muy ensanchado y flotante. No le contesté al agregado, no todavía, como si no existiera, parecía haber olvidado con quién había venido la Patalarga. Pero en cambio Tupra aludió a él ahora, lo habría estado observando de refilón, como yo, o lo adivinaba pese a no conocer nuestra lengua y aún menos su jerga, siempre un poco artificial o voluntarista su jerga, sonaba a impostación, a remedo. Se le estaba ablandando y arrugando el pelo, nadie salió nunca incólume en Oxford de unos brindis con la Frasca.

—Será mejor que haga caso a su compatriota o amigo —me dijo Tupra en tono de paternalista guasa—, se está poniendo nervioso con las mujeres y su inglés no lo ayuda en la empresa. Debería usted echarle una mano. No creo que logre nada con Mrs. Wadman, la Deana viuda —empleó un término legal o irónico, 'dowager', para decir aquí 'viuda'—, antes le dediqué unos cumplidos que no sólo la han embellecido para toda la velada, sino que la han hecho sentirse, como diría, inaccesible, no creo que esta noche se considere digna de ningún vivo, ¿no la ve, tan por encima de las pasiones terrenas, tan hermosa en su septiembre, tan plácida hacia el otoño ignorado? Más le valdría probar con Beryl, aunque está muy distraída y nos tendremos que marchar ya pronto, hemos de conducir hasta Londres. O con Harriet Buckley, es Doctora en Medicina y creo que se ha divorciado hace unos días, su nuevo estado podría alentarla en sus investigaciones.

No sólo hubo humor en estos comentarios, respiraban algo de satisfacción ingenua, un poco de literatura; y en los ojos pálidos no hubo sólo su natural o indeliberada expresión burlona, se les había agudizado la diversión, era de las intencionadas. Fue entonces cuando me di cuenta de que sabía de su poder para persuadir a las mujeres y hacerlas sentirse diosas —tal vez menores— o despojos. O más bien pensé, en aquel momento, que él creía saber o que todo era pura broma, porque aún no había comprobado en cuan alto grado lo tenía. A la Deana viuda la había embellecido él con sus cumplidos, nada menos, y debía de estar muy seguro de la devoción o incondicionalidad de Beryl para hablar así de ella, como de una vieja compinche o antigua llama, por utilizar una expresión inglesa, en teoría libre para caer en debilidades de penúltimas copas o de risa última.

—No sabía que la viuda del Deán de York se llamara Mrs. Wadman —acerté a decir solamente.

Tupra sonrió mucho de nuevo, se le moderaban los extensos labios cuando lo hacía, no se le veían tan húmedos.

—Bueno, ese debería ser el nombre, siendo viuda y siendo de York, yo creo. —Echó un vistazo a su alrededor entonces, como si la mención de su pronta marcha le hubiera metido prisas. Miró el reloj, lo llevaba en la derecha—. Le ruego que me disculpe ahora, lo dejo con su compatriota. Debo hablar con el juez Hood antes de irme. Ha sido un placer, Mr. Deza, se lo aseguro.

—Mr. Tupra: lo mismo digo —respondí.

En prueba de su inglesidad, no me estrechó la mano para despedirse, lo normal es que en Inglaterra ese contacto se produzca nada más que una vez entre personas formales, sólo al ser presentadas y ya nunca más luego, aunque pasen meses o años hasta el siguiente encuentro entre dos individuos. Jamás lograba acordarme, se me quedó vacía la mano un segundo.

—Y una cosa, Mr. Deza —añadió balanceándose sobre los talones tras haberse apartado tan sólo un paso—: espero que no me tome por entrometido, pero si de verdad está harto de la BBC y quiere cambiar de aires, podríamos hablar de ello y ver de arreglarlo. Con sus buenos conocimientos útiles... Hable con Peter, pregúntele qué opina, consulte con él, si le parece. Él sabe dónde encontrarme siempre. Buenas noches.

Desvió un instante la mirada hacia Wheeler al mencionarlo, y lo mismo hice yo imitativamente. Fumaba su puro con avaricia e intentaba contener a la viuda Wadman con un disimulado pero firme codo contra sus costillas, el sopor la iba ladeando y acabaría vencida de un momento a otro, con la cabeza apoyada sobre el hombro de su anfitrión —o aún más incómodo, mullido pecho contra mullido pecho—, si alguien no la zarandeaba: estaba lista para sus justos sueños, el collar podría desabrochársele, perderse los gajos escote abajo. Volví a ver correspondencia en los ojos de Peter, quiero decir hacia los de Tupra, como si lo reconviniera un poco, muy poco, con la falta de énfasis con que se alude a una imprudencia consumada que al final no ha sido grave: 'Has exagerado, pero bueno. No has hecho caso', ese me pareció el mensaje, si es que lo hubo. Después Tupra bordeó el sofá hasta colocarse detrás, se inclinó y apoyó los antebrazos en el respaldo para decirle algo rápido —una sola frase— al joven juez Hood al oído, o fue más bien casi a la nuca, no era confidencial, supuse. Él y Beryl dejaron de reír, se volvieron para escucharle, ella miró el reloj maquinalmente de nuevo, como quien esperaba sólo a ser rescatada o tal vez relevada, descruzó sus piernas largas tan descubiertas. 'Estos tres saldrán juntos, se irán a la vez', me dije, 'Tupra llevará al gordo hasta Londres. O Beryl, si es quien conduce'.

—Como que me llamo Rafael de la Garza que esta noche no se me escapa viva alguna de estas guarras. No he venido hasta aquí para irme de vacío, no te jode. Hoy yo mojo, por encima de mi cadáver.

De la Garza no perdonaba un segundo, apenas me había separado de Tupra y ya volvía a la carga. Me acordé de un proverbio incomprensible, como casi todos ellos.

—Aunque la garza vuela muy alta, el halcón la mata. —Lo solté sin pensármelo, según me vino.

—¿Qué qué? ¿Qué cono has dicho?

—Nada.

De la Garza sí se fue de vacío, no te jode, o al menos no salió acompañado más que por el acalde aciago de alguna localidad del Oxfordshire y la que presumí su esposa, y no parecían proclives a las mescolanzas (en la mujer ni había reparado hasta entonces, poco contrarrestaría las desdichas del lugar que gobernaban) ni sobre todo en edad de ellas, el agregado se desprevino y le tocó acercarlos en su coche hasta donde fuera, Eynsham, Bruern, Bloxham, Wroxton, o quizá al sitio de peor fama desde la era isabelina, Hog's Norton, lo ignoro. Estaba en condiciones pésimas para conducir (y el volante a la derecha), pero debía de importarle una higa que lo multaran y era de esos sujetos ufanos a los que ni pasa por la cabeza que ellos puedan estrellarse. Sí pasó por la de Wheeler y éste manifestó su preocupación, se preguntó si no debía alojar a los tres aquella noche. Yo lo disuadí de la mera idea pese a la aprensión visible del laborista y su laboresa, que hablaron de pedir un taxi hasta Ewelme o Rycote o Ascot, no lo sé. No era mucho recorrido, dije, y era joven De la Garza, con reflejos de fábula a no dudarlo, un leopardo. Lo último a que estaba dispuesto era a encontrarme de nuevo en el desayuno con el aficionado o experto en literatura fantástica chic universal medieval, el Señor de las Guarras, y me importaba a lo sumo dos higas que se estrellara.

Y también salieron juntos los tres que había previsto, fueron de los primeros en irse. Por suerte para Sir Peter Wheeler, el único que se estancó hasta pasadas las doce fue Lord Rymer the Flask, no porque estuviera muy animado o sin sueño, sino por su incapacidad absoluta para mover un pie ni otro. Pero eso no representaba tanto problema, al vivir en Oxford aquel Recipiente. La señora Berry llamó a un taxi y entre ella y yo hicimos ahuecar a la pesada y alcohólica Frasca el sillón en que se había clavado a mitad de velada, y con empellones discretos (imposible tarea en volandas) lo sacamos hasta la puerta bajo la supervisión y guía del bastón de Peter; la colaboración del taxista para hacerlo encajar en el interior del vehículo en modo alguno fue rechazada, el hombre se las vería negras más tarde para desatascarlo él solo en destino. Los camareros de alquiler no pudieron largarse sin antes recoger las principales sobras en sus platos y fuentes, y después yo ayudé a la señora Berry con las tazas y copas y ceniceros finales, quedó todo bastante despejado, Wheeler odiaba ver por la mañana los vestigios de la noche, es algo que casi nadie soporta, yo tampoco. Cuando se retiró el ama de llaves Peter se sentó al pie de las escaleras con lentitud y cuidado, sujetándose al pomo de la barandilla hasta bien tocar tierra (no me atreví a ofrecerle una mano), y sacó de su petaca otro cigarro.