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'Esa mujer sabe muchas cosas o las ha visto y ha decidido no contarlas, estoy segura. Su problema, o aún es más, su tormento es que lo tiene presente todo el rato, las cosas graves que presenció o de las que está enterada y su voto particular de callarlas. No es que tomara la resolución un día y eso la apaciguara luego, aunque la decisión le costara sangre. No es que a partir de entonces haya podido vivir con la aceptable tranquilidad de saber al menos lo que quiere, o más bien no quiere que pase; que haya sido capaz de arrinconar en su mente esos hechos o conocimientos, de amortiguarlos, de darles paulatinamente la consistencia y la configuración de sueños, que es lo que permite a muchos convivir con el recuerdo de atrocidades y desengaños: dudar que hayan existido, a ratos; nublarlos, envolverlos en la humareda de los años posteriores acumulados, y así mejor postergarlos. Por el contrario, esa mujer piensa sin cesar en ello y muy vivamente, no sólo en lo sucedido o averiguado, sino en que debe o quiere guardar silencio. No es que desdecirse la tiente (sería sólo para sus adentros, nada más que ante sí misma); no es que sienta su decisión tomada como provisional permanentemente, no es que estudie volverse atrás y se pase las noches en vela, reconsiderándola. Yo diría que es irrevocable, tanto como la que más, o aún más que la que más, si se me apura, porque no obedece a un compromiso. Pero es como si la hubiera tomado ayer mismo, ayer siempre. Como si estuviera bajo el turbador efecto de algo eternamente reciente y que no se gasta, cuando lo más probable es que hoy todo sea remoto, tanto lo acaecido como su voluntad primera de que no trascendiera nunca, o no por su causa. No me estoy refiriendo a hechos relativos a su profesión, que también los habrá igualmente a salvo, sino a su vida personaclass="underline" hechos que la afectaron y cada día la afectan, o la hieren y la infectan y todas las noches le producen fiebre cuando se dispone a acostarse. "No será por mí, por mí no se sabrá nada de esto", debe de pensar continuamente, como si esas experiencias antiguas las tuviera bajo la piel, palpitándole. Como si todavía fueran el núcleo de su existencia y lo que mayor atención requiere, serán lo primero que al despertar le acuda, lo último de que se despida al dormirse. Nada hay de obsesión, sin embargo, no conviene confundirse, su cotidianidad es ligera y enérgica; y es clara, no se resiente. Se trata de algo distinto: es lealtad a su historia. Esta mujer sería a muchos de gran servicio, es perfecta para guardar secretos y por tanto también para administrarlos o distribuirlos, en eso es del todo fiable, precisamente porque permanece alerta y nada deja para ella de estar vivo y ser presente. Aunque el secreto guardado se le aleje en el tiempo, no se le difumina, y lo mismo sería con los transmitidos. Ni un solo perfil se le pierde. Nunca se olvidaría de quién sabe qué y quién no sabe, una vez hecho el reparto. Y estoy segura de que se acuerda de todas las caras y nombres que han desfilado ante su estrado', dice la joven Pérez Nuix de una juez de edad madura y rostro plácido y alegre, que los dos observamos juntos desde la garita mientras Tupra y Mulryan le hacen preguntas respetuosas y sinuosas, a las damas les ofrecen té siempre si es por la tarde y si en efecto son damas por su posición o su porte, a los caballeros no salvo si son peces gordos o pueden ser muy influyentes en alguna cuestión concreta, a lo sumo un cigarrillo (pero nunca de los faraónicos), y excepcionalmente vermut o cerveza si es la hora del aperitivo y la cosa se está alargando (hay una mini nevera camuflada entre los estantes); y pese a esa actitud serena y a esa expresión jovial de la magistrada —la sonrisa acogedora; la piel muy blanca pero saludable; los ojos veloces y vivos aun siendo de un azul tan claro; las ojeras bien asentadas, tan hondas y favorecedoras que se le debieron de originar ya de niña; la risa desprendida y pronta, con un elemento de educación en ella que no impide su espontaneidad, sí en cambio toda adulación, no hay ni sombra; la conciencia divertida de que de Tupra emana cierto deseo hacia ella, pese a la edad ya no propicia (deseo teórico acaso, o retrospectivo, o imaginativo), porque él percibe a la joven que fue, o aún la huele, y eso es a su vez percibido por la que dejó de serlo, y le hace gracia y la rejuvenece—, al escuchar a la joven Nuix me parece plausible cuanto ella advierte y me describe, porque veo en esa juez, en efecto, algo semejante a la excitación o vitalidad que trae conocer un secreto de significancia y haberse jurado no compartirlo.

Claro que la joven Nuix no habla así mientras los dos miramos y tomamos algunas notas en el compartimento, no tan seguido ni tan preciso (yo lo ordeno y lo conformo ahora, como hacemos todos cuando referimos algo, y además lo complemento con el posterior informe de ella, escrito), sino que me va haciendo comentarios sueltos a través de la mesa, a nosotros no nos ven ni nos oyen, aunque sepan bien dónde estamos, aquí destacados por el propio Tupra. Y al oírla me acuerdo —en cada ocasión me acuerdo, no sólo cuando interpreta a esa juez, la juez Walton— de las palabras que atribuyó Wheeler a Tupra aquel domingo: 'Dice que será con el tiempo la mejor del grupo, si se las apaña para retenerla lo suficiente', y cada vez me pregunto si no lo es ya, quien más afina y la más dotada, quien más arriesga y quien ve más profundo de nosotros cinco, la joven Pérez Nuix, de padre español y madre inglesa, criada en Londres pero tan familiarizada como yo mismo con el país paterno (no en balde lleva pasando en él veintitantos veranos sin falta), totalmente bilingüe a diferencia de mí, en quien prevalece la lengua con la que me inicié en el habla, del mismo modo que Jacques será para mí siempre elnombre, por ser al que atendí en el principio, y por el que fui llamado por quien más llamaba. También su sonrisa es acogedora y su risa desprendida y pronta las de esa joven, y también son sus ojos muy veloces y vivos, con mayor fundamento puesto que son castaños y no estarán aún muy cargados de pegajosas visiones que no se marchan. Tendrá veinticinco años, o quizá dos más o uno menos, y cuando nuestras miradas se encuentran, a través de la mesa o en cualquier otra circunstancia, noto que se me empiezan a desvaír Luisa y mis hijos, mientras que el resto del tiempo se me aparecen demasiado nítidos aunque estén tan lejanos, y eso que las caras de los niños son tan cambiantes que nunca tienen una sola y fija imagen; me doy cuenta de que va aposentándose, o predominando, la de las fotos más recientes que me traje a Inglaterra, las llevo en la cartera como cualquier buen o mal padre, y además las miro. También advierto que la joven Nuix no me descarta pese a la diferencia de edades; o habría que decirlo en condicionaclass="underline" me ronda la idea de que algún vínculo sexual ha establecido o estableció con Tupra, aunque nada me lo indique inequívocamente y ellos se traten con deferencia y humor, y con una especie de recíproco paternalismo, tal vez sea eso el mayor indicio. (Pero la idea me ronda, y sé que con Tupra no se compite.) Que no me descarta o descartaría o no me habría descartado es algo que veo en sus ojos, como lo he visto en los de otras mujeres desde hace unos años sin equivocarme —de joven se es más miope y más astigmático y más présbita, todo ello al mismo tiempo—, y lo respiro y escucho en el breve acopio de energía que suele hacer, por timidez o por el rubor que la acecha, antes de dirigírseme para conversar un rato, es decir, más allá del saludo o de la pregunta o respuesta aisladas, como si tomara impulso o carrerilla, o como si la primera frase (que no es corta nunca, es curioso) se la construyera mentalmente entera, la estructurara y la memorizara completa antes de pronunciarla. Eso lo hace con frecuencia uno al hablar en lengua extranjera, pero esa joven y yo, cuando a solas o en los apartes, acudimos al español, que también es propio de ella.

Y no me cupo duda una mañana en que no la acechó el rubor cuando más debiera haberla asaltado. Me habían entregado ya llaves del edificio sin nombre, y creyendo ser el primero en llegar a él esa mañana, al piso que ocupábamos nosotros (un insomnio matutino me había impelido a salir, para empezar la jornada de veras y rematar allí un informe), y creyendo por tanto abrirlo (estaban echados los cerrojos nocturnos), me extrañó oír ruido y un tarareo suave en uno de los despachos, cuya puerta abrí no con violencia pero sí con brío, de una ráfaga, en la difusa idea de desconcertar al posible intruso, al madrugador espía o al subrepticio burglar, y así obtener ventaja si debía hacerle frente, por tarareador que fuera y tranquilo que pareciese por tanto. Y entonces la vi, a la joven Nuix de pie ante la mesa, de cintura para arriba desnuda y con una toalla en la mano que justo en aquel momento se pasaba por una axila, alzado el brazo. Debajo llevaba una falda estrecha, su falda del día anterior, me fijo a diario en su vestimenta. Tanto me sorprendió la visión (y a la vez no tanto o quizá nada: sabía que era voz de mujer, la que tarareaba) que no hice lo que me tocaba haber hecho, mascullar una apresurada disculpa y volver a cerrar la puerta, quedándome fuera naturalmente. Fueron sólo unos segundos, pero esos segundos los dejé correr (uno, dos, tres, cuatro; y cinco) mirándola, creo, con expresión entre interrogativa y de aprecio y de falso azoramiento (luego estúpida, decididamente), antes de decir 'Buenos días' en un tono del todo neutro, esto es, como si ella hubiera estado tan vestida como yo o casi, yo tenía aún puesta la gabardina. En cierto sentido, supongo, hice hipócritamente como si nada, y como si no viera; pero a ello me ayudó también —quiero pensarlo— que la joven Nuix hiciera otro tanto, como si nada. Durante aquellos segundos en que sostuve la puerta abierta antes de retirarme, no sólo ella no se tapó, asustada o pudorosa o al menos sobresaltada (lo habría tenido fácil, con la toalla), sino que se quedó quieta, como la imagen congelada de un vídeo, exactamente en la misma postura que al irrumpir yo en el despacho, mirándome con expresión interrogativa pero nada estúpida, ni falsa ni verdaderamente azorada. Lo único que hizo, así pues, fue cesar en su tarareo y en su movimiento: se estaba secando, frotando, y dejó de hacerlo, la toalla se le quedó detenida a la altura del costado. Y en esa postura no sólo no cubría su desnudez (no lo hizo, ni como acto reflejo), sino que al mantener el brazo en alto me permitió contemplar su axila, y cuando una mujer desnuda permite ver eso, y descubre una o ambas, es como si ofreciera un suplemento de desnudez con ello. Era una axila desde luego limpia y tersa y recién lavada según deduje, y por supuesto afeitada, sin el matojo de espanto que algunas mujeres se empeñan en conservar hoy en día como extraña señal de protesta contra el gusto tradicional de los hombres, o de la mayoría. 'Buenos días', dijo asimismo en tono neutro. Fueron sólo unos segundos (cinco, seis, siete, ocho; y nueve), pero la calma y la naturalidad con que nos comportamos durante su transcurso me hicieron acordarme de aquella ocasión en que mi mujer Luisa, poco después del nacimiento del niño, se quedó parada a medio desvestirse (descubierto el torso, los pechos crecidos por su maternidad, iba a acostarse) y me contestó a unas preguntas absurdas que yo le hice sobre nuestro recién nacido ('¿Crees que este niño vivirá siempre con nosotros, mientras sea niño o muy joven?'). Estaba desnudándose, en una mano tenía aún las medias que acababa de quitarse, en la otra el camisón que iba a ponerse ('Claro, qué bobadas son esas, ¿con quién si no?'; y había añadido: 'Si no nos pasa nada'), mientras que la joven Nuix tenía en una mano la toalla con la que no pensaba cubrirse ni se cubrió, y la otra libre y en alto, como una estatua de la Antigüedad. Estaban medio desnudas ambas ('¿Qué quieres decir?', le había preguntado yo a Luisa entonces), y nada tenía que ver la desnudez de la una con la de la otra (quiero decir para mí, porque sí guardaban semejanza de hecho, objetivamente): la de mi mujer me era conocida y aun consuetudinaria, no es que me dejara indiferente por eso ni mucho menos, y de ahí que me fijara en sus pechos crecidos Incluso en aquel instante volandero y doméstico; pero era normal que siguiéramos hablando como si nada, que no interrumpiéramos la conversación por ello ('Nada malo, quiero decir', había respondido ella); la de mi joven compañera de trabajo era en cambio nueva, inesperada, inédita, en modo alguno anticipada y hasta inmerecida y furtiva desde mi punto de vista, producto de un malentendido o de una imprudencia, y por tanto me la miré de otra manera, sin descaro ni lascivia pero con una atención a la vez descubridora y memorizadora, con los ojos aparentemente velados de nuestra época que siempre estuvieron vigentes en Inglaterra, donde nos encontrábamos y donde ese mirar que no mira o ese no mirar que mira se desarrolla y se perfecciona, y del que allí vi escapar o librarse casi tan sólo a Tupra; y ella me dejó mirar así no mirando, no trató de impedirlo, pero tampoco había descaro ni exhibicionismo en sus ojos ni en su actitud, y cuando añadió algo más, una explicación que yo no esperaba ni hacía falta, y que pese a ser la primera frase que me dirigía en el día no pareció esta vez compuesta con antelación en su mente ('He dormido aquí, bueno, dormir más bien poco, me he pasado la noche enganchada con un informe endiablado'), su voz y su tono no sonaron muy distintos de los de una conyugalidad que bien conozco. Así que una vez transcurridos los demás segundos (nueve, diez, once y doce: 'Ya, no te preocupes, yo es que me he venido temprano a ver si termino uno mío', dije a mi vez, no tanto por explicarme cuanto a modo de disculpa tardía e implícita), cerré la puerta por fin, de un solo movimiento resuelto, casi raudo (el pomo no había llegado a soltarlo), y me retiré a mi despacho, que estaba contiguo y que compartía con Rendel, ella compartía con Mulryan el suyo. Pertenecía a otra generación, la joven Nuix, me dije; me dije que sin duda se pasaría los veranos con el torso al aire en las playas o piscinas de España, que estaría acostumbrada a ser vista así y admirada, su pudor atenuado. También pensé que éramos compatriotas y que eso en el extranjero equivale casi a un parentesco: crea complicidades y solidaridades insólitas y da pie a confianzas sin base, así como a amistades y amores que serían inimaginables, casi aberrantes, en el común país de origen (una amistad con De la Garza, Rafita el capullo enorme). Pero ella era más inglesa que española, seguramente, no debía olvidarme de eso. Y sé muy bien, en todo caso, que cuando una mujer ni siquiera hace ademán de cubrirse al instante la desnudez sorprendida, sólo sea instintivamente (salvo que se trate de bailarinas de strip-teasey similares, con alguna he andado), es porque no descarta a quien la sorprendió y la contempla, y eso todavía rige para todas las generaciones vivas, o por lo menos para las adultas. No es que la mujer se sienta atraída por ese alguien o lo desee por fuerza, lejos de mi creencia semejantes presunciones cándidas. Es tan sólo que no lo descarta, o no lo excluye, no enteramente, y es muy probable que sea sólo entonces cuando ella lo averigüe o se dé cuenta, en el momento de verse vista por ese alguien y decidir para él no taparse, o tal vez no haya ni decisión por medio. El brazo alzado de la joven Nuix no me pareció a la postre como el de una estatua, o no en el recuerdo: más bien lo vi como si estuviera colgado de la barra de un autobús, o su mano asida al asidero en alto de un vagón de metro. Allí seguía aún agarrado, el brazo al aire, cuando cerré la puerta y dejé de verlo, al igual que la lisa axila que realzaba el resto. Debió de bajarlo inmediatamente. Duró todo doce segundos. Los conté no en el acto, sino también después, en el recuerdo.