Por eso también se me entregaban vídeos.
A veces los veía allí mismo, en el edificio sin nombre y nada más que con número, sin letreros ni rótulos ni función aparente, a solas o acompañado por la joven Nuix o por Mulryan o Rendel; y a veces me los llevaba a casa, para mirarlos con más detención y mejor desentrañarlos y presentar luego mi informe.
En aquellos vídeos había de todo, material muy heterogéneo, con frecuencia mezclado, casi apelotonado en algunas cintas, en otras agrupado y distribuido con mayor criterio y aun con tendencia a la monografía: fragmentos de programas o de informativos que se habían emitido públicamente, grabados de la televisión, cortados y montados más tarde (o bien programas enteros que debía tragarme, recientes o antiguos y hasta de gente ya muerta, como Lady Diana Spencer con su pésimo inglés lleno de faltas y el escritor Graham Greene con su inglés excelente); intervenciones parlamentarias, discursos o ruedas de prensa de políticos destacados u oscuros, británicos y extranjeros, de diplomáticos también; interrogatorios de reos en dependencias policiales y sus posteriores deposiciones ante el tribunal de turno, así como las sentencias o amonestaciones de empelucados jueces, bastantes vídeos de severos jueces, no sé por qué; entrevistas con celebridades que no siempre parecían hechas por periodistas ni destinadas a la exhibición, algunas tenían todo el aire de conversaciones informales o más o menos privadas, quizá con curiosos o con admiradores fingidos (recuerdo haber visto una inefable con el cantante Elton John sumamente alegre, otra muy simpática con el actor Sean Connery, el auténtico James Bond que pateó Rosa Klebb en Desde Rusia con amor, mortales pinchos, y otra asimismo graciosa con el ex-futbolista bebedor George Best; una espeluznante con el empresario Murdoch y una bastante pomposa y cómica con Lord Archer, el ex-político —condenado ya entonces por mentir en algo, he olvidado qué cosa— y novelista de voluntariosa acción); otras veces me sonaban las caras, pero no eran lo bastante famosas para que yo las identificase, acaso glorias en exceso locales (no siempre aparecía un carrito con el nombre de quien hablara, podía no haber la menor indicación y sólo unas letras y números para cada rostro señalado como de interés o sujeto a interpretación —A2, BH13, Gm9 y así—, a los que poder hacer referencia en mis informes luego); y había también entrevistas o escenas con personas anónimas en circunstancias variadas, filmadas a menudo, yo creo, sin su conocimiento ni por tanto su consentimiento: alguien que solicitaba empleo o se ofrecía para lo que fuese, los había muy desesperados; un funcionario granítico (ojos en blanco) escuchando a un ciudadano con cuitas, probablemente en su oficina municipal o ministerial; una pareja discutiendo en una habitación de hotel; un individuo pidiendo un desventajoso crédito en una entidad bancaria; cuatro hinchas del Chelsea en un pub, preparándose para machacar al Liverpool a base de ingerido alcohol y vociferado ardor; un almuerzo de negocios a cargo de alguna empresa, con una veintena de comensales (por fortuna no íntegro, sólo highlightsy un discurso final); un dondando una pestífera clase; ocasionalmente una conferencia (por desdicha no íntegra, vi una muy interesante de un profesor de Cambridge, sobre la literatura que nunca existió); el sermón de un obispo anglicano que parecía algo beodo (íntegro el sermón, esto sí); prelimsorales a estudiantes que aspiraban a entrar en tal o cual Universidad; un médico diagnosticando con suficiencia, detalle y verbosidad; muchachas contestando preguntas raras durante sesiones de casting, quién sabía si para un anuncio o una bajeza mayor, demasiado monosilábico todo para ver de averiguar. A veces aparecían vídeos indudablemente caseros o muy personales, más misteriosos en consecuencia (no podía evitar preguntarme cómo habían llegado a nosotros y así hasta mis ojos, a menos que entre nuestros clientes pudiera haber particulares también): la patriarcal felicitación navideña de algún ausente que se creía añorado y por tanto en falta; el mensaje de un hombre rico (era de suponer que póstumo o destinado a serlo) explicando a sus herederos y desheredados el porqué de su testamento arbitrario, caprichoso, decepcionante, injusto con deliberación; la declaración de amor de un enfermo de timidez confeso (pero más bien presunto), que aseguraba no ser capaz de soportar 'en vivo' el 'No' de la destinataria que decía esperar sin remedio y a la vez no esperaba en modo alguno, cuan seguro se lo veía al hablar. Eso en lo que respectaba al material británico, que por supuesto era el grueso. Tuve conciencia de la cantidad de ocasiones y sitios en que la gente es grabada y filmada o puede serlo: para empezar, en casi todas las situaciones en que nos sometemos a una prueba o examen, por así decir, y en que solicitamos algo, sea trabajo, un préstamo, una oportunidad, un favor, una subvención, una recomendación, una coartada. Y desde luego clemencia. Vi que cada vez que pedimos estamos expuestos, vendidos, a merced casi absoluta del que concede o niega. Y hoy se nos registra, se nos inmortaliza a menudo en el momento de la mayor humildad, o si se prefiere en el de la humillación. Pero también en cualquier lugar público o semipúblico, lo más llamativo y escandaloso eran las habitaciones de hotel, uno ya cuenta en principio con que tomarán su imagen en un banco, un comercio, una gasolinera, un casino, un recinto deportivo, un aparcamiento, un edificio gubernamental.
Rara vez se me advertía con antelación en qué debía fijarme, qué rasgos de carácter, o qué grado de sinceridad, o qué intenciones concretas de cada señalada persona o rostro debía procurar descifrar, quiero decir cuando me llevaba tarea a casa. Al día siguiente, o unos pocos más tarde, dedicaba a ello una sesión con Mulryan o Tupra o con ambos, y me preguntaban entonces lo que fuera de su interés, a veces una sola y mínima cosa y a veces muy por extenso, según, refiriéndose a los personajes de aquellos vídeos por sus respectivos nombres si éstos figuraban en las películas o eran inconfundibles de tan conocidos, o bien, si no, por sus asignadas letras y números: '¿Le parece que Mr. Stewart está defraudando otra vez al fisco, pese a sus palabras de contrición? Fue descubierto hace cinco años, se llegó a un acuerdo, pagó por encima del máximo para ahorrarse problemas, ¿podría él pensar que está libre de sospechas por ello?' '¿Cree que FH6 tenía el propósito de devolver el crédito en el momento de pedírselo a Barclays? ¿O no tenía ya la menor intención? Le fue concedido, ha de saber, y hace tres meses que no hay rastro de él'. Yo contestaba lo que creyera o pudiera y se pasaba al siguiente, esto en los casos más breves, prácticos y prosaicos. La mayoría, sin embargo, no eran nada de esto, sino evasivos y de complejo aspecto, con facilidad vagarosos e incluso etéreos, arriesgados siempre de responder, más parecidos a los que Wheeler había dilucidado en sus tiempos y había anunciado para los míos también, o más bien había dado a entender que me llegarían, aunque ahora no hubiera guerra; que vendrían a mi discernimiento antes o después. Y para esa mayoría se necesitaba en efecto lo que él había llamado distraídamente, como para restar solemnidad a aquellas dos expresiones sólo contradictorias en primera instancia o ni siquiera en esa, 'el valor para ver' y 'la irresponsabilidad de ver'. Yo sentí mucho más lo segundo durante bastante tiempo, hasta que un día me acostumbré, y al acostumbrarme me despreocupé. Y entonces... Ah sí, entonces, es cierto, la gran irresponsabilidad.