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—¿Beryl? —respondí algo descentrado, no había imaginado que me fuera a preguntar por ella, más bien por su anunciado amigo Bertram, si es que era en verdad amigo—. Bueno, apenas hemos hablado, parece hacer caso muy pasajero a casi todo el mundo, no se la veía disfrutar gran cosa, como si estuviera por compromiso. Pero muy buenas piernas, lo sabe y lo explota. De cara le sobran dentadura y quijada, aun así resulta bastante guapa. Su olor es su mayor atractivo y su mejor baza: un olor infrecuente, agradable, muy sexuado.

Wheeler me lanzó una mirada que era mezcla de reconvención y zumba, divertidos sus ojos en todo caso. Blandió su bastón un poco, sin llegar a alzarlo, le bastó con agarrarlo del mango. A veces me trataba como a un alumno, nunca lo había sido, en cierto sentido lo era. Era un discípulo, un aprendiz de su visión y su estilo, como también de los de Toby en su día. Pero con Wheeler bromeaba más. O no, y es sólo que lo que cede y no vuelve más que en rememoraciones se atenúa mucho y parece menos, había bromeado con ambos, como con Cromer-Blake, otro colega de mi época en Oxford, más de mi edad y de inteligencia sobresaliente, y sin embargo no había llegado muy lejos, muerto de sida cuatro meses después del fin de mi estancia y mi marcha, sin que nadie de la congregación oxoniense dijera entonces (ni apenas luego, gente para lo trivial chismosa, discreta para lo grave) que su mal era ese. Yo lo vi enfermo y recuperado y más enfermo, sin jamás preguntarle el origen. Y también había bromeado siempre mucho con Luisa, quizá sea mi principal y decepcionante manera de manifestar el afecto. Los problemas surgen cuando hay más que afecto, eso creo.

—Oh vamos, te lo tengo advertido, estás muy solo ahí en Londres. Francamente, no me refería a eso. Francamente: nunca me habría atrevido ni a preguntarme si los humores animales de Beryl te habían o no estimulado, sabrás disculpar mí falta de curiosidad sobre esa clase de avatares tuyos. Quería decir respecto de Tupra, qué impresión te ha causado con relación a él, en su actual relación con él. Es lo que me interesa saber, no si te han excitado sus —se paró un instante— segregaciones. Yo no sé por quién me has tomado.

Y tras decir esto alargó un brazo y señaló con el índice hacia algún impreciso lugar del salón, indicándome sin duda que le acercara algo. Como yo necesitaba un cenicero para la ceniza de mi cigarrillo, no lo dudé, fui por él y le alcancé otro para la de su puro, que había crecido peligrosamente. Lo aceptó y lo depositó sobre el escalón, a su lado, pero aún no hizo el ya aconsejable uso y además negó con la cabeza y siguió señalando en la misma vaga dirección con el dedo, ahora vibrante. Tenía apretados los labios, como si se le hubieran pegado de pronto y le costara abrirlos. El semblante no le había cambiado, sin embargo.

—¿Un oporto? ¿Le apetece un último oporto, Peter? —probé, habían quedado por allí las varias frascas con sus cadenillas y medallas. Volvió a negar, como si la palabra en cuestión se le evadiera, un tropiezo, un bloqueo, quizá la edad tan bien llevada (la edad burlada) se venga en tonterías así, de vez en cuando—. ¿Un bombón? ¿Una trufa? —No se habían retirado las respectivas bandejas de la sala. Negó de nuevo, mantenía el índice extendido, agitándolo de arriba abajo—. ¿Quiere que le traiga un foulard? ¿Tiene frío? —No, no era eso, negó, su elegante corbata le cerraba bien el cuello—. ¿Un cojín? —Por fin asintió con desahogo y entonces unió el dedo corazón al índice y levantó ambos, eran dos cojines lo que me pedía.

—Cojín, demonios, no sé qué me pasa, a veces se me quedan atascadas las palabras más necias, yentonces no me sale tampoco ninguna otra hasta que suelto la que se me resiste, una especie de momentánea afasia.

—¿Ha consultado al médico?

—No, no, no es cosa fisiológica, eso lo tengo muy claro. Es sólo un instante, como si la voluntad se me retirase. Es como un anuncio, o una presciencia... —No continuó—. Dámelos, por favor, los agradecerán mis riñones.

Los cogí de un sofá, se los di, se los colocó detrás a esa altura, le pregunté si no prefería que nos sentáramos en el salón, hizo con la mano en la que sostenía el cigarro un ademán negativo (se le cayó entonces sobre la moqueta la ceniza larga), como dando a entender que no valía la pena, que no me entretendría mucho tiempo (con el canto de la mano hizo rodar la ceniza aún compacta hasta el cenicero, que puso al pie del escalón manchado, sin que se le desmenuzara), volví a mi sitio, pero tiré de una escalerilla de cinco o seis peldaños que había en el estudio para alcanzar libros en alto, la puse bajo el dintel y me senté encima de ella, quiero decir que seguí a la misma distancia.

Wheeler había dicho en inglés las últimas frases, hablábamos más en esta lengua porque era la del país y la que oíamos y utilizábamos con los demás todo el día, pero la alternábamos con el español cuando estábamos solos, y pasábamos de una a otra según la necesidad, la comodidad o el capricho, bastaba con deslizar dos palabras de uno u otro idioma para que a veces nos trasladáramos automáticamente durante un rato al así introducido, su castellano era excelente, con acento pero no muy fuerte, fluido y bastante rápido —aunque naturalmente más lento que el velocísimo mío, plagado de sinalefas salvajes encadenadas que él evitaba—, demasiado preciso en el vocabulario, demasiado cuidadoso quizá para ser de un nativo. Había empleado la palabra 'prescience', culta pero no tan infrecuente en inglés como lo es en español 'presciencia', entre nosotros nadie la dice y casi nadie la escribe y muy pocos la saben, nos inclinamos más por 'premonición' y 'presentimiento' y aun 'corazonada', todas tienen más que ver con las sensaciones, un pálpito —también eso existe, coloquialmente—, más con las emociones que con el saber, la certeza, ninguna implica el conocimientode las cosas futuras, que es lo que de hecho significan 'prescience' y también 'presciencia', el conocimientode lo que aún no existe y no ha sucedido (nada que ver, por tanto, con las profecías ni los augurios ni las adivinaciones ni los vaticinios, menos aún con lo que los sacamuelas de hoy llaman 'videncia', todo ello incompatible con la mera noción de 'ciencia'). 'Es como un anuncio, o una presciencia de esa voluntad retirada', pensé que iba a haber dicho Wheeler, de haber terminado. O tal vez habría sido aún más claro en su pensamiento, que sí habría concluido entero: 'Es como un anuncio, o una presciencia de lo que es estar muerto'. Me acordé de algo que le había oído una vez a Rylands hablando de Cromer-Blake, cuando andábamos muy preocupados ambos por su enfermedad tan callada. '¿A quién pertenece la voluntad de un enfermo?', había dicho junto al mismo río que ahora podía escucharse cerca en la oscuridad durante los silencios, el Cherwell, al tratar de explicarnos algunas actitudes de nuestro amigo infectado. '¿Al enfermo? ¿A la enfermedad, a los médicos, a los medicamentos, a la perturbación, al dolor, al miedo? ¿A los años, a los tiempos pasados? ¿Al que ya no somos... que se la llevó consigo?' ('Extraño no seguir queriendo', parafraseé para mis adentros, 'y no querer querer, aún más extraño. O no', me corregí al instante, 'quizá eso no es muy extraño'.) Pero Wheeler no estaba enfermo, sólo tenía años, y casi todos sus tiempos ya eran pasados, y había tenido la oportunidad muy larga de no ser ya el que había sido, o ninguno de los posibles varios que hubiera ido siendo. (Hasta se había desprendido muy pronto del nombre.) No había dicho 'prefiguración' siquiera, a eso estaba acostumbrado, a las representaciones anticipadas de todas las cosas y de las escenas y diálogos en que intervenía, seguramente había prefigurado y aun planeado la conversación que teníamos, los dos sentados en nuestros respectivos peldaños después de la fiesta, cuando todos se habían ido y la señora Berry se revolvía en sus sábanas sin conciliar el sueño insólitamente en el piso de arriba, haciendo memoria de sus cometidos y preparativos cumplidos, quizá atormentada por algún fallo que sólo ella habría notado. Probablemente esa charla discurría según el criterio y el diseño de Wheeler, sin duda él la dirigía, pero eso a mí no me importaba en principio, me intrigaba y me divertía, y nunca le regateé esos placeres. Lo que Peter había dicho era 'presciencia', un latinajo llegado sin apenas cambios hasta nuestras lenguas desde el original praescientia, una palabra desusada, rara, y un concepto nada fácil de comprender por tanto.