También parecía Fleming muy bien documentado (SMERSH aparte; habría de preguntarle al respecto a Wheeler, él seguramente sabría si esa organización había sido real o era un invento), la mención del POUM y de Andrés Nin ya era un indicio, por mucho que a éste lo llamara 'Andreas'. Según aquella fabulación, lo habría tal vez matado una mujer de nacionalidad extranjera —quién sabía si 'de singular belleza' en su juventud de España— que además habría sido su colaboradora y su amante, para mayores traición y amargura. Wheeler, en todo caso, había asociado la referencia en el Doble Diarioa las 'varias mujeres' detenidas en Barcelona en junio del 37 con el personaje desastrado, siniestro y neutro de Desde Rusia con amor(nunca la habrían detenido a ella), cuyo párrafo del capítulo séptimo había marcado con dos rayas verticales, y en el margen había escrito 'Well well, so many traitors indeed', esto es, 'Vaya vaya, en verdad tantos traidores'. Sí, tantos había habido, en mi país y en aquella época y en otras mástarde y por supuesto en todas las anteriores hasta las inmemoriales, desde el inicio del tiempo mismo y en todas partes. ¿Cómo era posible que se hubieran dado y se dieran tantas traiciones, o tantas con éxito, es decir, que no llegaran a ser sospechadas ni detectadas antes de su cumplimiento? ¿Qué extraña proclividad tenemos hacia la confianza? O quizá no sea a eso, sino a no querer ver ni enterarnos, o hacia el optimismo o hacia el consentido engaño, o es una soberbia la que nos lleva a creer que a nosotros no va a pasarnos lo que a nuestros iguales sí pasa y les ha sucedido siempre, o que vamos a ser respetados por quienes ya —y ante nuestros ojos— fueron desleales con otros, como si fuéramos distintos de éstos, y la que nos induce a pensar sin motivo que estaremos a salvo de los reveses sufridos por nuestros antepasados y aun de las decepciones que alcanzan a nuestros contemporáneos: a los que no son 'yo', supongo, a cuantos no lo son ni lo serán ni lo han sido. Vivimos, supongo, con la esperanza inconfesa de que alguna vez se rompan las reglas y el curso y la costumbre y la historia, y de que eso se dé en nosotros, en nuestra experiencia, de que sea a nosotros —es decir, a mí solo— a quienes toque verlo. Aspiramos siempre, supongo, a ser unos elegidos, y es improbable que de otro modo estuviéramos muy dispuestos a recorrer el trayecto entero de una vida entera, que corta o larga nos va rindiendo. Allí mismo, en el Doble Diarioque volví a coger, había unos cuantos artículos de mi padre, de cuando aún confiaba pese a estar en guerra: uno del 2 de julio de 1937, con motivo del tercer centenario de la publicación del Discurso del métodode Descartes, en 1637 en Leyden; otro del 27 de mayo, deplorando los demenciales cambios en los nombres de calles y plazas (y hasta de ciudades) que se estaban llevando a cabo tanto en 'la zona dominada por la facción' como en 'la leal' (sus términos) y en Madrid concretamente: 'Y es de todo punto lamentable', decía, 'que imitemos en esto a los rebeldes, porque no hay que imitarlos en nada'. O bien: 'Al Prado, al Paseo de Recoletos y a la Castellana se les ha cambiado su triple nombre por el de Avenida de la Unión Proletaria. Esta unión, por desgracia, empieza por no existir, y nos parece mucho más interesante procurarla que escribirla en las esquinas... En cierto sentido parece que los nuevos rotuladores quieren completar la obra de los bombardeos facciosos, en la tarea de dejar desfigurada a nuestra capital'. Y también había alguno más estrictamente político, bien firmado con su pseudónimo de aquellos tiempos, bien con su nombre, Juan Deza, se me hacía fantasmal ver mi apellido en aquellas antiguas páginas reproducidas con su tinta roja. Allí estaban los juveniles textos, que sin duda constituyeron parte de los muchos cargos de que se vio acusado —la mayoría inventados, imaginarios, falsos— al poco de terminar y perderse la guerra, cuando lo traicionó y delató a las vencedoras autoridades facciosas su mejor amigo de entonces, un tal Del Real con el que había compartido aulas y conversaciones, intereses y cafés y amistades y tertulias y cines y seguramente algunas juergas a lo largo de años, todos los de la carrera que estudiaron ambos e imagino que también los de la propia Guerra y el asedio a Madrid con los bombardeos facciosos desfiguradores y los cañonazos rebeldes que venían desde las afueras y cerros, los llamados obuses que hacían su parábola y caían sobre la Telefónica o en la plaza de al lado cuando fallaba la puntería, llamada por eso 'plaza del gua' con inverosímil humor fatídico, casi tres años de la vida de ambos, de todos, siendo sitiados y corriendo por las calles y plazas de cambiantes nombres con las manos sobre los sombreros y gorras y boinas y las faldas al vuelo y las medias rotas o simplemente sin medias, buscando las aceras no enfiladas por los cañones para caminar o correr por ellas hasta alcanzar una boca de metro o algún refugio.
Los dos amigos habían compartido incluso, junto con un tercer compañero que murió luego joven, la publicación de un librito de 1934 que recogió los que la Sociedad Geográfica juzgó tres mejores diarios de viaje entre los redactados por todos los alumnos que tomaron parte en el entonces nombrado Crucero Universitario por el Mediterráneo que, organizado por la madrileña Facultad de Filosofía y Letras de la República, llevó a estudiantes y profesores juntos hasta Túnez y Egipto, Palestina y Turquía, Grecia e Italia y Malta, Creta, Rodas, Mallorca, a lo largo de cuarenta y cinco entusiastas y optimistas días del verano de 1933, en uno de los cuales los pasajeros se vieron honrados con la visita del gran Valle-Inclán, quien no sé dónde ni por qué motivo subió a bordo para departir. El barco de la Compañía Trasmediterránea que los condujo se había llamado Ciudad de Cádiz, y a todas sus travesías les puso fin el submarino italiano Ferrari, orgullo de Mussolini, que lo torpedeó y hundió en aguas del Mar Egeo el 15 de agosto de 1937, ya en plena guerra, cuando el mercante republicano regresaba de Odessa con alimentos y material bélico según había oído decir a mi padre, o quizá fue el 14 del mismo mes, saliendo de los Dardanelos, según había leído casualmente en Thomas un rato antes en la interminable noche.
Este compañero de publicación, de viaje, de Universidad y hasta de Instituto antes (tan prolongado, por tanto, como lo fuimos Comendador y yo), se encargó de promover y dirigir la caza de quien aún no era padre de nadie. Llevó a cabo una campaña de difamación, buscó 'testigos de cargo' que sustentaran éstos en un proceso (o en su simulacro, otra cosa no había en las fechas triunfales) y se procuró una firma de mayor valor y autoridad que la propia para estampar en la denuncia formal que un día de mayo del 39 fue presentada en comisaría. Esa firma fue la de un profesor de aquella misma Facultad, Santa Olalla su nombre, de fanatismo reconocido y con quien mi padre no había tenido clases ni tan siquiera contacto, pese a que por lo visto el docente tampoco se había privado de figurar en la nada fanática expedición del Crucero del 33. Tantísimos años más tarde, cuando yo fui estudiante en las mismas aulas (pero ya por entonces y todavía entonces eternamente franquistas), seguía predicando en ellas aquel Santa Olalla en su calidad de muy veterano catedrático ahora —debió de ganar su título raudamente y con facilidad—, y su realidad y su fama en mi época eran de fascista cabal, tanto en sentido analógico como ideológico como político como temperamental, es decir, sensu stricto. Tengo entendido que también alcanzó la cátedra en alguna Universidad del norte (La Coruña, Oviedo, Santander, Santiago, no lo sé) el delator principal, Del Real, premiado probablemente por sus inmediatos y espontáneos servicios a la temprana e hiperactiva policía franquista del 39. Pero al parecer este otro delator docente aún se permitió presumir de 'semiizquierdista' ante sus revoltosos alumnos de los años setenta —nada en ello, en el fondo, de excepcional—, y algunos incautos e ignorantes jóvenes septentrionales de aquella década díscola lo encontraban 'encantador'. Así va el mundo ('Habla, delata, denuncia. Cállalo luego, y entonces sálvate'). Lo último que mi padre supo más o menos personalmente de él fue en el propio mayo del 39, mes y medio después de terminada la Guerra, en plena represión y supresión y concienzuda purga de los derrotados y al poco de su detención y encarcelamiento el día de San Isidro, patrón de Madrid, cuando algún conocido común —o quizá fue mi madre que fue a visitarlo y que aún no era mi madre ni su mujer— llegó a contarle que Del Real se pavoneaba de su gran hazaña por la ciudad con estas o parecidas palabras: 'Voy a conseguir que a Deza le caigan treinta años de cárcel, si es que no algo peor'. Ese 'algo peor' era fácil que le cayera en aquellas fechas a cualquier detenido con motivo o sin él, hubiera pruebas en su contra o no: si no las había se fabricaban, y aun eso no solía hacer falta, para su condena bastaba en principio la mera denuncia, la de un portero; un vecino, un envidioso, un cura, un resentido, un rival, un delator profesional o uno meritorio, un cortejador rechazado, una despechada novia, un compañero, un amigo, se daban por buenas todas, más valía pasarse que quedarse cortos a la hora de completar la 'atrición' iniciada en el 36, la palabra era de Thomas. Y ese 'algo peor' tenía el nombre de paredón.