Ese proceso de acostumbramiento, con todo, lo había iniciado ya Wheeler aquel domingo oxoniense en que también me habló de mí. O quizá Toby Rylands, que le había hablado a su vez a Wheeler con anterioridad de mí, y me había apuntado como a su semejante, hecho de la misma pasta con que se había moldeado a ellos dos. Pero no, Rylands no fue, porque lo que cambia las cosas no es lo que se diga de uno sin uno saberlo —no lo que las varía en nuestro interior—sino lo que alguien con autoridad o tan sólo insistencia nos dice a la cara sobre nosotros mismos, lo que descubre y explica y nos induce a creer. Es el peligro que acecha a todo artista o político, o a todo individuo que reciba opiniones e interpretaciones acerca de su actividad. A un director de cine, a un escritor, a un músico empieza a llamárselos genios, lumbreras, reinventores, gigantes, y no es difícil que acaben por admitirlo todo como posibilidad. Se hacen entonces conscientes de su valía, y les entra el miedo a defraudar, o —lo que es más ridículo e insensato, pero no otra es la formulación— a no estar a la altura de sí mismos, es decir, de quienes resulta que fueron —ahora les cuentan, se dan cuenta ahora— en su tan elevada obra anterior. 'Así que no fue producto de la casualidad, ni de mi intuición, ni siquiera de mi libertad', pueden pensar, 'sino que había coherencia y propósito en cuanto yo iba haciendo, qué honor enterarme pero también qué maldición. Porque ahora no me queda sino atenerme a ello y alcanzar cada vez ese condenado nivel para no desmerecer de mí mismo, qué desastre, qué enorme esfuerzo, y cuánta desolación para mi quehacer.' Y eso mismo puede ocurrirle a cualquiera, aunque no sean públicos su trabajo ni su personalidad, basta con que oiga una explicación plausible de sus inclinaciones o su proceder, una incantatoria descripción de sus actos o un análisis de su carácter, una valoración de su método —saber que eso existe, o se le atribuye—, para que cualquiera pierda su bendito rumbo mudable, imprevisible, incierto, y con ello su libertad. Tendemos a pensar que hay un orden oculto que desconocemos y también una trama de la que quisiéramos formar parte consciente, y si de ella vislumbramos un solo episodio que nos da cabida o así lo parece, si percibimos que nos incorpora a su débil rueda un instante, entonces es fácil que ya no sepamos volver a vernos desgajados de esa trama entrevista, parcial, intuida —una figuración—, ya nunca más. Nada peor que buscar el sentido o creer que lo hay. O sí lo habría, aún peor: creer que el sentido de algo, aunque sea del detalle más nimio, dependerá de nosotros o de nuestras acciones, de nuestro propósito o nuestra función, creer que hay voluntad, que hay destino, e incluso una trabajosa combinación de ambos. Creer que no nos debemos enteramente al más errático y desmemoriado, divagatorio y descabezado azar, y que algo consecuente se puede esperar de nosotros en virtud de lo que ya dimos o hicimos, ayer o anteayer. Creer que puede haber en nosotros coherencia y deliberación, como cree el artista que las hay en su obra o el poderoso en sus decisiones, pero sólo una vez que alguien los ha convencido de que sí las hay.
Wheeler había empezado por el principio al fin, si es que hay principio de algo alguna vez. Como quiera que sea, aquella mañana de domingo en que amanecí más tarde de lo que habría querido y desde luego de lo que esperaba él, ya no se permitió más preámbulos ni aplazamientos ni circunloquios, en la medida en que le era posible renunciar del todo a esos rasgos tan estables de su pensamiento y su conversación. Ya tenía misterio y limitación suficientes, supongo, con las incompletas palabras de que disponía para contarme lo que me iba a contar. En cuanto me vio descender por la escalera, mal afeitado y con cara de sueño (sólo un repaso rápido de la maquinilla para aparecer presentable, o no patibulario al menos), me instó a tomar asiento enfrente de él y a la derecha de la señora Berry, que ocupaba una cabecera de la mesa en la que ya habían acabado los dos de desayunar. Aguardó a que ella me sirviera amablemente café, pero no a que yo lo bebiera ni me despejara un poco más. Sobre la mitad de la mesa libre de mantel y de platos y tazas y mermeladas y frutas había, abierto, un volumen alto y grueso, siempre libros por doquier. Bastó que lo mirara yo de reojo (la atracción por la letra impresa) para que Peter me dijera en tono apremiante, probablemente debido a aquel retraso con el que no había contado en mi despertar:
—Cógelo, anda. Es para que lo veas tú. Atraje hacia mí el volumen, pero antes de leer una línea lo entrecerré —dedo en medio— para echarle una ojeada al lomo y saber qué libro era aquel.
—¿El Who's Who? —Fue una pregunta retórica, porque era sin lugar a dudas el Who's Who, con sus tapas de color rojo intenso, la guía de nombres más o menos ilustres, la edición de aquel año en el Reino Unido.
—Sí, el Who's Who, Jacobo. Seguro que nunca se te ha ocurrido buscarme en él. Mi nombre está ahí en esa página, donde está abierto. Lee lo que pone, anda, haz el favor.
Miré, busqué, había unos cuantos Wheeler, Sir Mark y Sir Mervyn, un tal Muir Wheeler y el Honorable Sir Patrick y el Reverendísimo Philip Welsford Richmond Wheeler, y allí estaba él, entre estos dos últimos: 'Wheeler, Prof. Sir Peter', a lo que seguía un paréntesis que no entendí a la primera, decía: '(Edward Lionel Wheeler)'. Pero sólo tardé dos segundos en recordar que Peter solía firmar sus escritos como 'P E Wheeler', y que la E era de Edward, luego el paréntesis se limitaba a consignar el nombre en su integridad oficial.
—¿Lionel? —pregunté. Fue de nuevo una interrogación retórica, aunque no tanto. Me sorprendió ese tercer nombre de pila, que siempre me pareció de actor, por Lionel Barrymore a buen seguro, y por Lionel Atwill que fue el archienemigo Profesor Moriarty contra el gran Basil Rathbone como Sherlock Holmes, y por Lionel Stander que fue perseguido en América por el Senador McCarthy y hubo de exiliarse a Inglaterra para poder trabajar (convertirse en postizo inglés). Y luego estaba Lionel Johnson, pero éste era un poeta amigo de Wilde y Yeats y del que descendía John Gawsworth, según contaba él (John Gawsworth, el pseudónimo literario de quien fue en la vida Terence Ian Fytton Armstrong, aquel escritor recóndito, mendigo y rey, que me había obsesionado un poco durante mi tiempo de enseñante en Oxford, tantos años atrás: claro que su fantasiosa ascendencia también incluía a nobles jacobitas, esto es, Estuardos, y al dramaturgo Ben Jonson contemporáneo de Shakespeare, y a la supuesta 'Dama Oscura' o 'Dark Lady'de los sonetos de éste, Mary Fitton la cortesana)—. ¿Lionel? —repetí con ligerísima guasa que Wheeler notó.
—Sí, Lionel. Nunca lo uso, ¿qué pasa con eso? No te entretengas con tonterías, no es eso lo que interesa, lo que quiero que veas. Continúa, vamos.
Volví a la nota biográfica, pero al instante hube de pararme y alzar la vista otra vez, tras leer los datos relativos a su nacimiento, que así decían: 'Nacido el 24 de octubre de 1913, en Christchurch, Nueva Zelanda. Hijo mayor de Hugh Bernard Rylands y de la difunta Rita Muriel, de soltera Wheeler' — 'née' ponía, a la francesa en inglés—. 'Adoptó el apellido Wheeler mediante escritura legal en 1929.'
—¿Rylands? —Esta vez ya no hubo nada de retórico en la pregunta, sólo espontánea y sincera estupefacción—. ¿Rylands? —repetí. Debieron de mostrar desconfianza mis ojos, y quizá algo de reconvención—. No es, no será, ¿verdad? No puede ser una coincidencia.
La mirada que me devolvió Wheeler reflejó una mezcla de impaciencia y paciencia, o de contrariedad y paternalismo, como si ya tuviera previsto que yo iba a detenerme en aquello, en el inesperado apellido de su padre Rylands, y aceptara o comprendiera mi reacción, pero esa cuestión lo aburriera, o la viera como un engorroso trámite antes de centrarse en la que entonces deseaba abordar. A juzgar por su expresión, perfectamente me podía haber dicho: 'Tampoco es eso lo que interesa, lo que quiero que veas, Jacobo. Sigue'. Y más o menos llegó a decírmelo, pero no de inmediato, me tuvo algo de consideración; no sin antes hacer una tentativa leve de ponerse a salvo de mis reproches:
—Oh vamos. No vas a decirme ahora que no lo sabías.
—Peter. —Mi tono fue de advertencia seria y aun de clara reconvención, como el que empleaba con mis hijos a veces cuando insistían en hacerse los despistados para así no obedecer.
—Bueno, bueno, creía que estabas enterado, habría jurado que sí. De hecho: me extraña enormemente que no.
—Por favor, Peter: nadie está enterado, no en Oxford. O si lo están se lo callan, se lo callaron con insólita discreción. ¿Cree que de haberlo sabido no me lo habrían contado Aidan Kavanagh o Cromer-Blake, Dewar o Rook o Carr, Crowther-Hunt, la propia Clare Bayes? —Eran antiguos amigos o tan sólo colegas de mi tiempo en la ciudad, algunos menos chismosos que otros. Clare Bayes había sido mi amante también, hacía mucho que no la veía ni sabía de ella, ni de su niño Eric que ya no sería niño, ya no más, habría terminado de crecer. Tal vez ya no me gustaría, mi remota amante, si la viera. Ni yo a ella tampoco, tal vez. Mejor no verse, mejor así—. ¿Usted lo sabía, Mrs. Berry?