—Sí, bueno, no sé, me ha parecido que andaba cada uno demasiado a su aire, para haberse estrenado recientemente. No me habría llamado la atención si hubieran sido un matrimonio fogueado, de esos con la emoción tan raída que en el fondo ya están caducados, excepto cuando los cónyuges se quedan a solas sin nada con que entretenerse, y aun así. Bien, a usted no le dio tiempo a vivir nada parecido, con su matrimonio tan breve y lejano, pero lo habrá observado: hay un momento lamentable o de duelo tácito en casi todos ellos, en que basta con que haya una tercera persona presente, sea quien sea y aunque sea un taxista con la espalda vuelta, para que a la mujer o al marido no le haga ya el otro el menor caso. La fiesta ya no está nunca en ellos, la de él en ella o la de ella en él o la de ninguno en ninguno, depende de quién se desinterese antes o de que sea simultáneo el hartazgo, casi siempre acaba por envolver y afectar a ambos si es que siguen juntos, y entonces no padece demasiado ninguno o sólo por efecto de su decepción y su desistimiento, pero durante los periodos descompensados eso entristece al uno e irrita al otro indeciblemente. El entristecido no sabe qué hacer ni cómo comportarse, prueba lo uno y lo otro y sus respectivos contrarios, se devana los sesos para interesar de nuevo o hacerse perdonar aunque ignore cuál es su falta, y nada sirve porque ya está condenado, no sirve ser encantador ni antipático, suave ni arisco, complaciente ni crítico, amoroso ni beligerante, atento ni romo, adulador ni intimidatorio, comprensivo ni impermeable, todo es perplejidad y tiempo perdido. Y el irritado se da cuenta a veces de su parcialidad e injusticia, pero no puede evitarlas, se siente irascible y todo lo del otro lo saca de quicio, y es la prueba máxima, en la vida personal y diaria, de que nada es nunca objetivo y todo puede ser tergiversado y distorsionado, de que ningún mérito ni valor lo son en sí mismos sin un reconocimiento ajeno que las más de las veces es puramente arbitrario, de que los hechos y las actitudes dependen siempre de la intención que se les atribuya y la interpretación que quiera dárseles, y sin esa interpretación no son nada, no existen, son neutros o pueden sin más ser negados. Las mayores evidencias son negadas, lo que acaba de ocurrir y dos han visto puede ser negado al instante por uno de ellos, se niega lo que uno ha dicho u oído ahora mismo, no ayer ni hace tiempo, tan sólo un minuto antes. Es como si nada contara, nada se acumulara ni tuviera peso y a la vez fuera hundiendo, todo indiferente, sin cómputo, sin memoria, aire, pero aire sucio, y para ambos resulta desesperante, de manera distinta para cada uno y con más intensidad para el entristecido. Hasta que todo se rompe. O bien no, y entonces se estira, y se asimila interiormente, y en lo exterior se calma y languidece, o se guarda también y se pudre sin hacer ruido y oculto, como lo que se entierra. Y aunque todo esté caduco, los dos permanecen juntos, como me ha parecido que seguían juntos Tupra y Beryl, más o menos.
Desde luego Wheeler no quería perderlos de vista, y yo había regresado por fin a ellos tras mi digresión tan larga, que aún pensaba continuar sin embargo. Pero en vez de aprovechar mi retorno pareció olvidarse momentáneamente de la pareja e interesarse por mi perorata, pese a que corría así el riesgo de que yo me apartara del objetivo de nuevo. Fue la curiosidad, seguramente, porque no pudo evitar preguntarme:
—¿Fue eso lo que te pasó con Luisa? ¿Sólo que vosotros no estirasteis, ni seguisteis juntos? —Me miró un segundo con aquella compasión suya que corregía o rebajaba pronto. No es que la perdiera ni la desestimara ni la retirara, en modo alguno, tan sólo la matizaba tras el brote primero, que era muy sincero y espontáneo. Pero nunca podía durarle en ese estadio de inocencia, o de elementalidad, habría sido tal vez su palabra, de haber sido él quien se describiera.
—No, no dejé, o no dejamos que eso llegara. Fue otra cosa, quizá más simple, sin duda más rápida. Menos pegajosa. Quizá más limpia.
—Algún día tienes que hablarme un poco más de eso. Si tú quieres, claro, y si sabes hacerlo, a veces resulta imposible explicar lo más decisivo, lo que más nos ha afectado, y guardar silencio es lo único que nos salva en lo malo, porque las explicaciones suenan casi siempre algo tontas respecto al daño que uno hace o le han hecho. No suelen estar a la altura del mal padecido o causado, y no se aguantan, ¿verdad? Yo no lo entiendo, lo vuestro, aunque entiendo que yo no entienda. Los dos me gustabais mucho. Bueno, es absurdo que lo diga en pasado: los dos me gustáis mucho. Supongo que es debido a que como matrimonio parecéis ser pasado, por el momento. Porque nunca se sabe, ¿no?, con los vínculos, da lo mismo de qué clase. Vínculos. —Se paró un instante, como sopesando esa palabra, o rememorando alguno concreto suyo—. Lo que he querido decir es que me gustabais juntos, y a uno suelen parecerle mejor las personas por separado, cada una por su cuenta, sin adherencias conyugales ni familiares. Aunque ahora que lo pienso, no sé si a Luisa la he visto sin ti, si la he visto nunca sola, ¿tú te acuerdas? Tengo idea de que sí, pero no acabo de estar seguro.
—Creo que no, Peter, creo que no la ha visto sin mi compañía. Sí han hablado por teléfono, desde luego. —Debí de sonar reacio a esta derivación última y para mí inesperada. Pero no se me escapó que si Wheeler y Luisa no se habían visto sin mí (tampoco tenía la certeza absoluta, me rondaba algún recuerdo inasible y vago), lo que él había venido a afirmar era que me prefería con ella que solo, como me había conocido. La inferencia no me ofendió: no me cabía duda de que ella me mejoraba, me hacía más alegre y ligero, no tan cavilador, mucho menos peligroso, mucho menos enturbiado. 'My dear, my dear', pensé, y lo pensé en inglés porque era la lengua que estaba hablando y además hay cosas que avergüenzan menos en una que no es la propia, incluso si sólo son para el pensamiento. 'Si se me diera el olvido', pensé ahora ya en español. 'Si me lo dieras tú, tu olvido.'
Pero antes de volver a los Tupra —o a Tupra y Beryl, mejor dicho—, Peter añadió todavía algo de su cosecha al rodeo, él lo habría llamado sin duda excursus:
—No sé si te das cuenta —dijo mientras reavivaba la brasa de su cigarro con una nueva cerilla, luego lo dijo envuelto en una humareda ferroviaria— de que todo eso que has descrito en lo conyugal, en lo privado, se da también en casi cualquier otro ámbito, en lo laboral, en lo público, en lo político. La negación de todo, de quién eres y de quién has sido, de lo que haces y lo que has hecho, de lo que pretendes y pretendiste, de tus motivos y tus intenciones, de tus profesiones de fe, tus ideas, tus mayores lealtades, tus causas... Todo puede ser deformado, torcido, anulado, borrado, si uno ha sido ya sentenciado sabiéndolo o sin saberlo, y si uno ni siquiera lo sabe entonces está inerme, perdido. Es lo que sucede en las persecuciones, en las purgas, en las peores intrigas, en las conspiraciones, tú no sabes lo espantoso que es eso cuando quien decide negarte tiene poder e influjo, o cuando son muchos puestos de acuerdo, o puede no hacer falta siquiera el acuerdo, basta con una insidia que prenda y contagie, es como un incendio, y convenza a otros, es una epidemia. Tú no sabes lo peligrosa que es la gente persuasiva, nunca te enfrentes a quienes lo sean a menos que estés dispuesto a volverte más ruin que ellos y creas que tu imaginación, no, tu capacidad de fabulación es superior a la suya, y que tu brote de cólera se esparcirá más rápido y en la dirección correcta. Has de tener presente que la mayoría de la gente es tonta. Tonta y frívola y crédula, no sabes hasta qué punto, una permanente hoja en blanco sin la menor huella ni resistencia, por mucho que te parezca saberlo no puedes saberlo bien, hasta qué punto, tú no has vivido guerras, espero que no te toquen. El persuasor cuenta con ello, cuenta incluso más de la cuenta y sin embargo no se equivoca nunca, cuenta hasta la exageración y hasta el último extremo y eso le confiere una audacia casi sin límites. Pero si es bueno, nunca yerra. —Se calló un momento, dejó que se aplacara el humo que parecía salirle ahora de su pelo pastelero blanco, entonces me miró muy fijo, con una mezcla de curiosidad y confirmación, cómo si me viera por primera vez y al mismo tiempo me reconociera (quizá como sujeto de la última frase que había dicho), o me comparara con alguien o consigo mismo, o me bendijera acaso—. Pero tú también tienes eso, tú eres persuasivo. Es mejor no enfrentarse contigo. —Volvía a tirar bien el puro, observó con satisfacción su enrojecida brasa y aún la sopló por gusto, por verla más ruborizarse—. Hoy no se emplea mucho, ¿verdad?, la expresión 'caer en desgracia'. Caer en desgracia. Es interesante, es extraño que esté un poco en desuso, cuando lo que designa, y mejor que ninguna otra, sucede sin tregua, incesantemente y en todas partes y quizá más que nunca, aunque con mayor disimulo o con menos ruido que en el pasado, y a menudo supone la destrucción del que cae, que es ya literalmente un caído, cómo decir, es ya una baja, una no-persona, un árbol talado. Yo lo he visto mucho, es más, he participado en ello unas cuantas veces, quiero decir que he contribuido a que más de uno cayera en desgracia, y aun en odiosa desgracia de la que jamás se sale. Y hasta lo he propiciado yo, eso. Y determinado. O bien he ayudado a que se cumpliera la desgracia que otros dictaron. A que se llevara a cabo.