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—¿Va a fumarse otro puro ahora? —le pregunté extrañado, sabiendo que eso le llevaría un rato.

Había creído que la súbita elección de tan impropio asiento para un octogenario largo obedecía a un momentáneo cansancio o bien que era una forma habitual de hacer pausa y breve acopio de fuerzas antes de subir hasta el primer piso, donde tenía el dormitorio, tal vez se paraba allí siempre e iniciaba luego el ascenso. Su movilidad era buena, pero no parecía aconsejable a su edad el trato tan continuado, diario, con aquellos escalones de madera —trece hasta la primera planta, veinticinco hasta la segunda—, escasos de fondo y un poco altos. Había dejado el bastón atravesado sobre su regazo como la carabina o la lanza de un soldado en su descanso, lo miré mientras se preparaba el habano, sentado en el tercer escalón, los limpísimos zapatos en el primero, la parte central con moqueta, o acaso era una larga alfombra bien ceñida o fijada, grapada invisiblemente. Su postura era de joven, también su pelo sin pérdidas aunque ya muy blanco, ondulado suavemente como si fuera de repostería, bien peinado con su marcada raya a la izquierda que ayudaba a adivinar al más que remoto niño, debía de haber estado allí aquella raya, invariable, desde la primera infancia, sería anterior sin duda al apellido Wheeler. Se había acicalado para su cena fría y no era de los que acaban en semidescomposición las fiestas, al estilo de Lord Rymer o la viuda Wadman o un poco también De la Garza (la corbata al final floja y torcida, la camisa rebelándosele en la cintura): todo seguía en su sitio intacto, hasta el agua con que se habría peinado horas antes parecía no habérsele secado aún del todo (que usara fijador lo descartaba). Y allí sentado con aparente despreocupación podía todavía vérselo, era fácil figurárselo como un galán de los años treinta o quizá cuarenta, que en Europa fueron más austeros por fuerza, no tanto cinematográfico cuanto de la vida misma, o a lo sumo de un anuncio o cartel de la época, no había irrealidad en su figura. Debía de haber quedado satisfecho de su ágape y tal vez deseaba comentarlo un poco aunque para ello dispusiéramos de la mañana siguiente, no darlo aún por clausurado, probablemente se sentía más vivaz —o era sólo acompañado— que la mayoría de las demás noches que se le terminaban pronto. Aunque fuese yo quien estuviese muy solo allí en Londres, y no él aquí en Oxford.

—Bah, sólo la mitad o menos. No me he cansado gran cosa. Y no es tanto dispendio —dijo—. ¿Qué? ¿Qué tal lo has pasado? ¿Eh?

Lo preguntó con un mínimo dejo de condescendencia y orgullo, estaba claro que pensaba haberme favorecido mucho con su convocatoria y su idea, permitiéndome salir de mi supuesto aislamiento, ver y conocer a gente. Así que aproveché su venial arrogancia para formularle antes de nada el único reproche que se merecía:

—Muy bien, Peter, se lo agradezco. Pero lo habría pasado mucho mejor si no hubiera usted invitado a ese mamarracho de la Embajada, cómo se le ha ocurrido. ¿Quién diablos era? ¿Dónde ha pescado a ese mal merluzo? Con futuro político, eso sí, tiene futuro político y hasta diplomático. Si van por ahí los tiros y aspira usted a sacarle subvenciones para simposios o publicaciones o algo, entonces no digo nada, aunque sea injusto que me haya tocado a mí hacerle de intérprete, casi de alcahueta y niñera. En España será ministro algún día, o embajador en Washington por lo menos, es la clase de pretenciosa bestia con un perfume de cordialidad aparente que la derecha de mi país multiplica y cría y la izquierda reproduce e imita cuando gobierna, como si la asaltara un contagio. Lo de la izquierda es sólo un decir, ya sabe, como en todas partes hoy. De la Garza es inversión segura, eso se lo reconozco, y a corto plazo, hará carrera con cualquier partido. Lo único es que no se fue muy contento. Menos mal, algo es algo, a mí me ha echado a perder media fiesta. —Ese fue mi desahogo.

Wheeler encendió su puro con otra de sus cerillas largas, sin tanto ahínco como antes. Alzó entonces la vista y la fijó bien en mí con leve conmiseración cariñosa, me había quedado de pie, de frente a la escalera, a poca distancia, apoyado en el quicio de la puerta corredera que desde el salón principal daba paso a su despacho y que él solía mantener descorrida (siempre dos atriles visibles en aquel estudio, en uno el diccionario de su lengua abierto, una lupa, en el otro un atlas, el Blaeu a veces o el magnífico Stieler también abiertos, y otra lupa), yo cruzado de brazos y con el pie derecho cruzado asimismo por encima del izquierdo, de aquél sólo la punta en vertical sobre el suelo. Así como los ojos de su colega y amigo y semejante Rylands habían poseído una cualidad más bien líquida y habían sido muy llamativos por sus colores distintos —un ojo era color de aceite, el otro de ceniza pálida, uno era cruel y de águila o gato, había rectitud en el otro y era de perro o caballo—, los de Wheeler tenían un aspecto mineral y eran demasiado idénticos en dibujo y tamaño, como dos canicas casi violetas pero jaspeadas y muy translúcidas, o incluso casi malvas pero veteadas y nada opacas, o hasta casi granates como esta piedra, o eran amatistas o morganitas, o calcedonias cuando más azulosos, variaban según la iluminación que les diera, según el día y según la noche, según la estación y las nubes y la mañana y la tarde y según el humor de quien los dirigía, o eran granos de granada cuando se le achicaban, aquella fruta del primer otoño en mi infancia. Habrían sido muy brillantes, y temibles cuando coléricos o punitivos, ahora conservaban ascuas y fugaz enfado dentro de su general apaciguamiento, solían mirar con una calma y una paciencia que no eran connaturales sino aprendidas, trabajadas por la voluntad a lo largo de mucho tiempo; pero no habían atenuado su malicia ni su ironía ni el sarcasmo abarcador, terráqueo, de que se los veía capaces en cualquier instante de su aquiescencia; ni tampoco la asentada penetración de quien se había pasado la vida observando con ellos, y comparando, y reconociendo lo ya visto en lo nuevo, y vinculando, asociando, y rastreando en la memoria visual y así previendo lo aún por ver o no ocurrido, y aventurando juicios. Y cuando se aparecían piadosos —y en modo alguno era infrecuente—, una especie de constatación maltrecha o acatamiento abatido rebajaba su espontánea piedad en seguida un poco, como si en el fondo de sus pupilas habitara el convencimiento de que al fin y al cabo y en alguna medida, por infinitesimal que fuera, todos nos traíamos nuestras, propias desgracias, o nos las forjábamos, o nos prestábamos a padecerlas, o consentíamos tal vez en ellas. 'La infelicidad se inventa', cito a veces con el pensamiento.

—La izquierda ha sido siempre sólo un decir, en todas partes, esa a la que os referís todavía los españoles y los italianos y los franceses, y los hispanoamericanos, como si existiera o hubiera existido nunca fuera de lo imaginario y lo especulativo. Ya tendríais que haberlo visto en los años treinta, si no antes. Una mera figuración colectiva. Disfraces, retórica, uniformes más austeros y más engañosos por ello, facetas o modalidades más solemnes de lo mismo, siempre odioso y siempre injusto, e invulnerable, lo mismo. Prefiero que a los hijos de puta se les note que lo son desde el principio en la cara, al menos uno sabe a qué atenerse y no hay que convencer a nadie, es mucho esfuerzo añadido. Todos aplastan, parece mentira que no se sepa ab ovo, poco importa que varíe la causa, la causa pública, o los motivos propagandísticos. Los farsantes y los ingenuos trascendentales los llaman motivos históricos o ideológicos, yo no los llamaría así nunca, es muy ridículo. Parece mentira que se crea aún que hay salvedades, porque no hay ninguna, no a la larga, jamás las ha habido. Búscalas, piensa. La izquierda como salvedad, qué tontería. Cuánto desperdicio. —Lanzó una gran bocanada de humo a modo de punto y aparte y como para pasar a otro asunto, y así lo hizo— En cuanto a Rafita, según lo llama su pobre padre, no creo que ya debas quejarte más ni guardarle rencor alguno, sería encarnizamiento tras haberlo enviado hace un rato a una muerte segura en la carretera (tal vez ya se haya producido) —e hizo ademán de ir a mirar el reloj, no llegó ni a descubrírselo bajo la manga—, condenando además de paso, posiblemente, al alcalde Pennick y a su sometida esposa, tampoco será irreparable su pérdida para nadie, supongo, en lo público ni en lo privado. Es hijo de un viejo amigo, aunque bastante más joven que yo, no menos de diez años. Estuvo durante la Guerra en Londres, ayudó en malos momentos. Más adelante entró en el cuerpo diplomático e hizo por conseguir la Embajada, sin éxito. Quiero decir la de aquí, se ha pasado media vida peregrinando por África y parte de Oceanía, hasta que lo jubilaron. Me ha pedido que distraiga a Rafita de vez en cuando, que lo oriente un poco y le eche una mano si le hace falta. Ya sabes, cosas de los padres, que no acaban de ver nunca a sus hijos crecidos ni como a las malas personas en que se convierten a veces, si es que no lo eran desde la cuna visiblemente y ellos todavía no han querido enterarse. —'Ni como a los capullos', pensé sin interrumpir a Peter—. Puedes suponer que no soy el más indicado hoy en día para entretener, guiar ni auxiliar a nadie, pero si doy una cena... La verdad, creí que no vendría. Por lo que sé, está muy acompañado en Londres. Lamento que te haya tocado cargar con él más de la cuenta, la colaboración de Lord Rymer ha sido exigua, entiendo, confiaba más en las afinidades de ambos. Y desde luego a Rafita lo imaginaba más autosuficiente en inglés, lleva aquí casi dos años y habría jurado que además lo aprendió de niño, el de su padre es muy bueno, aunque con acento, pero nada que ver, ni por asomo la atrocidad de su vástago. Claro que Pablo, el padre, no bebe apenas, y este Rafita es como una petaca pero con más cabida, qué bruto, una botella rellenable. El padre es una persona estupenda, el muchacho le ha salido imbécil. Pasa, ¿no?, tantas o tan pocas veces como a la inversa. Y sin embargo el idiota llegará más lejos. —'Le ha salido un completo capullo', pensé de nuevo sin decirlo, 'y llegará a ministro.' Wheeler despidió más humo, ahora con dos o tres aros y por lo tanto con pausa, como si ese asunto tampoco le interesara mucho y las explicaciones dadas hubieran sido más que suficiente para zanjarlo y abandonarlo. Yo saqué mis cigarrillos, él me agitó a distancia, ofreciéndomela, la caja grande de sus lujosas cerillas, yo le mostré mi mechero indicándole que tenía ya fuego, encendí el pitillo. La manera en que me hizo a continuación su pregunta me llevó a pensar que le urgía hacérmela por algún motivo o que le escocía desde hacía ya un rato en la lengua, no era mero pasatiempo ni pertenecía al vaivén casual de una charla, a los comentarios posteriores que se propician o imponen siempre al acabar una cena o una fiesta, cuando todos se han ido o es uno el que se ha marchado con alguien. Tupra y el juez gordo y Beryl estarían hablando tal vez de nosotros, ya cerca de Londres, o de los Fahy y la viuda Wadman. De la Garza y el alcalde de Thame o Bicester o de donde fuera estarían quizá elucidando a las guarras esquivas para violencia de la alcaldesa, si aún no habían perecido todos en una curva y si el primero lograba hacerse entender en inglés dos palabras juntas (siempre podía recurrir a la mímica y soltar de paso el volante, y así más chances). Y hasta la señora Berry estaría haciendo repaso consigo misma en su cama sin conseguir dormirse, también ella había recibido invitados y había sido anfitriona ancilarmente, tampoco querría que concluyera del todo su noche larga—. Dime, ¿qué te ha parecido Beryl? ¿Qué efecto te ha causado? ¿Qué impresión te ha hecho?