—¿Aquí, en la Universidad?
—No. Bueno, sí, pero no sólo. También en frentes en los que esa caída era más grave, y traía más consecuencias que no ser invitado a cenas —dijo 'high tables', las 'cenas alzadas' o de gala en los colleges, había yo sufrido en su día bastantes— o convertirse en objeto de murmuraciones y críticas o padecer un vacío social o académico o verse desprestigiado profesionalmente. Pero de esto hablaremos asimismo mañana, tal vez, un poco, lo justo. O tal vez no, no lo hablemos, no sé, se verá. Se verá mañana.
No sé cómo lo miré, sé que no le gustó mi mirada. Pero no tanto por lo que expresara —quizá sorpresa, curiosidad, leve incredulidad, leve recelo, no creo que en ningún caso reprobación o censura, hacia él me era imposible tener esos sentimientos intuitivamente— cuanto por el mero hecho de que la hubiera. Era como si le hiciera dudar de su anterior confirmación o comparación o reconocimiento, cuando ya era tarde o no tocaba.
—¿Usted ha esparcido brotes de cojera? —Esa fue la pregunta que acompañó a mi mirada.
Apoyó la punta del bastón en el suelo, se agarró a la barandilla, el puro y el mango en la misma mano, iba a levantarse pero no lo hizo. Se quedó así, con los dos brazos en alto, como si estuviera colgado de ambos apoyos o en un gesto reminiscente del que sirve para proclamar la inocencia o anunciar que se va desarmado: 'A mí que me registren'. O 'Yo no he sido'.
—Eres demasiado listo, Jacobo, para que ni por asomo piense que has podido entender esa expresión en otro sentido que en el debidamente metafórico. Claro que los he esparcido. —Y tras la enrevesada pulla jamesiana y la subsiguiente afirmación desafiante vino rápido el rebajamiento de ésta, o su merma, o un amago de explicación nebulosa y parcial, como si Wheeler tampoco quisiera que mi visión de él se enturbiara o se estropeara por un malentendido o por una metáfora antipática. No sé cómo pudo ocurrírsele que fuera a tomarlo por un desalmado—. De eso hace mucho tiempo —dijo—. Nunca te olvides de que yo nací en 1913. Antes, figúrate, de que empezara la Gran Guerra. No parece posible, ¿verdad?, que siga todavía vivo. A mí mismo no me lo parece, algunas tardes. En una vida como la mía da tiempo a demasiadas cosas. Bueno, no da tiempo a nada y a la vez sí da: a demasiadas cosas. Mi memoria está tan llena que a veces no lo soporto. Quisiera perderla más, quisiera vaciarla un poco. O no, eso no es cierto, prefiero que aún no me falle. Lo que quisiera es que no se me hubiera llenado tanto. De joven, ya sabes, uno tiene prisa y teme no vivir lo suficiente, no, disfrutar de experiencias lo bastante variadas y ricas, uno se impacienta y acelera los acontecimientos, si puede, y se carga de ellos, hace acopio, la urgencia del joven por sumar cicatrices y forjarse un pasado, esa urgencia es bien extraña. Nadie debería tener ese miedo, los viejos deberíamos enseñárselo a la gente, aunque no sé cómo, hoy no los escucha nadie. Porque al final de cualquier vida más o menos larga, por monótona que haya sido, y anodina, y gris, y sin vuelcos, habrá siempre demasiados recuerdos y demasiadas contradicciones, demasiadas renuncias y omisiones y cambios, mucha marcha atrás, mucho arriar banderas, y también demasiadas deslealtades, eso es seguro. Y no es fácil ordenar todo eso, ni siquiera para contárselo a uno mismo. Demasiada acumulación. Demasiado material brumoso y amontonado y a la vez muy disperso, demasiado para un relato, aun para uno solamente pensado. Y no hablemos de las infinitas cosas que caen bajo el punto ciego del ojo, cada vida está llena de episodios literalmente invisibles, uno ignora lo que pasó porque simplemente no lo vio, no hubo posibilidad de verlo, buena parte de lo que nos afecta y nos determina está tapado, cómo decir, no se ofreció a la visión, se sustrajo, no hubo ángulo. La vida no es contable, y resulta extraordinario que los hombres lleven todos los siglos de que tenemos conocimiento dedicados a ello, empeñados en contar lo que no se puede, sea en forma de mito, de poema épico, de crónica, anales, actas, leyenda o cantar de gesta, romances de ciego o corridos, de evangelio, santoral, historia, biografía, novela o elogio fúnebre, de película, de confesiones, memorias, de reportaje, da lo mismo. Es una empresa condenada, fallida, y que quizá nos haga menos favor que daño. A veces pienso que más valdría abandonar la costumbre y dejar que las cosas sólo pasen. Y luego ya se estén quietas. —Se detuvo, como si se diera cuenta de que se alejaba ya mucho de su conversación proyectada. Pero no habría perdido de vista a Tupra y a Beryl, eso sin duda, él podía permitirse excursos de excursos de excursos y regresar al cabo donde quería. Volvió a ser desafiante y a amortiguar el desafío en seguida—: Claro que los he esparcido, brotes de cólera, y de malaria, y peste. Te recuerdo que aquí tuvimos una guerra larga contra Alemania hace muchos menos años de los que yo he cumplido, ya era un adulto entonces. Y que antes también pasé por la vuestra. También era un adulto entonces, echa cuentas.
Las eché mentalmente en un instante. "Wheeler celebraba su cumpleaños el 24 de octubre, y así aún no había alcanzado los veintitrés de edad en julio del 36, al estallar la Guerra, y en abril del 39, a su término, tenía veinticinco años. También esto era una revelación, jamás me había contado nada. 'Antes también pasé por la vuestra', había dicho, luego había tomado parte, había combatido o tal vez espiado o hecho propaganda tan sólo, o quizá había sido corresponsal, o enfermero de la Cruz Roja, había conducido ambulancias. No podía dar crédito. No al hecho, sino a no haberlo sabido hasta aquella noche, tras muchos años de conocernos.
—Nunca me había dicho que estuviera en la Guerra de España, Peter, cómo es posible. — 'The Spanish War', dije, obedeciendo en exceso a la lengua en que hablaba, pues así se la llama coloquialmente en inglés casi siempre—. Nunca me lo había mencionado. —En verdad no daba crédito—. Cómo se explica. Ni me lo había dado a entender siquiera.
—No. Creo que no lo he hecho —me confirmó Wheeler con seriedad, como si tampoco ahora tuviera la menor intención de añadir nada más. Y a continuación resplandeció su rostro con una sonrisa de indisimulado deleite que lo hizo aparecer más juvenil todavía, le encantaba intrigarme para dejarme luego ignorante, supongo que lo hacía con todo el mundo si la ocasión se le presentaba, en eso era también como Toby Rylands, quien a menudo sugería hechos deplorables de su pasado, actividades semiclandestinas remotas, frecuentaciones inesperadas o en principio impropias de un catedrático, sin abordar del todo ningún relato. Insinuaba y callaba, encendía la imaginación pero no la atizaba ni alimentaba, y si empezaba con alguna historia parecía que fuera su memoria tan sólo, y no su voluntad —su memoria en voz alta, articulada—, la que lo llevara a ello, y entonces reaccionaba y se frenaba en seguida, y así no llegaba nunca a contar nada completo de sus posibles días inclementes o aventureros, sólo permitía vislumbres. Pertenecían a la misma escuela y a la misma época ya pretérita, él y Wheeler, no era de extrañar su amistad tan larga, cuánto debía de echarlo de menos, el vivo al muerto, inmensamente—. Pero tampoco te lo he ocultado —añadió Wheeler con su gran sonrisa, al tiempo que espachurraba por fin el puro verticalmente contra el cenicero, con fuerza y de un solo golpe, como si fuera un bicho indeseable. Había acabado por fumárselo íntegramente—. Si alguna vez me hubieras preguntado al respecto... —Y, aún más divertido, se hizo a sí mismo el regalo de dedicarme un reproche—: Nunca has mostrado el menor interés por saberlo. Ninguna curiosidad has tenido, por mis andanzas peninsulares.