En cuanto al 'cónsul de los Soviets, Ossenko', según la tinta gris azulada —en realidad Antonov Ovseenko—, si las detenciones habían sido efectivamente ordenadas por él cumpliendo a su vez órdenes de su Gobierno ruso, debió de ser in extremisy la obediencia no le sirvió de gran cosa, ya que en junio —es de esperar que muy a finales, para que le diera por lo menos tiempo a cursarlas y a saber a Nin ajusticiado— fue requerido en Moscú para su nombramiento como Comisario de Justicia del Pueblo y su inmediata incorporación allí al nuevo cargo: 'broma típica de Stalin', musitaba ahora Thomas en una nota a pie de página, pues el viejo camarada Antonov Ovseenko nunca llegó a su puesto y desapareció para siempre sin dejar rastro, no se sabe si en un campo de concentración lento y lejano o despachado con prontitud al subsuelo en cuanto pisó suelo patrio. Sin duda su compatriota de Madrid, Orlov, tenía bien aprendida la mortal lección de aquel cónsul —veterano del asalto al Palacio de Invierno de San Petersburgo y antiguo amigo personal de Lenin— cuando a su vez fue llamado, algo más tarde, desde Rusia con amor.
Aquella anotación de Wheeler seguía llamándome a mí, por su parte: 'Cf From Russia with Love. ¿Qué diablos tendría que ver esa novela o película de espías ya fríos con Nin, o con el POUM, o con sus hermosas mujeres foráneas? Y aunque el Doble Diariono cesaba de atraer mi atención por otros mil motivos y no pensaba abandonar aún mis leídas por tarde que se me estuviera haciendo —todo despertaba mi curiosidad gratuita, desde titulares incomprensibles como uno del 18 de julio de 1937 que decía verbatim: 'El torero Sidney Franklin, natural de Brooklyn, pone de manifiesto los embustes de Franco', hasta algunos artículos, con los que me fui topando, escritos por mi padre cuando era muy joven en el Abcmadrileño y por tanto reproducidos ahora en tinta roja, bien firmados con su propio nombre, Juan Deza, bien con el pseudónimo que había empleado a veces durante la contienda—, de repente me acordé de una cosa que me hizo dejar los grandes tomos a un lado y levantarme indeciso. En una pequeña habitación contigua a la de invitados que yo había ocupado otras veces y tendría ya preparada para aquella noche, había visto novelas policiacas o de misterio, a las que Wheeler, como toda persona especulativa y más o menos filosófica, era calladamente aficionado (no tanto como secretamente, pero tampoco iba a guardar esa parte de su biblioteca enorme en sus salones o en el estudio, a la vista de cualquier colega fisgón y maledicente que lo visitara). En alguna ocasión me había preguntado, incluso, si no las escribiría con pseudónimo él mismo, como tantos otros donsde Oxford y Cambridge que en principio no quieren ver mezcladas esas actividades plebeyas con sus verdaderos nombres de lumbreras o eruditos o sabios, pero que casi siempre acaban por desenmascararse solos, sobre todo si el elogio y las ventas acompañan a esas novelas, obras menores o de diversión para ellos a las que nunca dan importancia, pero mucho más remunerativas que las que consideran valiosas y serias y sin embargo casi nadie lee. Era el caso de muchos: el Catedrático de Poesía en Oxford Cecil Day-Lewis había sido Nicholas Blake para los adictos a los enigmas, el anglicista JIM Stewart, también de Oxford, había sido Michael Innes, y hasta uno de mis antiguos colegas, el irlandés Aidan Kavanagh, experto en el Siglo de Oro y jefe de la SubFacultad de Español a la que yo estuve adscrito, había publicado desenvueltas novelas de horror y éxito bajo el alias exagerado de Goliath Cherubim, nadie pudo llamarse jamás de ese modo.
En alguna noche de insomnio pasada en la casa había curioseado un poco en esa habitación pequeña, recordaba haber visto obras de autores policiacos clásicos, Ellery Queen y Agatha Christie, Van Dine y Van Gulik, Woolrich, Highsmith y Dexter, y por supuesto Conan Doyle, Simenon y Chesterton, conocía los nombres a través de mi padre —mucho más especulativo que yo—, no directamente sus creaciones (Sherlock Holmes y Maigret aparte, que son cultura general básica). Tal vez hubiera suerte —la curiosidad acuciante, cuando nos prende— y estuviera junto a ellos Fleming, aunque no fuera propiamente un autor policiaco, imagino que todos los anteriores lo habrían desdeñado con un rictus, también hay plebeyos para los plebeyos siempre, y parias para los parias, también siempre (misterios de la voracidad, supongo). Me mantuve indeciso durante unos segundos. Si subía ahora los dos pisos corría más riesgo de despertar a Wheeler o a la señora Berry, pero habría de subirlos en todo caso más tarde para acostarme (aunque entonces no bajarlos y subirlos de nuevo), y el ruido de la vieja máquina que había usado con alegría había ya representado un considerable riesgo, caí en la cuenta. Dudé si poner algo de orden, antes, en el desbarajuste del estudio; pero pensaba seguir todavía un rato mirando aquel Doble Diarioque contenía noticias estrafalarias y textos desconocidos de mi padre joven, muy joven, escritos cuando no sospechaba que los de la tinta roja perderían la Guerra ni que a él lo denunciaría tras la derrota su mejor amigo con la complicidad de otro individuo que ni siquiera lo conocía —quizá alquilado para la faena, quizá dispuesto a echar con gusto una firma y así hacer méritos ante los vencedores franquistas—, ni que se irían por ello al traste sus principales vocaciones o aspiraciones, la docente y la especulativa. Así que abandoné el trastero en que había convertido el despacho sin intentar ponerle aún remedio y ascendí lenta y precavidamente la escalera, como un intruso o un espía o un burglar(no hay palabra específica para eso en mi lengua, para el tipo de ladrón que se cuela en las casas), me agarré a la barandilla como había hecho Peter, mi equilibrio no era perfecto, a lo tonto iba bien servido, quiero decir que con las copas solitarias últimas me había deslizado irreflexivamente hacia un principio de emulación de la Frasca.
Pese a mis precauciones fui encendiendo luces, peor habría sido tropezar y rodar muchos más escalones abajo que el cenicero, por falta de visión al dar mis beodos y silenciosos pasos. Una buena colección tenía Wheeler, de policiacas, más nutrida de lo que recordaba, era muy aficionado sin duda, también había representación de Stout, Gardner y Dickson, de MacDonald (Philip) y Macdonald (Ross), de Iles y Tey y Buchan y Ambler, los dos últimos eran más del subgénero espías o así me sonaba —todos esos nombres los conocía asimismo a través de mi padre—, luego había esperanzas de encontrar allí a Fleming y se cumplieron en cuanto comprendí que el orden era alfabético y enfoqué mejor: no tardé en divisar entonces los lomos de la colección completa con las famosas misiones del Comandante Bond, incluso una biografía de su creador había. Cogí From Russia with Love, tenía pinta de ser primera edición como el resto de los volúmenes, con sus gastadas sobrecubiertas todos, y al buscar la página para comprobarlo vi que el ejemplar estaba dedicado a mano por el autor a Wheeler, luego se habían conocido, las palabras de puño y letra de Fleming no permitían inferir más lejos, es decir, que hubieran llegado a amigos: 'To Peter Wheeler who may know better. Salud! from Ian Fleming 1957', el año de publicación del libro. 'Who may know better', con ser tan breve, era frase muy ambigua —en parte lo era por eso—, que podía traducirse y aun entenderse de varias maneras: 'Que puede saber más', 'Que tal vez esté mejor enterado', 'Que acaso está más al tanto', incluso 'Que quizá sea más sabio' (en algo concreto, habría que sobreentender en este caso). Pero además cabía toda una gama de interpretaciones menos literales, según el sentido que con frecuencia tiene la expresión 'to know better' o 'to know better than...', y en todas esas versiones posibles habría habido algo de advertencia o reproche, no sé cómo decir, 'Para Peter Wheeler, que haría mejor en no...' o 'que puede guardarse de...' lo que fuese a que se refiriera; o 'Que más le valdría'; o 'Que sabrá lo que hace'; o incluso 'Que él sabrá' o 'Que allá él', un matiz o insinuación de esa clase. Miré las demás novelas, desde Casino Royale, de 1953, hasta Octopussy and The Living Daylights, de 1966, títulos ya póstumos. Las cinco más antiguas llevaban dedicatoria escrita, la de From Russia with Loveera de hecho la última, y las publicadas después carecían de ella, y ninguna de las cuatro anteriores era más expresiva, al contrario, todas más anodinas o lacónicas directamente, 'To Peter Wheeler from Ian Fleming', 'This is Peter Wheeler's copy from the Author'y así. Quizá Wheeler y Fleming habían dejado de tratarse hacia 1958. Luego éste —leí en la solapa de su biografía— había muerto, en 1964, con cincuenta y seis años y en plena eclosión de su éxito o más bien del de las películas de Bond con Connery, verdadero impulso del de sus novelas. En cuanto a la palabra en español, 'Salud!', supuse que habría venido dictada tan sólo por la condición de hispanista del destinatario, sin mayor misterio. Aquella relación o amistad entre la eminencia oxoniense y el inventor de 007 no me casaba en principio, pero casi todo había dejado de casar últimamente. Y al fin y al cabo Wheeler no había sido tan eminente en los años cincuenta —no digamos en los treinta, durante la Guerra de España— como había llegado a ser más tarde (el título de Sir se le había otorgado ya después de que nos conociéramos él y yo, por ejemplo, aún era 'Professor Wheeler' tan sólo cuando me lo había presentado Rylands).