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Cuando lo veía jugar solía seguirle el juego, del mismo modo que procuraba prolongarle la complacencia si lo veía complacido. Así que le dije lo que él quería que le dijera, pese a saber ya su respuesta o precisamente para que pudiera dármela:

—Pues le pregunto ahora, Peter, y con vehemencia. Le aseguro que nada en el mundo podrá jamás interesarme tanto. Venga, cuénteme sin demora esas desconocidas andanzas suyas de la Guerra Peninsular Segunda.

—No exageres, por desgracia no tuvimos tanta participación como en la Primera. —No hace falta decir que había captado la broma, así conocen en Inglaterra lo que para nosotros es la Guerra de la Independencia, contra la ocupación napoleónica: The Peninsular War, ellos han escrito un montón de libros sobre esa campaña, a diferencia de nosotros, la consideran suya. Es significativo cómo varían los nombres según el punto de vista, empezando por el de las contiendas. La que se conoce en todas partes como Primera Guerra Mundial o Guerra del 14 o incluso Gran Guerra, es oficialmente para los italianos La Guerra del Quindici-Diciotto, porque no fue hasta 1915 cuando ellos entraron en liza—. Ahora es demasiado tarde —Wheeler no se apartó de su chinchosidad prevista—, y mañana no nos dará tiempo, tenemos asuntos que despachar, varias causas. Deberías haber aprovechado otras ocasiones pasadas, ¿ves? Las cosas hay que pensarlas a tiempo, o anticiparlas. —Seguía sonriendo. Tomó impulso y se levantó, apoyándose a la vez en el bastón y en el pasamano. En verdad estaba fuerte para su edad, se alzó sin casi trabajo ni pena, y al hacerlo así, con celeridad, los calcetines o medias de sport le sucumbieron por fin del todo, vi cómo le resbalaban ambos sincrónicamente hasta los tobillos. Ya los dos de pie (también yo me levanté de mi escalera de mano, no iba a permanecer sentado, una educación ya pretérita también, la mía), se reclinó sobre la barandilla y blandió el bastón con la mano izquierda, la punta hacia arriba, como si fuera un látigo más que una lanza, me recordó a un domador de pronto—. Pero antes de despedirnos —añadió—, una cosa respecto a Tupra y Beryclass="underline" entiendo por tus comentarios, deduzco —cada palabra la pronunciaba ahora lentamente, tal vez las estaba eligiendo con gran cuidado, o más probablemente las disfrutaba, todas y cada una, con burlón cinismo—, que por lo visto no llegué a decirte que Tupra no venía finalmente con su nueva novia como me anunció en principio, sino con su ex-mujer, Beryl. Beryl es su ex-mujer más reciente, no lo sabías, ¿verdad? No llegué a comunicarte el cambio, ¿verdad? Bueno, es obvio.

Ahora sonreí yo también o incluso reí seguramente, encendí otro cigarrillo, más humo, acompaña y acoge el humo, debo reconocer que la desfachatez en alto grado me hace a veces bastante gracia. Claro que depende de en quién la vea, en las cosas menores hay que saber ser injusto.

—Vamos, Peter, sabe perfectamente que no me lo dijo, y a santo de qué iba a comunicarme semejante cambio, que en modo alguno era de mi incumbencia, ahora empiezo a pensar que sí lo era, por algún motivo que conocerá usted pero yo ignoro. Usted mencionó por teléfono a su nueva novia, de manera muy casual eso fue todo. Dígame qué se trae entre manos, me parece que aquí hay poco casual, ¿no es cierto? ¿Algún juego, alguna prueba, un acertijo, una apuesta? —Y entonces caí en la cuenta de un detalle mínimo: por eso Wheeler, siempre tan formal en las presentaciones, se había permitido omitir el apellido de Beryl al hacer las nuestras. No resultaba del todo impropio si era el mismo que el de su, acompañante y así podía sobreentenderse. 'Mr. Tupra, cuya amistad se remonta en el tiempo aún más lejos. Ella es Beryl', había dicho, y era posible entender 'Beryl Tupra' si ese era todavía su nombre, si no lo había sustituido al casarse con otro, por ejemplo. De haberse tratado de la nueva novia, Peter se habría encargado de averiguarlo completo para presentarla debidamente. No era nada imitativo de las innovaciones ñoñas, de hecho lo había oído despotricar contra la actual costumbre, propia de adolescentes pero implantada entre muchos adultos bobos, de privar de sus apellidos en sociedad a las personas, en primera instancia, el equivalente del generalizado tuteo en mi lengua.

Pero por supuesto no contestó a mi pregunta. Era ya tarde, él tenía su calendario hecho, o había dispuesto su horario para aquel fin de semana, iba a lo que quería cuando quería.

—Es interesante, es notable que sin saberlo hayas detectado la índole de la relación entre ellos, y sin haberlos visto juntos más que a distancia —dijo, y se llevó el bastón al hombro, ahora como el fusil de un soldado en un desfile o de guardia, el mango como culata, fue un gesto meditativo—. Tupra tiene serias dudas en estos momentos, según me ha contado. Se separaron por fin hace un año, tras algún que otro estrépito y largo languidecimiento, luego solicitaron el divorcio de mutuo acuerdo, hará unos seis meses. Ahora están a punto de obtenerlo ya en firme, técnicamente no son todavía ex-cónyuges, me parece. Y como ocurre a menudo ante las inminencias, uno de ellos, Beryl, ha propuesto volver, paralizar todo el proceso e intentarlo de nuevo. Pese a la nueva novia (tampoco será crucial, Tupra les da el relevo demasiado rápido últimamente, a sus novias), a él le han entrado dudas. Va teniendo su edad, se ha casado ya dos veces y Beryl le importó mucho, lo bastante para añorar esa importancia, quiero decir dársela, aun cuando ya no la tenga, creo yo, realmente. Por un lado le tienta el regreso, pero no se fía. Sabe que ella no está rutilante en ningún aspecto, ni sentimental ni económico, pese a que no saldrá malparada de este divorcio, él apenas ha puesto pegas a sus peticiones. Pero Beryl está acostumbrada a mayor holgura, o digamos a los imprevistos, a las gratas sorpresas frecuentes en la profesión de Tupra, a los extras, y en especie. Y desde luego a no estar sola. Él teme, él sospecha que quiera volver más que nada por eso, por aprensión e impaciencia, no por verdadera añoranza, ni por obstinado afecto, ni por haber recapacitado (dejemos al amor tranquilo), sino porque no ha mejorado su situación en este año, probablemente en contra de lo que preveía. Ni siquiera se ha rehecho, como se dice, parece, y tampoco es ya tan muchacha y así ya no sabe esperar, ni confiar, le ha entrado prisa y se le ha olvidado, sabes que las mujeres dejan de ser jóvenes en cuanto creen no serlo, no es tanto la edad cuanto su creencia lo que de veras las envejece al principio, son ellas mismas quienes se dan de baja. Así que Tupra la pone a prueba estos días, le ha entreabierto la puerta, no la rechaza, la trae, la lleva, la mide, vuelven a salir de vez en cuando. Quiere ver. Pero Tupra teme que Beryl esté fingiendo. Ganando tan sólo tiempo y un respaldo pasajero a la espera del sustituto bueno que todavía no ha aparecido: el que se encapriche o la quiera y además a ella le valga.

La profesión de Tupra. No se me escapó, una vez más. Pero lo dejé de lado y no pude evitar ser áspero. Todo aquello no casaba con alguien como el señor Tupra, es decir, con alguien como el individuo que creía haber entrevisto. Todo era posible, no obstante. Es bien sabido que los que más pueden elegir, mal eligen casi siempre.

—Debe de estar muy colado —dije—, debe de estar más que tuerto si tan sólo lo teme. Salta a la vista que ella está más atenta a cualquier otro futuro posible que a ningún presente junto a ese hombre. Claro que no soy quién para asegurar nada, pero no sé, era como si de vez en cuando ella se acordara del papel reconquistador que según usted le ha anunciado al marido, y entonces se esmerara un rato, o más bien se aplicara rutinariamente a agradarle y hasta a halagarlo, supongo. Pero ni siquiera parece capaz de hacer que le dure el recordatorio., o ese impulso, será demasiado artificial, sólo inventado, no debe de existir ni en espectro, y en fin, ya sabe, lo más arduo de las ficciones no es crearlas sino que duren, porque tienden a caerse solas. Un esfuerzo sobrehumano, sostenerlas en el aire. —Me detuve, quizá me había aventurado en exceso, busqué un apoyo sólido, prosaico—. Mire, hasta De la Garza lo notó, que ella no le hacía ni puto caso, así de claro lo vio y lo expresó, no se anduvo con matices. Y no creo que se equivocara, se fijó bien en Beryl porque le pareció pistonuda, eso dijo. Téngalo en cuenta. O quizá fue de la Deana viuda de quien lo dijo, pero da lo mismo: no le quitó apenas ojo, sobre todo de cintura para abajo y muslo adentro.

Pasé al castellano en lo que era obligado: 'que no le hacía ni puto caso', 'pistonuda'. Imposible una traducción verídica. O no, para todo la hay, es cuestión de trabajarla, pero no iba a ponerme entonces. La reaparición de mi lengua hizo a Wheeler trasladarse a ella momentáneamente.

—¿Pistonuda? ¿Pistonuda, has dicho? —Me lo preguntó con algo de desconcierto y también de fastidio, no le gustaba descubrirse lagunas, en sus conocimientos—. No conozco ese término. Aunque lo entiendo sin dificultades, creo. ¿Qué es, como 'cojonuda'?

—Bueno. Sí. Bueno. Pero no le quepa duda, Peter. Yo no sé explicárselo ahora, pero seguro que lo entiende, perfectamente.

Wheeler se rascó el pelo a la altura de una patilla. No es que las llevara largas ni diseñadas, en modo alguno, dentro de su presunción era elegante; pero tampoco carecía de ellas, más faltaría, no era de esos tipos obscenos que no se enmarcan el rostro, caras gordas aun sin grasa. Mala gente, en mi experiencia (con una gran excepción, en mi experiencia, a todo las hay, eso es incómodo y desconcertante, uno no sabe a qué atenerse), casi tanto como la que gasta perilla, sotabarba, mosca. (Las barbas de chivo son otra cosa.)