Выбрать главу

Y así es y será sin embargo siempre, eso vino a decirme Tupra en alguna ocasión y me dijo claramente Wheeler a la mañana siguiente y durante nuestro almuerzo. Y si Tupra no lo dijo con igual claridad fue sin duda porque él jamás hablaría de eso ni emplearía palabras como desconfianza, amistad, enemistad, confianza, o no en serio, no relacionadas consigo mismo, como si ninguna pudiera incumbirle o tocarlo ni cupiera en sus experiencias. 'Es el estilo del mundo', decía a veces, como si fuera en verdad cuanto podía decirse al respecto y todo lo demás fuera adorno y quizá innecesario tormento. No esperaba nada, yo creo, no lealtad pero tampoco traiciones, y si se encontraba con lo uno o lo otro no parecía sorprenderse, ni tomar más medidas que las recomendables de tipo práctico. Y no esperaba aprecio ni afecto pero tampoco malquerencias ni inquinas, pese a bien saber que de éstas y aquéllos está infestada la tierra, y que a menudo los individuos no pueden evitar unos ni otras y además no quieren hacerlo, porque son mecha y pábulo de su combustión, también su razón y su lumbre. Y que no precisan de motivo ni meta para nada de ello, de finalidad ni causa, de agradecimiento ni agravio o no siempre, o según Wheeler, que fue más explícito, 'llevan sus probabilidades en el interior de sus venas, y sólo es cuestión de tiempo, de tentaciones y circunstancias que por fin las conduzcan a su cumplimiento'.

Nunca supe, así pues, si me gané nunca la confianza de Tupra, ni si la perdí ni cuándo, no hubo posiblemente un momento ni otro para esas dos fases o movimientos del ánimo, o no podría habérseles dado un nombre, esos nombres, el de ganancia, el de pérdida. Él no hablaba de eso, en realidad no hablaba a las claras de casi nada, y de no haber sido por las explicaciones preliminares de Wheeler aquel domingo oxoniense, es posible que nunca hubiera sabido nada preciso ni impreciso de mis funciones, y que no hubiera ni adivinado su sentido u objeto. Desde luego no llegué nunca a saberlo ni a entenderlo todo: qué se hacía con mis dictámenes o impresiones o informes, a quién iban destinados en última instancia o exactamente para qué servían, qué consecuencias traían ni si traían alguna o pertenecían por el contrario a esa clase de tareas y actividades que se realizan en algunos organismos e instituciones porque se han venido haciendo desde hace mucho, pero sin que nadie recuerde por qué se iniciaron ni se plantee por qué seguirlas. A veces pensé que se archivaban tan sólo, por si acaso. Qué fórmula rara, pero que lo justifica, todo: por si acaso. Hasta lo más absurdo. Creo que ahora ya no sucede, pero antiguamente, cuando se visitaban los Estados Unidos, una pregunta que se formulaba a su entrada a todo viajero era si tenía intención de atentar contra la vida del Presidente de ese país. Como es de imaginar, nunca nadie la contestó afirmativamente —era una declaración bajo juramento— a no ser por gastar una broma que solía salir cara en tan adusta frontera, y el que menos el hipotético magnicida o chacal que desembarcara precisamente sin otro propósito o misión que esa. El motivo de la disparatada pregunta era al parecer que, si a algún extranjero se le ocurría atentar contra Eisenhower o Kennedy o Lyndon Johnson o Nixon, al cargo principal se le añadía el de perjurio; es decir, que la pregunta se hacía con mala intención y por si acaso. Nunca comprendí, sin embargo, la relevancia o ventaja de esa agravante suplementaria contra alguien acusado de cargarse o intentar cargarse a la persona de esa nación de mayor rango, lo cual se diría delito en sí mismo de gravedad difícilmente superable. Pero así funcionan las cosas que son por si acaso, supongo. Se prevén los hechos más inverosímiles e improbables y se obra contando con ellos aunque casi nunca se den, casi siempre inútilmente. Se llevan a cabo infructuosas o superfluas tareas que seguramente jamás sirvan ni se aprovechen, se trabaja sobre eventualidades y figuraciones e hipótesis, sobre la nada y lo inexistente y sobre lo que no sucede ni tampoco ha sucedido antes. Y eso es contar con el acaso.

Al principio fui llamado, tres veces en el corto plazo de unos diez días, para ejercer de intérprete, aunque sin duda disponían de otros para alquilarlos por horas y de alguno medio en plantilla, como la joven Pérez Nuix, a la que conocí algo más tarde. En dos de las ocasiones no tuve que intervenir apenas, pues los dos individuos chilenos y los tres mexicanos con los que Tupra y su subordinado Mulryan compartieron sendos almuerzos rápidos —hombres los cinco de aburridos negocios, vagamente diplomáticos, vagamente legislativos y parlamentarios— hablaban un bastante aceptable inglés utilitario, y mi presencia en el restaurante sólo se hizo necesaria para despejar algún titubeo de tipo léxico y para que los términos finales de los preacuerdos a que por lo visto llegaron estuvieran bien claros para ambas partes y no hubiera lugar a posteriores malentendidos, voluntarios o involuntarios. En realidad sólo fui requerido para hacer el resumen. No me enteré mucho de lo que trataban, como me sucede en cualquier idioma cuando no me logro interesar por lo que mis oídos oyen. Quiero decir que entendía desde luego las palabras y también las frases, y podía convertirlas y reproducirlas y transmitirlas sin ningún problema, pero no comprendí los asuntos ni sus respectivos fondos, me traían sin cuidado.

La tercera ocasión fue más extraña y entretenida y también me gané más la paga, porque fui convocado al despacho de Tupra y allí hube de traducir lo que a todas luces me pareció un interrogatorio. No el de un detenido ni el de un prisionero ni tan siquiera el de un sospechoso, pero sí tal vez —como si dijéramos— el de un infiltrado o un tránsfuga o un confidente del cual Tupra y Mulryan aún no se fiaran enteramente, los dos hacían las preguntas (pero más Mulryan, Tupra se reservaba) que yo le repetía en español a aquel venezolano alto y sólido de mediana edad, vestido de paisano y algo incómodo en esas ropas, o digamos desasosegado, forzado, como si fueran prestadas y pasajeras o adquiridas recientemente, como si se sintiera inestable y tal vez un farsante sin el más que probable uniforme al que debía de estar acostumbrado. Con su bigote rígido y su cara ancha y tostada, sus cejas veloces separadas tan sólo por dos mínimas pinceladas cobrizas que le flanqueaban un entrecejo breve como una mosca trasladada de la barbilla a la frente, con su tórax muy convexo perfecto para sostener y realzar medallas y en cambio demasiado henchido para soportar tan sólo camisa blanca, corbata oscura ychaqueta clara cruzada (rara de ver en Londres, parecía a punto de estallarle, los tres botones abrochados como reminiscencia de la guerrera), no me costaba imaginarlo con una gorra de plato de militar sudamericano, o es más, su pelo de gruesas púas negras y blancas que le nacía demasiado bajo pedía a gritos una visera de buen charol que concentrara toda la atención en ella y le ocultara o disimulara su tan invasor arranque.

Las preguntas de Mulryan, más alguna ocasional de Tupra, eran educadas pero muy rápidas y muy al grano (al grano parecían ir ambos siempre, también en sus conversaciones con los juristas o senadores o diplomáticos chilenos y mexicanos, no estaban dispuestos a emplear más tiempo del justo, se los notaba duchos en las negociaciones, entrenados, sin que les importara resultar algo abruptos), y vi que de mí esperaban lo mismo en mis traducciones, que reprodujera con exactitud no sólo las palabras sino también la premura y el tono más bien tajante, y si vacilé un par de veces porque a mi lengua no le sienta bien siempre la absoluta falta de preámbulos y circunloquios, Mulryan me hizo en ambas ocasiones un gesto suave pero inequívoco, con dos dedos juntos, indicándome que me apresurara y no pensara en formulaciones de mi cosecha. Aquel milico venezolano no sabía nada de inglés, pero prestaba tanto oído a las voces de los británicos mientras preguntaban como a la mía cuando le proporcionaba la comprensión de sus interrogaciones, aunque inevitablemente me miraba a mí, se dirigía a mí, que era sólo el recadero, a la hora de dar sus respuestas, demasiado consciente de que yo era el único que de entrada se las entendía. No es que con él me enterara mucho más del conjunto de lo tratado o comprendiera con total precisión cuál era el fondo de los asuntos, pero mi curiosidad se despertó más, sin duda, que durante los dos almuerzos, en verdad soporíferos y de contenidos más abstrusos para un profano. Recuerdo haberle trasladado preguntas, a aquel militar disfrazado y desazonado, sobre las fuerzas con que contaban él y los suyos, quienes quisiera que fuesen, las seguras y las probables, y que él contestó que, seguro no había nunca nada en Venezuela, que lo considerado seguro era sólo probable siempre, y lo llamado probable era una incógnita siempre. Y recuerdo que esta respuesta impacientó a Mulryan, que tendía a concretar y precisar al máximo, y que propició una de las intervenciones de Tupra, quizá más hecho a las vaguedades y evasivas por sus posibles andanzas de años en el extranjero, y sus trabajos y misiones de campo, y sus pactos con insurrectos varios, eso pensé, yo le había construido ese pasado desde el primer momento, en casa de Wheeler. 'Dígame entonces las fuerzas probables', así de sencillamente había sorteado las reservas del interrogado y el malhumor de Mulryan. También se le preguntó, a aquél, acerca del apoyo logístico garantizado 'from abroad', que yo traduje como 'desde el extranjero', pero añadí 'exterior, de fuera', para que no hubiera dudas. Él entendió a buen seguro lo mismo que yo, a saber, que aquello era un eufemismo para referirse a un solo apoyo concreto, el estadounidense. Contestó que eso dependía en gran medida del resultado y popularidad de la primera fase de operaciones, que la gente de fuera' aguardaba siempre hasta el último instante antes de comprometerse a las claras y participar 'con armas y bagajes' en cualquier empresa, utilizó esa expresión, quizá aquí tanto en sentido literal como figurado. Pero ante la visible y creciente irritación de Mulryan agregó que 'el Ambásador' —así me lo llamó, con dicción hispana pero en inglés supuesto, despejando cualquier asomo de duda respecto a quién aludía— les había prometido el reconocimiento oficial inmediato si no había oposición apenas o ésta quedaba 'emburbujada' desde el principio, jamás había oído ese ridículo participio en mi lengua pero capté sin problemas su significado. Poco marcial me parecía el término, más propio de un político camelista entontecido o de un alto ejecutivo asimismo entontecido, versiones modernas de los vendedores de crecepelos.