Tuvo suerte Juan Deza dentro de todo, en comparación con tantos otros, y hasta la blanca tapia no logró mandarlo su delator. Durante la Guerra mi padre había sido soldado del Ejército Popular, o de la República, como prefería llamarlo él (había cumplido veintidós años cuando estalló, era unos meses menor que Wheeler), pero, destinado a tareas administrativas en la retaguardia de Madrid, estuvo primero en una compañía de Intendencia, luego fue nombrado traductor del Ejército de Tierra, más adelante prestó servicio como colaborador o ayudante de don Julián Besteiro hasta la capitulación, y así nunca hubo de entrar en combate. Y puesto que le constaba no haberse visto obligado a disparar un solo tiro de su fusil, también tenía la certeza absoluta de no haber matado a nadie, de lo cual, decía, se alegraba infinitamente. Escribió sus artículos del Abcy de alguna otra publicación, emitió programas de radio durante una temporada del 37 en que fue enviado a Valencia, y por encargo del Estado Mayor tradujo un voluminoso libro inglés de cuyo autor no se acordaba pero sí del título, Spy and CounterSpy (A History of Modern Espionage), y que seguramente jamás vio la luz que él le dio en español con destino al Ministerio de la Guerra. Pero las acusaciones de sus denunciadores incluían 'delitos' mucho más graves y —si bien fantásticos— concebidos con la peor intención, de falsedad difícil de desenmascarar: entre varios otros, el de haber sido colaborador del diario moscovita Pravda, el de haber servido de enlace, intérprete y guía en España del 'bandido Deán de Canterbury' (Dr. Hewlett Johnson, conocido como 'el Deán Rojo' o 'the Red Dean', al que mi padre no había visto jamás), y el de ser conocedor seguro de toda la trama de la 'propaganda roja' a lo largo de la contienda, lo cual equivalía a una invitación muy directa a que se le arrancara información tan excepcional por cualquier medio (por lo demás el habitual). Nada de eso sucedió, por fortuna: contó con testigos veraces, incluso entre los que venían 'de cargo'; milagrosamente le tocó un alférez jurídico de gran decencia, que lejos de tergiversar sus refutaciones durante la instrucción (como era costumbre en aquel sistema judicial), le propuso tomárselas al dictado para mayor exactitud, receloso de las imputaciones, y que antes de devolverlo a la celda le dijo: 'No le doy la mano porque nos ven y pueden pensar que tenemos alguna relación, pero espiritualmente estoy con usted' ('Antonio Baena', rememoraba mi padre, 'este nombre no lo olvidaré'); y también le cayó en suerte un juez dichosamente holgazán que traspapeló su expediente y acabó por sobreseer su caso en vista del anómalo comportamiento de algún 'testigo de cargo' y de la consiguiente confusión. Y así Juan Deza, mi padre, pasó un tiempo en prisión durante el cual enseñó a leer y escribir, sumar, restar y multiplicar a compañeros reclusos analfabetos (y a los más instruidos unas nociones de francés), y después pudo salir —se quedó sin enseñarles a dividir— aunque para vivir represaliado durante muchos años, verse desde luego impedido de ejercer cualquier docencia a cualquier nivel, a diferencia de sus encatedrados acusadores, y también de volver a publicar una línea más en la prensa de su país, cuya tinta era ya toda azul. Uno de los 'testigos de cargo' que sí se reflejó en el espejo oscuro de su función, otro antiguo compañero de Facultad al que su víctima había visitado y prestado libros bajo los bombardeos, novelista de barato o prostituido éxito más adelante (Flórez su nombre), le hizo llegar este recado a través de su amiga mi madre: 'Si Deza no vuelve a acordarse de que tiene una carrera, podrá vivir; en otro caso, lo hundiremos'. Pero esa es otra historia. Algunas veces lo vi dolerse en silencio por su azarosa situación, y lo vi pasarlo mal. Pero nunca lo vi amargado, ni nos transmitió a sus hijos resentimiento alguno, y el que podamos tener lo hemos desarrollado nosotros solos. Tampoco lo oí quejarse, ni decir en voz alta los nombres de sus delatores fuera del círculo familiar y de los amigos más íntimos, algunos de los cuales ya los conocían bien y de primerísima mano —aquellos dos nombres— desde el día de San Isidro de 1939. Pese a las zancadillas y trabas se supo desenvolver en la vida, y si él no se quejó ni en los años más duros e ingratos, no era yo quién para hacerlo por él. O tal vez sí. Tal vez sí lo fuera y además el único, junto con mis dos hermanos mayores y mi hermana menor, para hacer eso que tampoco ofende, lamentarse un poco por otros, por mi madre ahora y también por él.
Del mismo modo, yo nunca me había abstenido de mencionar esos nombres cuando se había terciado o había venido a cuento, porque desde niño me los sabía, Del Real y Santa Olalla, Santa Olalla y Del Real, y para mí habían sido siempre los nombres de la traición, y esos nunca hay por qué protegerlos. Y era en eso en lo que pensaba mientras en la noche larga junto al río Cherwell empecé a recoger por fin todos los libros de Wheeler que había sacado de su estantería oeste y esparcido por su despacho o estudio, y a poner mal orden, y a limpiar y despejar la mesa y a retirar bandejas y botellas y mi vaso y el hielo, ardua tarea todo para lo cansado y absorto que estaba y lo tarde que se me había hecho, aunque preferí no saber cuánto y no miré ningún reloj. ¿Cómo era posible que mi padre no hubiera sospechado ni detectado nada? Era un hombre inteligente y culto, ningún tonto, y bastante precoz, aunque desde luego un optimista irredento, confiado en principio con todo el mundo. Pero aun así. ¿Cómo se podía pasar media vida junto a un compañero, un amigo íntimo —media vida de la niñez, de pupitre, de la juventud—, sin percatarse de su naturaleza, o al menos de su naturaleza posible? (Pero acaso en todos cualquier naturaleza es posible.) ¿Cómo puede no verse en el tiempo largo que quien acabará y acaba perdiéndonos nos va a perder? ¿No intuirse ni adivinarse su trama, su maquinación y su danza en círculo, no oler su inquina o respirar su desdicha, no captar su despacioso acecho y su lentísima y languideciente espera, y la consiguiente impaciencia que quién sabe durante cuántos años habría tenido que contener? ¿Cómo puedo no conocer hoy tu rostro mañana, el que ya está o se fragua bajo la cara que enseñas o bajo la careta que llevas, y que me mostrarás tan sólo cuando no lo espere? Sin duda hubo de aplacar muchas veces su efervescencia ese hombre y morderse los labios hasta hacerse sangre, y enfriar esa sangre cuando ya le hervía, y aplazar el término de su malograda y fétida fermentación, para todavía volverlo a aplazar. Todo eso se nota, se percibe, se huele y hasta en ocasiones se palpa y nos llega el sudor, y nos aturde la condensación. Como mínimo se presiente. En realidad se sabe, o se debe saber. ¿O acaso una vez que las cosas suceden no nos damos cuenta de que sabíamos que iban a suceder, y que era así justamente como habían de ir? ¿Y no es verdad que en el fondo no nos extrañan tanto como aparentamos ante los otros y sobre todo ante nosotros mismos, y que vemos toda la lógica entonces y reconocemos y aun recordamos los desatendidos avisos que alguna capa de nuestra inconsciencia sin embargo sí atendió? Quizá es que queremos convencernos de nuestra propia estupefacción, como si en ella encontráramos incongruente consuelo y disculpas inútiles que en verdad no sirven: 'Ay, yo no sabía, cómo podía imaginar y menos aún sospechar, es lo último que me habría esperado y jamás se me habría ocurrido, habría dado mi palabra, habría jurado, habría puesto la mano en el fuego, me habría jugado el cuello, habría apostado mi oro y arriesgado mi honor, oh qué engaño, qué desengaño, qué increíble y no verdadera resulta ser esta traición'. Pero no hay tal estupefacción casi nunca. No en lo más hondo, no en el saber que no se atreverá decirse ni a pronunciarse ni tan siquiera a saber o a saberse ni a tenerse conciencia, no en el que se teme tanto que se detesta y se niega y se oculta a sí mismo y se ahuyenta, o se mira tan sólo con el rabillo del ojo y con el rostro embozado siempre. Sí la hay, esa estupefacción, en nuestras capas más altas que no son sólo las superficiales y las epidérmicas sino que en realidad son todas, también las medias y también las bajas y las profundas, y hasta las recónditas y subterráneas y las venosas, las de fuera y dentro y las de muy adentro, las de la vida diaria y externa de la punta de lanza y las de nuestra solitaria pausa, las de la compañía que ríe alegre y las del inicio abismal del sueño, cuando atisbamos durante un instante lo que vamos siendo en nuestro conjunto y cuál es la historia que va a contarse cuando acabe nuestro acabamiento. Sí, hasta esa capa de rendición y angustia o de premonición admite esa perplejidad, esa sorpresa. Pero no la más honda que casi nunca alcanzamos, la que habita en el revés del tiempo y no se engaña ni se equivoca, la que se confunde con miedo o adopta su disfraz, el del miedo, y la desoímos por eso, para que el temor no nos gobierne y nos dicte los pasos y nos lleve a sucumbir bajo lo temido, o a propiciarlo. Desechamos indicios y rehusamos interpretar tantos signos ('Cállate, cállate, y entonces sálvame'), y los relegamos y echamos a la bolsa de las figuraciones, para contraponerles otros que en el fondo sabemos que no son señales sino fingimientos y simulacros que buscan nuestra confianza y nuestro sopor o adormecimiento ('Mantén un ojo abierto cuando dormites, mantenlo', cité para mis adentros). Porque en realidad sería imposible engañarnos si así lo quisiéramos —no engañarnos—, tarea vana y fracasado empeño. Pero no solemos. No solemos quererlo: nos aburren la protección y la prevención y la alerta, y a todos nos gusta arrojar el escudo lejos y marchar ligeros blandiendo la lanza como un adorno.