'Es rápido y no es difícil', pensé. 'Ya lo creo, lo sé bien, siempre hubo unos cuantos acostumbrados a eso. En la sien, en el oído, en la nuca, un chorro de sangre, pero luego se limpia.' Traduje con tanta expresividad como me fue posible, Tupra y Mulryan no me miraban a mí mientras lo hacía, sino a él, al venezolano, eso siempre me llamó la atención en ellos, porque el instinto de todo el mundo lo lleva a dirigir la vista hacia el que emite el sonido, el que habla, aunque esté sólo traduciendo, aunque sea sólo quien reproduce y repite y no quien dice, y ellos se fijaban en cambio, invariablemente, en el responsable original o último de las palabras, aunque permaneciera callado por fuerza durante la transmisión de éstas. Más de una vez observé que eso ponía nerviosos a los interrogados, los cuales sí me miraban a mí pese a entenderme sólo por deducción entonces (para ellos la deducción muy fácil).
El paisano o militar postizo no fue excepción en el nerviosismo (para mí fue de hecho el primero), pero quizá lo alteró, más que los cuatro ojos en él posados mientras yo lo emulaba, la inmediata contestación de Tupra, que dijo:
—Pero ustedes ya se dan cuenta de que si le meten a él un tiro también tendrán que metérselos a bastantes compatriotas, con odio y sin él, en caliente y en frío, en combates y quién sabe si en ejecuciones, también rápidas pero más difíciles. Y eso no iba a caerle bien a nadie, y menos que a nadie a la gente de fuera, verdad, incluidos nosotros. Con semejante riesgo de carnicería, y sin la certeza de que al final sirviera, mi opinión es que no debe intentarse. Y me temo que habré de desaconsejar por ahora cualquier financiación y respaldo.
El venezolano frunció mucho las cejas veloces, aspiró hondo y lento y se le infló aún más el pecho como el de un batracio, hizo amago de desanudarse la corbata (no ya aflojársela), ocultó sus botas verdes bajo la butaca como quien las aparta y salva del mordisco de un bicho, o, más simbólicamente, como quien emprende una retirada instintiva vencido por el desconcierto. Pensé que podía estar pensando: 'A qué me están jugando estos hijos de la Gran Bretaña. Ni lo uno ni lo otro, pues qué querrán que les conteste, hijastros de la Grandísima'.
—Pero ustedes qué quieren —dijo al cabo de unos segundos, como quien se cansa de adivinar y ya abandona, ni siquiera llegó a ser interrogativo el tono.
Fue todavía Tupra quien le respondió:
—Que nos diga la verdad, nada más. Sin interpretarnos. Sin intentar complacernos.
La reacción del militar fue instantánea, la traduje con precisión, aunque no era del todo fáciclass="underline"
—La verdad, la verdad. La verdad es lo que sucede, la verdad es cuando pasa, cómo quieren que se la diga ahora. Antes de suceder no se conoce.
Tupra pareció algo sorprendido y algo divertido por aquella respuesta entre filosófica y ramplona, o meramente confusa. Pero no varió su exigencia. Eso sí, sonrió, y no se privó de su apostilla:
—Y ni siquiera después, tantas veces. Y a veces ni siquiera pasa. No sucede, la verdad. Aun así es lo que queremos, ya ve: se le pide un imposible, según usted. Y si ahora mismo no está en condiciones de satisfacerlo, si quiere consultar con sus camaradas y ver si el tal imposible se le va haciendo algo posible —se detuvo—, no faltaría más. Entiendo que aún permanecerá unos días en Londres. Antes de su marcha lo llamaremos, por si lo ha conseguido: la hazaña, la imposibilidad. Tenemos su número. Si eres tan amable, Mulryan, puedes acompañar al señor. —A continuación se dirigió a mí, sin cambiar de tono y sin apenas pausa—: Mr. Deza, le importaría quedarse un momento, por favor.
El falso o verdadero militar se levantó, se alisó la corbata, la chaqueta, los pantalones, hizo un gesto innecesario de remeterse la camisa en éstos, cogió del suelo una cartera que había depositado junto a su butaca y que no había llegado a subir ni a abrir. Estrechó la mano de Tupra y la mía de manera distraída, cavilatoria, ausente (una mano mullida, algo floja, quizá sólo por la cavilación). Dijo:
—Me parece que yo no tengo su número, el de ustedes.
—No, creo que no —fue la contestación de Tupra—. Adiós.
—¿Señor? —murmuró Mulryan antes de desaparecer, mientras desde fuera cerraba con ambas manos las dos hojas de la puerta de aquel despacho nada burocrático, recordaba más bien a los de los donsde Oxford que yo había conocido, al del propio Wheeler, al de Cromer-Blake, al de Clare Bayes, lleno de estanterías rebosantes de libros, con un globo terráqueo que en verdad parecía antiguo, dominaban por todas partes la madera y el papel, no vi materiales innobles ni tampoco metal, no vi ficheros, ni ordenador. Mulryan lo murmuró como si preguntara, a la manera de un mayordomo, '¿Nada más, señor?', pero hizo más bien el efecto de que se cuadraba (taconazo no hubo, eso no). Saltaba a la vista que le tenía devoción, a su superior.
Y fue entonces, cuando ya estuvimos a solas, Tupra tras su amplia mesa y yo sentado enfrente de él, cuando por primera vez requirió de mí algo parecido a lo que después fue mi principal tarea durante el tiempo que permanecí a su servicio, y también algo relacionado con lo que me había medio explicado Wheeler aquel domingo de Oxford, por la mañana y durante el almuerzo. Tupra se frotó con una sola mano sus mejillas de color cebada, siempre tan afeitadas y oliendo siempre a bálsamo after-shavecomo si éste se le quedara impregnado o él renovara continuamente a escondidas su aplicación, sonrió de nuevo, sacó un cigarrillo que se colgó de los amenazantes labios (parecían siempre en trance de ir a absorber), por el momento no lo encendió, yo tampoco me atreví con el mío.
—Dígame qué le ha parecido. —E hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta de doble hoja—. Qué ha sacado usted en limpio. —Y como yo vacilara (no estaba seguro de a qué se refería, no me había preguntado nada tras los chilenos y los mexicanos), añadió—: Diga lo que sea, lo que se le ocurra, hable. —Por lo general soportaba muy bien el silencio, excepto cuando era del todo ajeno a su voluntad y su decisión; entonces su vehemencia o su tensión permanentes parecían exigirle llenar todo el tiempo de contenidos palpables, reconocibles o computables. Era distinto si el silencio venía de él.
—Bueno —contesté—, yo no sé lo que quiere exactamente de ustedes ese señor venezolano. Respaldo y financiación, entiendo. Supongo que se está preparando, o barajando la posibilidad de un golpe de Estado contra el Presidente Hugo Chávez, eso he sacado más o menos en limpio. Ese señor iba de paisano, pero por su aspecto y por lo que decía podría ser un militar. O bueno, imagino que se ha presentado ante ustedes como militar.
—Qué más. Eso lo habría deducido también cualquier otro, Mr. Deza, en su lugar, en su función.
—¿Qué más de qué, Mr. Tupra?
—¿Qué lo induce a pensar que era militar? ¿Ha visto alguna vez a un militar venezolano?
—No. En fin, en televisión, como cualquiera. El propio Chávez es militar, se hace llamar Comandante, ¿no?, o Subteniente, no sé, Paracaidista en Jefe, tal vez. Pero no estoy seguro de que ese caballero lo fuera, claro está, militar. Digo que ante ustedes probablemente se habrá presentado como tal. Me lo imagino.
—Luego iremos con eso. ¿Qué efecto le produce la trama, la amenaza de un golpe contra un gobernante elegido en votación popular, y además por aclamación?
—Muy malo, el peor. Recuerde que mi país padeció cuarenta años por un golpe así. Tres de guerra romántica tal vez (vista con ojos ingleses), pero luego treinta y siete de abatimiento y opresión. Pero dejando la teoría de lado, es decir, los principios, en este caso concreto me traería más bien sin cuidado. Chávez intentó dar un golpe en su día, si no recuerdo mal. Conspiró y se sublevó con sus unidades contra un Gobierno elegido, y de civiles. Aunque fuera corrupto y ladrón, cuál no lo es hoy, manejan todos demasiado dinero y son como empresas, y los empresarios quieren sus beneficios. Así que no podría quejarse si lo desalojaran. Otra cosa son los venezolanos. Ellos sí. Pero parece que ya se quejan bastantes, de quien eligieron por aclamación. Ser elegido no vacuna contra ser también un dictador.
—Lo veo enterado.
—Leo los periódicos, veo la televisión. No más que eso.
—Dígame más. Dígame si el venezolano decía la verdad.
—¿Respecto a qué?
—En general. Por ejemplo, respecto a si tocarían al Comandante o no, en caso de necesidad.
—Dijo dos cosas distintas respecto a eso.
Tupra pareció impacientarse un poco, pero muy poco. Me daba la impresión de estar a gusto, de que le agradaba el diálogo y mi rapidez, una vez vencida mi vacilación inicial yuna vez estimulado por su preguntar, Tupra era un gran preguntador jamás olvidaba nada de lo ya contestado y así era capaz de volver sobre ello cuando menos lo esperaba el interrogado y cuando éste sí se había olvidado, olvidamos lo que decimos mucho más que lo que escuchamos, lo que escribimos mucho más que lo que leemos, lo que enviamos mucho más que lo que nos alcanza, por eso no contamos apenas con las ofensas que infligimos y sí en cambio con las que sufrimos, y por eso casi todo el mundo le tiene alguna guardada a alguien.